Biógrafo de Benito Juárez y enamorado del barroco, Brian R. Hamnett nos recibe, durante las horas de descanso que le deja una reunión académica, en un hotel de Puebla. Se formó en Cambridge y ha hecho vida universitaria en Nueva York, en Reading y en la universidad de Essex, de la cual es profesor investigador desde 1990. Miembro de la Royal Historical Society, Hamnett es un hombre de pocas palabras, sistemático, resuelto en su admiración de los grandes liberales latinoamericanos –su Benito Juárez / Benemérito de las Américas apareció en español, en la Biblioteca Nueva, en 2006– y escasamente complaciente frente a la reivindicación de espíritus tiránicos y erráticos como el del emperador Iturbide. Tampoco se deja sorprender con facilidad ante las leyendas negras: examina sin el mínimo sobresalto al valido Manuel de Godoy y a Fernando VII. No se apresura a calificarlos como los padres del caudillismo ibérico y americano.
Al menos tres de los libros de Hamnett, Revolución y contrarrevolución en México y el Perú / Liberalismo, realeza y separatismo en 1800-1824 (FCE, 1978), La política española en una época revolucionaria, 1790-1820 (FCE, 1985) y Raíces de la insurgencia en México / Historia regional, 1750-1824 (FCE, 1990), han sido decisivos para insertar a la independencia de la Nueva España en el orbe de las revoluciones internacionales durante el tránsito entre los siglos XVIII y XIX.
No cree el doctor Hamnett en las comparaciones diacrónicas, las rehúye instintivamente y, entre 1810 y 1910, nos recuerda, decurrió, además, la que acaso sea la vida mexicana más importante de todos los tiempos, la de Benito Juárez. Riguroso observador del nacimiento y del desarrollo de nuestras repúblicas, Hamnett las estudia con la severidad política, un tanto estoica, con la que los historiadores romanos veían la tormentosa juventud de su ciudad.
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¿Por qué se interesó usted en la independencia de América? ¿Cómo se veía entre los jóvenes de los años sesenta del siglo XX el origen de la América Latina independiente?
La respuesta tiene dos dimensiones, como historiador y como persona. Como historiador encontré el tema mientras estudiaba la crisis del absolutismo en las monarquías europeas a fines del siglo XVIII. Como no se estudiaba mucho la experiencia de la monarquía y del imperio español, profundicé un poco más en ello y así encontré el problema de la independencia iberoamericana; decidí estudiarlo porque reflejaba algo sobre la crisis de las viejas monarquías en Europa. Pero cuando llegué a México por primera vez me encontré con una realidad muy diferente de la que estaba estudiando. El tema adquirió dimensiones insospechadas y profundicé en la participación popular en las independencias, comparando a México con otros países iberoamericanos.
¿Y la dimensión más personal?
México supuso mi primer encuentro con el continente americano. Había viajado mucho en el Medio Oriente, por el sur de Europa y el norte de África y aquello fue un tipo de preparación para cambiar de continente. Pero cuando vine a México fue una experiencia completamente distinta: no podía construir mi conocimiento del país con base en mis viajes anteriores fuera de Europa. Aunque el primer país americano que visité fue Venezuela, México fue el primer país americano en que viví, y no Estados Unidos, porque hay que decir que nunca he tenido mucho interés en esta nación: los estadounidenses no tienen una verdadera historia. México, en cambio, tiene una historia larga y profunda, mucho más allá de la conquista española en 1519, y quizá porque empecé mi carrera de estudiante de lenguas clásicas y civilizaciones antiguas gravité hacia este país.
¿Cómo era el ambiente universitario cuando empezó usted su investigación sobre la independencia de México y de Perú?
Estudié en la Universidad de Cambridge y me gradué en 1964, antes de la divulgación de los estudios latinoamericanos en Gran Bretaña o en otros países europeos, excepción hecha de España, porque siempre ha habido una escuela de estudios americanos en Sevilla y la Escuela de Estudios Hispano-Americanos, adonde fui a investigar en el archivo de Indias. Allí me encontré con muchos peruanos, uruguayos, chilenos; mucho más sudamericanos que mexicanos, porque México no tenía entonces relaciones diplomáticas con la España de Franco. En la documentación de Sevilla me topé con cosas fantásticas y empecé a construir la comparación que hice más tarde entre México y el Perú, las dos grandes civilizaciones precolombinas, los dos grandes virreinatos, las dos distintas maneras de hacer la independencia.
A la hora de conmemorar el bicentenario de 1810, da la impresión de que, al menos en México, no ha sido fácil conciliar la visión nacionalista decimonónica de la independencia con otra interpretación, esa que habla de fenómenos universales –la época revolucionaria arrancada con la Revolución en Estados Unidos, la desintegración del imperio español en América– y cuyas consecuencias ocurren en virreinatos donde apenas se vislumbraba algún tipo de autonomía hacia 1810. ¿Ha sido difícil narrar una historia que empieza en España, en 1808, con la invasión napoleónica, y no en el pueblo de Dolores en 1810, con el grito de Hidalgo, como nos la contaban en la escuela a los niños mexicanos?
La historiografía británica ha hecho una contribución a una nueva versión de la independencia hispanoamericana con los trabajos de Robin Humphries, John Lynch, David Brading, John Fisher, Anthony McFarlane y otros colegas. Pero forma parte además de una nueva perspectiva que comparten historiadores mexicanos, estadounidenses y europeos. Yo diría que se había puesto demasiado énfasis en el comienzo del proceso de las independencias latinoamericanas. Se prefería investigar la historia española durante el XVIII que el origen de la división entre la parte europea y la parte americana de la vieja monarquía. La independencia o el proceso de separación de los territorios hispanoamericanos no se inicia con el declive de la monarquía española; su desmoronamiento es anterior a 1808, a las invasiones napoleónicas.
¿Usted estaría de acuerdo con aquella tesis que dice que la independencia de México y del resto de los países de Iberoamérica es resultado del fracaso de las reformas borbónicas?
Aunque empecé mi investigación en el doctorado estudiando las reformas borbónicas, ahora estoy revisitando el tema y actualmente mi interpretación es más negativa. Esas reformas contribuyeron mucho al desarrollo de los territorios coloniales de España y luego al de los países independientes, porque el liberalismo hispanoamericano se remonta a la política de la Ilustración española en América, cuyas reformas fiscales, económicas y administrativas tuvieron, en muchos aspectos, una influencia positiva en el desarrollo político y social de Hispanoamérica. Pero entre 1760 y 1805, con la consolidación de los vales reales, las reformas borbónicas dividieron mucho, separando no tanto a los peninsulares y a los criollos sino a los peninsulares entre ellos. Hubo, en el consulado de Lima y en la audiencia de México, peninsulares que se oponían a las reformas, fuertes opositores de las reformas por razones comerciales y políticas. Pero también hubo fuertes partidarios de las reformas, como los comerciantes de Veracruz y Guadalajara.
Se compara, con mucha frecuencia, la conquista de México con la conquista del Perú, pero ese ejercicio comparativo se hace menos con el desenlace: la independencia en uno y otro de los grandes virreinatos. Usted, autor de Revolución y contrarrevolución en México y en el Perú (1978), ha trabajado esa comparación. ¿Podría hacerla para nosotros?
Una diferencia muy significativa fue que la capital del virreinato de la Nueva España era Tenochtitlán, mientras que la capital del virreinato del Perú no fue Cuzco ni Quito sino Lima, una ciudad completamente nueva construida por los españoles para ser la capital de la Conquista, una ciudad cercana al Pacífico con comunicaciones relativamente directas hacia Cádiz, Sevilla y los principales puertos de esa época. Y eso es muy diferente, porque toda la herencia indígena en la Nueva España estaba alrededor de la capital, mientras que en el virreinato del Perú imperaba una polarización entre el Cuzco con su herencia incaica y la nueva ciudad, casi marítima, de Lima, el Callao.
Esa primera diferencia tiene mucha significación, sobre todo en el siglo XVIII, cuando crece una nueva conciencia entre la nobleza indígena cuzqueña y esta comienza a proponer una visión alternativa a la de los descendientes de la conquista española, los dueños del virreinato de Lima. Estaba creciendo la regionalización etnocultural en el Perú, y no pasó nada parecido en la Nueva España, porque no había ninguna nobleza precolombina comparable con la del sur andino. La situación etnocultural era distinta en la Nueva España, donde el mestizaje era más profundo que en el Perú. Y si entramos en el periodo de la crisis de la monarquía, México comenzó con la política equivocada, ambivalente mejor dicho, del virrey José de Iturrigaray, a quien los gachupines derrocaron en septiembre de 1808. No pasó nada comparable en el Perú porque el virrey José Fernando de Abascal, entre 1806 y 1817, ejercía un gran control político. Fue muy hábil ese virrey: de ninguna manera se permitió la ambigüedad, fue un político dedicado a mantener la unidad de la monarquía. Además, el impacto de las reformas borbónicas en el Perú fue otro en comparación con México. Hay similitudes, como la oposición del consulado de México a las reformas, que también tuvo su correlato en Lima.
México estaba en pleno auge en ese periodo. Pese a la división terrible entre las clases sociales y a la pésima distribución de las riquezas, México era un país muy rico, sobre todo en comparación con España; no olvidemos que fue el acreedor del gobierno metropolitano español, sobre todo en la década de 1790-1800. Eso no pasó con el Perú, que, aunque mantenía un cierto superávit en su presupuesto antes de 1810, tenía un crecimiento de la producción minera mucho más lento y vulnerable y su situación económica general era mucho más pobre que la de México. Cuando ocurrió la crisis de la independencia y se presentaron las revoluciones de Buenos Aires o del Alto Perú, la situación puso al virreinato del Perú en una crisis que, con perspectiva, podemos afirmar que era mortal.
¿En qué medida el valido Manuel de Godoy, el Príncipe de la Paz, al cual le toca jugar generalmente un papel de villano en 1808, inventa “un estilo personal de gobernar” –para usar la conocida expresión de Daniel Cosío Villegas– que se volverá la esencia del caudillismo en todo el mundo hispánico durante los siglos XIX, XX y quizá el XXI? ¿O más bien es el fantasma de Fernando VII el que nos dominó durante tanto tiempo?
No estoy de acuerdo con su visión de Manuel de Godoy, y ya hablaremos de su gran enemigo, Fernando VII. Godoy no es un primer caudillo hispanoamericano, de ninguna manera, ni tampoco es un caudillo en la historia de España. Fue, en muchos aspectos, un accidente. Favorito de Carlos IV y de María Luisa de Parma, la reina, su subida al poder fue resultado de una crisis en la política española debida al impacto de la Revolución francesa y la ejecución de Luis XVI. Hasta ese momento los ilustrados habían mantenido un cierto predominio dentro de los ministerios de los reyes Carlos III y Carlos IV, pero apenas podían mantenerse por la presión conservadora y clerical de los círculos reaccionarios. Entonces, Carlos IV, que no era un hombre muy inteligente ni tampoco un político agudo, estaba a punto de perder el control en un momento muy peligroso y se ligó con el joven oficial Godoy, eligiéndolo como un tipo de figura intermedia entre los dos extremos, aunque lo odiaban más los conservadores y los clericales que los ilustrados y sus sucesores, que lo menospreciaban. Y cuando creció, odiado, Fernando VII como Príncipe de Asturias en el palacio, Godoy fue visto como un peligro para su sucesión al trono. Esa es la posición verdadera de Godoy en la historia; ello explica su caída en el motín de Aranjuez, la desgracia del pobre Carlos IV y de María Luisa, quienes dejan un hueco al centro de la política española que provoca la crisis en América.
Fernando VII es otro fenómeno: en 1808 era, verdaderamente, el símbolo de la unidad de la monarquía. Pero cuando llegó en persona a España, en abril-mayo de 1814, lo hizo como símbolo de las divisiones incurables que perduraron durante siglo y medio, la polarización entre las dos Españas: la España liberal, constitucional, reformadora, y la España clerical, conservadora, reaccionaria, monarquista, absolutista, carlista. Todo se origina entre 1814 y 1820: el gran periodo de fracaso en la historia de la España imperial es el absolutismo restaurado de Fernando VII.
Pero, hablando de Cádiz, de sus cortes y de la incomprensión de las demandas americanas por parte del liberalismo peninsular, ¿no es en ese año de 1812 cuando se escribe el guión de lo que ocurrirá después de 1820? ¿Por qué, siendo la palabra “liberal” de origen hispánico, hemos vivido doscientos años con la sensación de que entramos tarde y con el pie izquierdo en la modernidad? Dice usted, en La política española en una época revolucionaria, 1790-1820 (1985), que tanto el liberalismo de 1812 y de 1820 como el bonapartismo de los afrancesados provienen de un tronco común, absolutista pero ilustrado. ¿Qué ocurrió entonces?
La experiencia gaditana es fundamental para comprender la historia de la América española en las décadas de 1810 y, adelantando un poquito más, de 1820, porque la Constitución de Cádiz tuvo influencia más allá de su vigencia particular. Estuvo en vigor la Constitución de Cádiz en México, a partir de la Independencia, porque Iturbide la reconoció, y estuvo vigente hasta el triunfo del Plan de Casa Mata, en la primavera de 1823, cuando las provincias se rebelaron contra el centralismo de México, lo cual implicó, a su vez, la destrucción del sistema gaditano. Porque la constitución gaditana y la política de los liberales de las cortes era una política unitarista que buscaba mantener la unidad de la monarquía hispánica. Ellos estaban continuando, por otros caminos, la vieja política de los ministros borbónicos que trataban de mantener la unidad del imperio por medio del absolutismo renovado y fracasaron. Por eso cayó el régimen y los liberales se adueñaron del poder en 1810; trataban de remodelar tanto el imperio como la nación española. La Constitución está en nombre de la nación y la define por primera vez. Esta nación no es solo España y sus provincias: está constituida por los reinos de España que formaban parte de la nación española, que incluían a toda la América, las islas Filipinas y otras islas del Pacífico, como las Marianas y las Carolinas. Obviamente esa definición de “nación” llegó a ser inaceptable para los separatistas americanos.
El problema dentro de las cortes fue que los diputados americanos nunca pudieron convencer a la mayoría peninsular de que les otorgasen una verdadera igualdad de representación basada en un criterio demográfico, ya que la población americana era mayor que la población española. Para los españoles esto representaba una amenaza, la de la dominación de las cortes por los americanos, y las cortes no estaban dispuestas a devolver el poder a nadie: ni a las regiones dentro de la península ni a las Américas. A quienes ahora llamamos, retrospectivamente, los “autonomistas de 1808” eran grupos de poder que ya dominaban México. Eso significaba “autogobierno”, y las cortes se opusieron por completo. Las cortes de Cádiz rechazaron, en conclusión, la verdadera igualdad de representación, así como cualquier versión de la autonomía, y se opusieron a la igualdad de comercio por parte de los puertos americanos con los puertos españoles. Mientras que los puertos de España podían comerciar libremente, pagando impuestos, con otros puertos autorizados que estuviesen en paz con España, eso le fue negado a los puertos americanos, obligados por ley a respetar el monopolio económico peninsular.
¿Qué pasó con el mundo de lengua española a la hora de entrar en el siglo XIX, liberal y democrático? Leyéndolo a usted, interpreto que había dos tradiciones, por así llamarlas, modernas, que entran en conflicto en la España de 1808 y durante la siguiente década en Hispanoamérica; dos tradiciones que provenían del despotismo ilustrado, reivindicado, por un lado, por los afrancesados, Napoleón y la Revolución francesa y, por el otro, el absolutismo ilustrado local, de Aranda y Floridablanca y todos ellos. Estas dos tradiciones chocaron, no se combinaron, y parece ser que el mundo de lengua española llega, pongamos una fecha, cuando muere Fernando VII en 1833, a una situación de agotamiento. Se nos cerró la puerta en la cara.
Tengo la impresión de que hubo una división muy fuerte dentro del grupo ilustrado, cuya primera generación, durante los reinados de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, giró alrededor del ministerio. Pero, durante el reinado de Carlos IV, estuvo muy desanimado ese grupo, desilusionado de la capacidad política del gobierno real para continuar la política ilustrada de Carlos III. Varios individuos entre ellos estaban preparados para alinearse con el bonapartismo con el fin de lograr los objetivos modernizadores que habían deseado bajo el gobierno de Carlos IV. Así ocurrió: la primera constitución en el mundo hispano no fue la de Cádiz sino la constitución napoleónica de Bayona, y en ella hubo representación americana, por lo menos en teoría. El régimen de José Bonaparte, pero efectivamente Napoleón, abolió el Santo Oficio de la Inquisición en 1808, mientras que sobrevivió cinco años más en el régimen gaditano, porque los liberales no pudieron abolir ese tribunal sino hasta febrero de 1813. Entonces ya había mucho desánimo, y eso explica no solamente la posición que tomaron los afrancesados sino también individuos como José María Blanco White, que se fue de España, hacia Inglaterra, en 1810, cuando cayó la Junta Suprema de Sevilla. Alguien como Blanco White, un liberal, se alineó con la política inglesa, creyendo en la forma de gobierno de Inglaterra como un modelo para la España del porvenir. La polarización no fue únicamente entre los ilustrados, pronto bautizados como liberales, capturados en el impulso patriótico, y los conservadores. Estos últimos se hacían oír fuerte y su influencia fue aumentando hasta que, cuando estaba liberada la mayor parte de la península, la mayoría votó por los serviles e hicieron perder a los liberales su mayoría en las cortes para que Fernando estableciera su absolutismo. Los afrancesados fueron llamados traidores y escaparon, los que pudieron, a Francia. Hubo también una asociación de algunos ilustrados y reformadores con los ingleses, con el círculo del Lord Holland, por ejemplo, en Sevilla.
Usted hace, en Raíces de la insurgencia en México, una historia regional de cómo fue por dentro esa agitación social que llevó a la independencia, de cuál fue la naturaleza de la insurgencia. ¿Concuerda usted con esa versión de la independencia de México que dice que Hidalgo y Morelos fueron, por su carácter de sacerdotes provincianos, rebeldes populares más interesados en la cosa social que los grandes caudillos de la independencia en la América del sur? ¿Qué es lo que los hace idiosincráticos o cuál es la característica que, según usted, es más propia de Hidalgo y Morelos? ¿En qué medida, finalmente, 1810 se refleja en el espejo de la Revolución mexicana, que usted también ha estudiado en su Historia de México (2001 y 2006)? ¿1810 y 1910 se pueden recordar juntos?
Hidalgo, Morelos y los jefes iniciales de la insurgencia tenían sentimientos más bien que raíces, sentimientos hacia la gente ordinaria, y ello es explicable también porque México había entrado en una crisis económica y social profunda. Más allá del grito de Dolores en 1810, el país padecía una dislocación en la producción minera, crisis en las haciendas, alza de precios, escasez de comestibles básicos… Sacerdotes de parroquia como Hidalgo y Morelos eran bien conscientes de ello, a pesar de sus propósitos políticos mayores, y ese no fue exactamente el caso de los caudillos de la insurrección en América del Sur.
Hidalgo abolió la esclavitud en Guadalajara. Sin embargo, hay que distinguir a México de, por ejemplo, Venezuela: México no era un país de esclavos y por lo mismo podía abolir la esclavitud sin demasiados problemas. Pero más importante es quizá la declaración de Morelos en Aguacatillo, en Tierra Caliente, a fines de 1810, aboliendo las diferencias de casta preservadas en el sistema jurídico y legal de la colonia. Estaban minando todo el edificio jurídico de la colonia española, negando la distinción oficial de castas, etnias, razas, corporaciones, cuerpos, la diferencia entre repúblicas de indios y el resto de la población. Eso implicó, negativamente y durante todo el resto del siglo XIX, destruir la protección corporativa de las repúblicas de indios exponiendo a la población indígena, a la comunidad y a las etnias, a estar sin protección legal para sus tierras, mismas que también tenían ingresos y un propósito religioso. Esa dimensión social se notó cuando la rebelión se volvió insurgencia sin dirección coordinada, bajo jefes y bandas locales que antes eran bandidos, contrabandistas o ladrones de caminos pero también campesinos y trabajadores de campo, jornaleros y gañanes. Esa dimensión social distingue profundamente a la insurgencia mexicana de las rebeliones sudamericanas. Aunque debe decirse que allá, en muchas localidades, en Nueva Granada, en Venezuela y en el Perú, hubo una marcada participación popular.
¿Le parece normal que en México se prefiera recordar 1810 y no 1821? ¿Cree que, por ejemplo, Agustín de Iturbide, que ha sido el portador de una leyenda negra en la historia mexicana, acabe por ser reivindicado tras el examen cuidadoso y objetivo de tantos historiadores, usted entre ellos? ¿No ha sido suficiente toda esa investigación para quitarle ese hálito de traidor y de fundador ninguneado de un país?
México se separó, con el triunfo del Plan de Iguala en septiembre de 1821, del gobierno español, pero no de la monarquía hispana ni de la dinastía de los Borbones. Entonces, en este sentido, la Independencia data de esta fecha o, si se prefiere, de 1823, cuando cayó el iturbidismo y México se encaminó hacia el republicanismo y el federalismo. Pero habiendo dicho eso no hay manera de negar el profundo, insospechado impacto de la rebelión de 1810 y se puede argumentar que sí, que el proceso de independencia comenzó el 16 de septiembre de 1810 cuando el padre Hidalgo tocó la campana de Dolores. Pero no terminó en 1810 ni México logró su independencia en 1810: ni Hidalgo, ni Allende, ni Morelos, ni López Rayón, ni Guerrero llegaron a ser el George Washington o el Thomas Jefferson de los Estados Unidos Mexicanos. En ese sentido, como políticos, fracasaron aunque la insurgencia continuara combatiendo hasta tal punto que el ejército real apenas podía sostener más la lucha cuando, por los años 1818-1821, Iturbide estaba virtualmente obligado a llegar a un acuerdo con Vicente Guerrero porque no podía derrotarlo en Tierra Caliente.
Fue entonces cuando ambos llegaron a un acuerdo, y el grupo que perdió a causa de ese acuerdo en Iguala fue el de los peninsulares, identificados con la unidad del imperio, con la dinastía, con la hegemonía peninsular y con el viejo estilo absolutista. Iturbide sacrificó al régimen real, que había defendido en 1810, para llegar a un acuerdo con el resto de la insurgencia e imponer una nueva solución. Pero de todos modos, al penetrar Iturbide en Tierra Caliente, en 1820, se arriesgaba a una derrota pese a estar a punto de recuperar su posición política ante el gobierno virreinal, que lo había destituido en 1816. Iturbide no es “el hombre de la situación”; es una mala elección por parte del destino: no era un político capaz, como se ve en su conducta política durante el periodo de su hegemonía. Entonces el primer Imperio mexicano solamente sobrevivió unos meses por la incapacidad política de Iturbide.
Existe una interpretación dentro de la empresa ocupada en quitarle a Iturbide algo de su peso muerto que tiende a responsabilizar al Congreso del fracaso del imperio. ¿De alguna manera Iturbide fue víctima de una asamblea irresponsable?
No lo creo. Iturbide era un político incapaz que no tenía la intención de continuar con un Congreso de ese tipo y que favorecía un tipo de Congreso más bien corporativo y ciertamente un senado de forma corporativa. No fue un liberal Iturbide, a pesar de que la Constitución de Cádiz quedó vigente durante su régimen. Iturbide no fue víctima del Congreso sino víctima de su propio pasado durante la insurgencia, víctima de su propia conducta.
Usted ha escrito también una breve historia de México y ha trabajado a Juárez y la época de la Reforma. Quisiera preguntarle: ¿qué significa para usted esta conjunción que se da entre el bicentenario de la Independencia en 1810 y el centenario de la Revolución Mexicana de 1910?
A mí no me gustan, instintivamente, las comparaciones diacrónicas, como la de 1810 y 1910. De vez en cuando, claro, hay que hacer esa clase de comparaciones, pero en este caso resultaría no solo diacrónica sino anacrónica, porque omitiría la importancia de la Reforma, y no se puede comprender la Revolución mexicana sin estudiar la Reforma, la Constitución de 1857 y las consecuencias del triunfo de la República en 1867; por eso me metí en el estudio de Juárez. Además, tenía yo otras razones: me interesaba su pasado en Oaxaca porque había estudiado esa región durante mi doctorado.
Es interesante ver el contenido social de la revolución de 1810 y el marcado carácter social y económico de la revolución de 1910, pero la posición de México en el mundo y en la economía mundial era muy diferente en 1910 que un siglo antes. Además, 1910 es el primero de los grandes movimientos revolucionarios del siglo XX y tiene una dimensión comparativa más rica en relación con las otras revoluciones de la época, en el resto del mundo.
Con respecto a la celebración del bicentenario de 1810, que involucra el tema de la formación de la nación, la identidad y la autopercepción de los latinoamericanos en general, sería desastroso caer en pequeños nacionalismos, viendo el mundo o viendo la historia mexicana por un telescopio. El bicentenario es una oportunidad para hacer estudios comparativos de los procesos ocurridos en países como Guatemala o Cuba, donde no hubo una revolución de independencia. Comparar todos estos territorios, principalmente dentro del mundo hispanohablante y luego en relación con Brasil, para luego continuar haciéndolo entre distintas ciudades y con las dos viejas monarquías ibéricas, relacionando regiones, provincias y centros: eso sería una hazaña maravillosa. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile