La familia monstruo

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2022 ha sido un año, fílmicamente hablando, de monstruos y súcubos, incluso en el cine español, que los prodiga menos, no por respeto a la metafísica, piensa uno, sino por más pedestres razones presupuestarias. El caso es que después de haber leído, en dos sentadas de un mismo día, la novela de Sara Mesa La familia (Anagrama, 2022), que comprime en apenas doscientas páginas una saga de aventuras familiares y tiempos históricos salteados, fui el siguiente a ver Avatar: el sentido del agua, que necesita 190 minutos para desarrollar la segunda parte de una legendaria y trepidante guerra familiar que muy probablemente continuará en nuevas entregas hollywoodienses, a la vista del éxito que también está teniendo esta en los cines de medio mundo; la primera, Avatar, ostenta el récord de ser la más taquillera de la historia.

La condición marítima es un atractivo de la película de James Cameron, un cineasta al que parece inspirarle el agua, cuyas delicias y peligros filma como nadie; no creo haber visto su temprana Piraña II: los vampiros del mar, aunque su título ya es elocuente, pero sí recuerdo bien las emociones que me produjo Titanic siendo yo, he de confesarlo, un adicto al cine de naufragios.

El cotejo o comparación de la novela de Sara Mesa y el blockbuster de Cameron no puede ser formalista, y tampoco moral o temático. Las familias protagonistas de ambas obras ni se parecen entre sí ni son felices, aunque en la encarnizada contienda de los tulkun y los sully cameronianos, uno de los dos bandos, no diremos cuál, consigue un happy end. Pero volvamos al monstruo, que es el tema de este artículo mixto. Creo que la esencia de la monstruosidad fue bien plasmada, de modo sucinto, con la frase que Mary Shelley pone en boca de su criatura novelística Frankenstein: “Soy malo porque soy desgraciado.” Y si los personajes torcidos y aun retorcidos de La familia nos atraen tanto es precisamente porque maldad y desgracia no es en ellos una voluntad ejercida ni un designio; son de apariencia normal, mansos y acogedores, y tan buenas personas como podemos serlo nosotros, los lectores. Sara Mesa elude con gran sabiduría lo que antiguamente se llamaban “emociones a flor de piel.”

El problema o la incertidumbre se les presenta a los espectadores de Avatar: el sentido del agua, a quienes nada se les escamotea, ni en la pantalla ni en la banda sonora tan presente; al contrario, al público de los cines, que es el natural, yo diría que el único adecuado para apreciar en su justo valor esta película hipervisual, se le inunda en el patio de butacas donde toma asiento, equipado con sus gafas supletorias, de una incesante catarata de imágenes y efectos especiales en la que el director y su equipo técnico trabajan constantemente para cautivarnos con la –digámoslo sin ninguna intención vejatoria– anormalidad de su galería casi humana, que ama y llora como lo hacemos usted y yo, que tiene memoria, que habla unas lenguas inteligibles y cree asimismo en el poder de los vínculos atávicos, sin dejar de ir por la vida en su extravagante desnudez casi total, y ostentando su color de piel, azulado o verdoso según las etnias provengan del bosque o de la costa marina. Son seres de fantasía con un parecido aproximado a nuestro físico pero difuminado, como si el molde de su concepción hubiera sufrido un desperfecto y todos ellos viniesen al mundo con mácula; decir “pecado original” resultaría exagerado.

Es un juego de prestidigitador o quizá de trilero intelectual querer trazar un paralelo entre La familia y las familias de Avatar: el sentido del agua. Todo las separa y las hace antagónicas, si bien ambas obras exploran y no se detienen ante los peligros de una amenaza latente sufrida de distinto modo y en distinta intensidad por sus personajes: malvados del dolor y la desdicha. La novela brilla en el mucho decir diciendo poco, suprimiendo lo episódico y dejando algún cabo suelto en la narración. El lector ha de hacerse su propio mapa, y Mesa no le da subterfugios ni atajos. Cameron, por el contrario, recarga su película y se complace en no darnos tregua, en no dejar nada al azar de nuestra curiosidad: todo es espectáculo programado y conseguido. Un derroche de medios, de signos y de trucos, no pocos reiterados golosamente, hasta la saciedad.

Al lector y espectador que soy yo, ver en pantalla a una familia entera con orejas picudas y rasgos de murciélago, como exigen los nuevos códigos de la animalidad fantástica, le despierta en un principio la curiosidad, aunque tanto en el cine como en la ficción escrita prefiero mil veces la carne y el hueso a la realidad animada en dibujo. Sin embargo Cameron, además de un notable talento de imaginero dispone de mucho dinero, y el lego como yo se pregunta: ¿cómo habrán hecho esa danza de los cangrejos con alas y los rodaballos (o una especie aplanada que se les parece) que vuelan? Luego uno se entera de que tales virguerías es lo más fácil del arte del ilusionismo fílmico, aunque cueste lo suyo. Mis set pieces favoritos en Avatar: el sentido del agua son los navíos ballena saltando sobre un fondo de bello diseño romántico, las Rocas de los Tres Hermanos o los ballets subacuáticos, alguno de ellos memorable. También abundan las filigranas, de otra densidad y otra delicadeza, en el libro de Sara Mesa, donde todos, hasta los figurantes, son antropomorfos, y la única especie animal es un perro con el nombre alusivo de Poca Pena; muy vistoso, aunque no tenga rasgos gatunos ni epidermis azul, el importante personaje del Tío Oscar.

Aquí hablamos de monstruos actuales y de su proliferación en el cine que se ha visto en el año 2022; desde los caníbales guapos de Hasta los huesos de Luca Guadagnino a los monstruos sagrados de Nop, no olvidando a los hermanos bestias de As bestas. Para mí el sentimiento de la rareza, de la “otredad” desgraciada, lo aborda mejor que ninguna otra película reciente Mantícora, de Carlos Vermut. Claro que se me podrá decir que Vermut también echa mano de los efectos especiales: su protagonista solitario, Julián (excelente interpretación de Nacho Sánchez), es un diseñador de videojuegos que crea en sus imágenes una familia imposible de tener sin hacer daño. Julián lo hace, y se lo hace a sí mismo, pagando por violar lo que tiene prohibido el más alto precio. A su modo, Mantícora es un filme en tres dimensiones, que debería verse con las gafas del cine en relieve con las que vemos, a menudo sobresaltados, Avatar. Lo monstruoso que Vermut nos cuenta con contenida elegancia no tiene aquí aparato, pero es de verdad. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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