Michel Onfray nació el primer día de 1959 en una familia de obreros agrícolas de Argentan, Baja Normandía. A la edad de diez años, cuando los jóvenes parisinos despertaban de la resaca de Mayo del 68, su propia madre lo internaba en una institución para huérfanos. La madre maltratadora, que también había sido abandonada de niña y no encontraba fuerzas para seguir criando a su hijo, cedía el flagelo a los sacerdotes salesianos. En aquel orfanato Onfray aprendió en carne propia lo que era el “amor al prójimo” cristiano: castigos corporales, autoritarismo, miseria, hambre. Fueron años temiendo toparse con alguno de los tres o cuatro curas pedófilos que manoseaban o “hacían cosquillas” a los niños. Cada día tuvo que soportar hasta tres horas de deporte al aire libre –los jueves el cross–, sabiendo que el turno para asearse el cuerpo llegaba sólo una vez por semana. Al igual que la comida, cuyo fin era suministrar las calorías mínimas para no desfallecer, el baño se limitaba a un chorro mezquino, administrado por el padre Brillon, que apenas permitía desprender las costras de inmundicia. En aquel claustro reinaba el temor, la suciedad y el hambre. No había espacio para el cuidado del cuerpo, mucho menos para el placer.
La mayoría de los huérfanos dejaron el orfanato convertidos en dóciles miembros de la sociedad. A otros, la dura experiencia los destrozó. El caso del pequeño Michel fue muy distinto. La imposición religiosa, la filosofía ascética y la intransigencia autoritaria que debió soportar lo convirtieron en el más radical de los ateos contemporáneos. Se engañaban los curas salesianos si creían que su cruel austeridad no sería vengada. Aunque Onfray afirma haberse reconciliado con su pasado, incluso con su madre, sus actos filosóficos desmienten sus palabras. Desde finales de la década de 1980, el filósofo francés ha emprendido la mayor revancha imaginable en contra de la visión del mundo cristiano. Onfray se ha propuesto erigir un mundo paralelo, fundado en valores opuestos a los de la Iglesia, en los que prima el hedonismo, el cuerpo y la materia, y todas las nociones cristianas como el ascetismo, el alma o el más allá son arrojadas al basurero de la historia.
La lucha de Onfray ha sido encarnizada. En apenas dos décadas ha escrito más de cuarenta libros y fundado la Universidad Libre de Caen, un centro de estudios gratuito, sin requisitos ni diplomas, donde se enseñan las ideas de los filósofos que sustentan su proyecto existencial. Onfray ha puesto el mundo al revés para desterrar todo vestigio religioso. Desde el erotismo hasta la estética, desde la ética hasta la economía, todas las esferas de actividad humana han quedado trastocadas por su pluma. Si la moral occidental dice ahorro, él celebra el gasto; si pide compasión, él promulga el vigor; si aclama la belleza, él aplaude la transgresión cínica; si enaltece la esperanza, él reivindica el realismo. Las ideas que han moldeado la sensibilidad occidental son su enemigo, y por eso rescata a todos los pensadores que, desde Diógenes el cínico –alegre masturbador que se aliviaba en el Ágora– hasta Michel Foucault –trasgresor de límites que buscaba consuelo en los bares sadomasoquistas de San Francisco–, se han levantado contra ella y cuestionado sus normas.
Varios son los flancos por donde Onfray moviliza su artillería filosófica. El principal es la tradición idealista que va de Platón a Hegel, pasando por el cristianismo y Kant. ¿Qué critica Onfray de esta corriente de pensamiento? Su obsesión por los mundos ficticios, –el mundo de las Ideas, el más allá, la Idea Absoluta o los principios universales–, que impiden ver el aquí y ahora, la realidad de la materia y el cuerpo. El Nietzsche de El Anticristo es su principal guía en estos temas, aunque también toma prestadas varias ideas de los situacionistas franceses. Al igual que ellos, Onfray tiene fija su mirada en la tierra. El cerdo, cuyo cuello le impide mirar al cielo, es un ejemplo inmejorable. La atención del hombre debe estar volcada sobre la vida cotidiana; más aún: debe centrarse en revolucionar estéticamente la existencia diaria para vivir intensamente ya, aquí, no mañana ni en algún mundo soñado que aguarda a la vuelta de la esquina. Esta radical opción por la vida cotidiana lo lleva a aborrecer toda forma de quijotismo o bovarismo. Atender al aquí y ahora demanda extirpar uno de los vicios inculcados por la tradición platónico-cristiana, la de fantasear con lo que no existe. Se empieza creyendo en Ulises y se termina venerando a Dios, pues ambos personajes son simples imágenes idealizadas de lo que el hombre querría y no puede ser. La búsqueda del ideal, la fuga de la realidad a través de la imaginación, son para Onfray –como para los situacionistas– una forma de frustrar al hombre, de negarle el verdadero placer al que puede aspirar y de convertirlo en un ser pasivo, inerte, que espera sumisamente mundos perfectos que nunca llegarán.
Toda la creatividad humana debe estar consagrada a la creación de sí. La obra de arte es la vida individual, la forja de un temperamento, de un estilo, de una manera vigorosa de ser y de vivir. Las mejores páginas de Onfray son las que dedica a este proyecto que funde la ética y la estética, aquellas en las que, retomando la tradición vanguardista y anarquista, celebra el libertinaje, la rebeldía, el erotismo, la posibilidad de hacer con la existencia lo que se desee. Onfray es un constructor de yoes libres, solares y vigorosos, que experimentan y desafían las convenciones –como los cínicos griegos y los artistas contemporáneos– sin temor al rechazo ni a la marginación. La pasión de Onfray por la individualidad no desentona con las ideas liberales. Excepto el rechazo implícito que hace de la literatura –una forma menor de religión–, la ética hedonista, lúdica y libérrima que defiende en La escultura de sí resulta estimulante. Nada que objetar a un proyecto existencial que pretende ampliar el terreno de las libertades personales para que cada cual viva como quiera vivir, goce como quieragozar y cruce –bajo su propio riesgo– todos los límites que quiera cruzar. Lo que rechina al liberal es el paso que Onfray da después, cuando su esquema ético se convierte en un proyecto político, y de constructor de yoes pasa a ser constructor de sociedades… sociedades moldeadas a su imagen y semejanza.
Según Onfray, Occidente ha vivido engañado por veinticinco siglos de idealismo. Primero con Platón, luego con el cristianismo, siempre hemos estado deslumbrados por espejismos. Dios, el alma y el más allá, desde luego, pero también otras creencia perniciosas, como el libre albedrío, nos han impulsado a creer que somos algo más que materia. “Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños”, dijo Shakespeare en La tempestad. Pues bien, Onfray va a argumentar todo lo contrario. Lo que anhelamos, soñamos o deseamos no nos constituye, sólo nos distrae y venda los ojos para impedirnos ver nuestra verdadera naturaleza. El ser humano no está constituido de ilusiones y sueños, sino de materia, y como tal está sujeto a las leyes de la naturaleza. La madre que pega a su hijo, el ladrón que roba, el salesiano que abusa de los huérfanos… ninguno tiene la culpa de lo que hace: “La fuerza ciega que mueve los planetas dirige con el mismo ímpetu inocente a los seres nutridos por sus oscuras energías”.*
Este paso del voluntarismo estético al cientificismo ilustrado resulta sorprendente. Aquel vigoroso constructor de yoes, que con cada frase insuflaba el ardor de la transformación personal, acaba convertido en el más vulgar determinista. El hedonismo de Onfray se reduce a la ley que Helvecio creyó descubrir en el siglo xviii: el hombre siempre buscará el placer y evitará el dolor. Esta ley, a pesar de su aspecto positivo, tiene un trasfondo perverso que conduce al autoritarismo. La razón es simple: descarta la posibilidad de la diferencia. Quien vive bajo otros preceptos no es una persona distinta, que tiene necesidades ajenas a las mías –espirituales, por ejemplo–, sino una réplica de mí mismo que ha sido víctima, como un niño que cree en Papá Noel, de un terrible engaño. La misión del racionalista benévolo será reconducir a los crédulos para que reconozcan su naturaleza hedonista y sean, por fin, verdaderamente libres.
Ahora bien, si el hombre por naturaleza busca el placer, ¿por qué Occidente sigue siendo ascético, idealista, universalista y creyente? Onfray no tiene pelos en la lengua para decirlo: vivimos en la sociedad del control. El capitalismo, con sus fábricas y empresas –“catedrales del dolor”, “lugares del Apocalipsis”–, reproduce la misma lógica totalitaria de los campos de concentración. Las democracias capitalistas no son espacios de libertad, sino feudos donde medra el poder. Antes, el Estado encarnaba la máxima potestad sobre el individuo; ahora, el poder se ha disuelto y está en todas partes. El amor, el odio, el placer, el deseo: todo está atravesado por el poder. Sutiles microfascismos transforman al individuo hedonista en un sujeto atado al trabajo, a las instituciones, a tediosas rutinas y a ficciones que condenan al hombre a buscar consuelo en el consumo compulsivo y en la industria cultural. Onfray, ateo furibundo, no cree en Dios ni en el Espíritu Santo, pero sí en el Poder de Foucault, esa esencia invisible, ubicua y omnipotente que aguarda en cada esquina para dominarnos.
¿Qué se puede hacer contra semejante fuerza? Los situacionistas, que también aborrecían el panorama laboral que ofrecía la próspera Europa de los años cincuenta, decidieron hacer una revolución de la vida cotidiana. La Angry Brigade y los Tupamaros de Berlín Occidental, influenciados por estas ideas, llegaron incluso a poner bombas en Londres y Berlín. Onfray no llega tan lejos. Actualizando la idea situacionista con el discurso de la izquierda anticapitalista contemporánea, propone una “táctica de guerrillas perpetua”, cuya función sea resistir en todo momento al poder. Donde haya autoridad, allí debe haber insumisión: ataque infalible, sin duda, pues al estar en todas partes, cualquier gesto trasgresor, cualquier acto en contra de la civilización occidental, hará blanco en el Poder. ¿Con que fin? Abrir pequeños intersticios por los cuales filtrar nuevas formas de ser, de vivir, de asociarse y de autogestionar la vida productiva.
Este programa hedonista y anarcosindicalista tiene, en mi opinión, cabida en la sociedad liberal siempre y cuando se limite a ser otra opción, no única moralmente legítima. ¿Por qué oponerse a que la gente se asocie y autogestione sus recursos? ¿Qué problema hay en que cada cual viva como quiera –en pareja, en tríos, en comunas– y descubra las formas eróticas que mejor se ajusten a sus caprichos? Si Onfray fuera realmente un libertario estaría de acuerdo. Pero no lo es. Como emancipador, le disgusta la pareja monogámica, el trabajo lucrativo o que la gente crea en Dios, Alá, los noúmenos kantianos o el poder simbólico de la literatura. No concibe que haya pluralidad de valores, necesidades, motivaciones y formas de pensar y vivir; sólo víctimas encadenadas por lazos invisibles que él debe cortar. El constructor de yoes solares tiene una visión tan clara y luminosa de lo que debe ser la vida, que todas las otras formas de existencia le parecen sombrías y pobres. De ahí su urgencia por hacer añicos la sociedad liberal –falsamente permisiva–, el capitalismo –falsamente liberador– y la tolerancia religiosa –falsamente benigna–, y crear una nueva sociedad hedonista donde se filosofará hasta alcanzar la ataraxia de la misma gozosa manera que en el Jardín de Epicuro.
Que Onfray quiera vivir según los principios ateos, materialistas, utilitaristas y hedonistas me parece fantástico, e incluso tentador. Sin embargo, dudo que haciéndolo vaya a crear una sociedad más racional y feliz, o que vaya a entrar en contacto con la verdadera naturaleza humana. Su propósito es tan ficticio como una vida consagrada a Dios. Afirmar que el hombre es sólo materia y cuerpo es inventarse una imagen de sí mismo a la luz de la cual vivir. Ésa es la paradoja en la que se enreda Onfray: queriendo vivir sin falsas imágenes, inventa otra ficción humana, otra posibilidad existencial. ¿Mejor o peor que las demás? Para su fortuna, la sociedad liberal en la que vive –y que aún no ha destruido– no se pronuncia al respecto. Son las personas libres las que deciden si se afilian o no a este proyecto de vida, a esta ficción que les propone en sus libros y cátedras de la Universidad Libre de Caen. Por mi parte, le deseo buena suerte, pues así como los pasajes victimistas y apocalípticos de Politique du rebelle me exasperaron, aquellos en los que recoge el más libertario espíritu de la vanguardia artística del siglo xx me parecen saludables. Eso sí, sigo pensando que el fantasioso Shakespeare de La tempestad estaba más cerca de la verdad que el racionalista Onfray. La venganza imaginativa que ha fraguado a partir de sus dilemas personales parece suficiente evidencia. ~
(Bogotá, 1975) es antropólogo y ensayista. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus).