Y es que nos amábamos tanto (fragmento)

Por cortesía de Gris Tormenta, publicamos este extracto del libro La experiencia del amor, en el que el autor recuerda y describe los dos grandes amores de su vida.
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Gris Tormenta publica su más reciente antología en coedición con la Universidad Veracruzana: La experiencia del amor, el undécimo título de la colección Disertaciones.

¿Cómo se percibe el amor luego de experimentarlo durante décadas? ¿Cómo acercarse a una idea tan trascendental y elusiva? ¿Es una relación generacional o universal? Entre el ensayo y el eco poético, doce voces exploran los caminos que, más allá de la búsqueda de una definición rígida, se acercan o rodean el tema desde la vivencia y la memoria tamizadas con los años.

En el siguiente adelanto del libro, el escritor y guionista cubano Leonardo Padura nos conduce por sus recuerdos y describe aquí los dos grandes amores de su vida: la literatura y su pareja. En el fragmento que compartimos, surge la interrogante de si acaso el amor —en cualquiera de sus formas— está predestinado o si debemos buscarlo activamente; ¿o tal vez un poco de ambos?

***

Fue durante una memorable Semana de Cine Italiano celebrada en La Habana en 1975 cuando recibí la tremenda conmoción estética y sentimental que me provocó el encuentro con Nos amábamos tanto (C’eravamo tanto amati). Esa película, que un por entonces joven Ettore Scola había estrenado el año anterior, cuenta la historia de treinta años de la vida de tres amigos, en realidad tres camaradas que compartieron armas, rigores y miedos en las trincheras de la resistencia italiana durante la Segunda Guerra Mundial. Pero esos tres personajes son también unos hombres que, en el transcurso de sus dispares existencias, se enamoran y aman a la misma mujer, con todas las complicaciones que tan incontrolable y desestabilizadora atracción nos imaginamos que puede provocar… y provoca. Tres hombres que se han amado y han amado y que, pasado el tiempo, en un momento climático del filme, se deben preguntar qué es lo más importante: si la honestidad, la fidelidad o la búsqueda de la felicidad.

Todavía hoy soy capaz de evocar el júbilo estético y el desasosiego sentimental con que abandoné la sala de cine, pues aquel relato de amores, amistades, lealtades y traiciones, más que la impronta artística de lo verosímil, cargaba el sabor amargo de lo real y posible, y porque me ofrecía –creo que sin saberlo de un modo cabal– una revulsiva lección de vida: todos nuestros sentimientos, nuestras mejores pertenencias existenciales –el amor, la amistad, la solidaridad–, siempre están en peligro de deteriorarse por los avatares a que nos exponen el paso del tiempo y ciertas convulsiones sociales, aunque por fortuna nos queda la posibilidad de resistirnos, de perseverar. La película me había hablado al oído y me correspondería a mí y a mis capacidades asimilar su mensaje.

Hace años que no he vuelto a ver Nos amábamos tanto y tal vez no lo he hecho por temor a romper uno de los encantos de los grandes placeres vividos, esos que alojamos en las mejores dependencias de la memoria: el miedo a no poder repetir su disfrute original por los naturales y lacerantes desgastes del envejecimiento. En este caso, de dos envejecimientos: el que, como sabemos, puede afectar a los lenguajes y estrategias de la obra de arte y, sobre todo, el que estamos seguros nos afecta a cada uno de nosotros si hemos logrado llegar a unas edades llamadas provectas. Porque a estas alturas de mi vida es muy probable que no procese igual, con la misma pasión y capacidad de deslumbramiento, esa historia de amor y de amistad que disfruté por primera vez con veinte años. Ahora lo haría del modo permeado por los aprendizajes y experiencias acumulados, ya en la cuesta de mis actuales sesenta y seis, cargados de nostalgias, pero, a la vez, de escepticismos y desencantos.

Creo que en mi vida he podido disfrutar de dos grandes amores escogidos: el de una mujer y el de una profesión. Pienso que el resto de mis afectos, aficiones y obsesiones mayores ya venían estampadas en mi código genético (por decir algo que resulta fatalmente indeleble): el amor a mi familia, la pasión por el beisbol, el culto a la fraternidad, la pertenencia nacional que arrastro y me define como persona y miembro de una comunidad cultural.

Curiosa o tal vez necesariamente, la mujer y la profesión llegaron casi al unísono o, cuando menos, funcionaron como complementos precisos para conformar los que serían los rumbos más importantes del resto de mis días y para darme más satisfacciones de las que ni en el más exaltado delirio yo hubiera podido pergeñar.

El mismo año en que sufrí la conmoción que me provocó Nos amábamos tanto, ingresé en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana y comencé a adentrarme en el mundo de la literatura. La elección de tal carrera fue más coyuntural que vocacional: mi aspiración era estudiar periodismo para escribir sobre beisbol (ya que no se me daba bien jugarlo, por más que me hubiera empeñado), pero como en los países socialistas todo debe estar planificado, un planificador socialista había decidido que en la isla había suficientes periodistas y ese año no abrió la matrícula de la carrera. Y ese tropezón, en su momento indeseable, me llevó al que sería el camino que ha seguido mi vida. Porque fue estudiando mi licenciatura en Letras cuando muy pronto tomé la aventurera decisión de que intentaría ser escritor, una posibilidad que hasta entonces ni siquiera había considerado. Y cuando comenzaba a intentar decir algo sacado de mi cabeza, ya en guerra con los adjetivos, apareció la persona a la que pretendí conquistar con el poder de las palabras.

Fue en 1978 cuando conocí a la que sería el ser humano más importante de mi vida, de la que me enamoraría desde entonces y sin la cual ni yo sería el hombre que soy, ni mi literatura, la que es. Las circunstancias que me permitieron encontrar a esa persona, mi mujer (y puedo poner todos los énfasis posibles en el posesivo) fueron de cierta forma rocambolescas, un poco azarosas, pero la perspectiva de los años me ha permitido concluir que «aquello estaba deseando ocurrir», como diría Marco Aurelio, o quizá más: aquello tenía que ocurrir para que ocurrieran todas las otras cosas que desde entonces han sucedido, las que están sucediendo. Para que se construyera lo que ha sido mi destino.

El cruce (o mejor, la convergencia) de esos dos encuentros amorosos, convertidos en una sola pasión, incluso en una forma de vida, me han sostenido por más de cuarenta años, entregándome infinitas satisfacciones. Cuatro densas y largas décadas en las que, por supuesto, he debido tomar infinidad de decisiones, deseadas e indeseables, meditadas o forzadas, que han resultado más llevaderas precisamente por la persistencia de esos amores que me han apuntalado y se han añejado, pero no envejecido, y con los cuales lidio cada nuevo amanecer. Porque, a pesar de ser satisfactorios, no han sido amores fáciles de practicar: la literatura siempre se me presenta como un reto (y quizá por eso la amo más) y la convivencia como un ejercicio que no solo debo realizar cada día, sino aprender a hacerlo al lado de una persona que, más que respuestas, siempre tiene preguntas o dudas que me conducen a las autoindagaciones previas a las tomas de muchas decisiones.

En el caso específico de mi relación amorosa con mi mujer, todavía hoy, cuarenta y cuatro años después de haberla besado por primera vez, conservo la capacidad de mirarla con cierto deslumbramiento, sin poder dejar de preguntarme cómo logré conquistarla y, sobre todo, cómo he logrado conservarla y disfrutarla a lo largo de tanto tiempo. La única respuesta posible es que nuestro amor encontró satisfacción no solo en los choques físicos, sino y sobre todo consiguió forjar una extraña y muy compacta relación de complemento humano e intelectual, una tierra fértil, muy propicia para nacer, crecer y permanecer. Por ello, si bien físicamente hemos envejecido juntos, hemos tenido la fortuna de haber crecido espiritual e intelectualmente en cercanía, de alguna forma construyéndonos uno al otro a lo largo de los años y, con tal conexión, creo haber podido comprobar que, en verdad, existen almas gemelas, seres de algún modo predestinados para encontrarse y andar y desandar juntos su residencia en la tierra. ¿O nos encontramos por un simple azar concurrente, como lo llamaba Lezama Lima?

La permanencia o la persistencia de esos dos amores, que aun profeso con intensidad, han tenido muchos efectos sobre mi modo de transitar por el mundo y son los causantes, entre otros beneficios, de que a estas alturas de la existencia todavía pueda sentir que tengo cosas que decir, intimidades que disfrutar, posesiones a las cuales aferrarme y otras de las cuales debo desprenderme y hasta muchas lecciones por aprender. En dos palabras: que todavía sienta en mi cuerpo y en mi mente alientos de juventud. ~

La experiencia del amor es parte de la colección Disertaciones de Gris Tormenta: antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces o alrededor de una pregunta que sugiere una disertación colectiva. Participan también: Julian Barnes, Natalia Ginzburg, George Steiner, Carmen Boullosa, Raúl Zurita, Nélida Piñon, bell hooks, Eduardo Milán, Elvira Hernández y Mark Vernon. El prólogo es de Francisco Segovia.

Gris Tormenta es un taller editorial que imagina y edita libros que reflexionan sobre la cultura y el pensamiento contemporáneos. Títulos que amplían la curiosidad del lector y buscan un entendimiento más rico del mundo actual. Más que descubrir nuevos autores, se proponen nuevas discusiones sobre dudas inquietantes y nuevas lecturas de textos existentes.

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(La Habana, 1955) es escritor y guionista cubano.


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