Cotiza al alza la novela intimista. Tal vez aprovechando que hoy ya nadie consigue escándalo permanente o que la voz en primera persona ha tomado ventaja para narrar introspección y experiencias que quebrantan, el relato familiar o la construcción estoica del yo han adquirido preeminencia en los nuevos autores latinoamericanos, salvo excepciones, algunas de las cuales, en gesto reaccionario, tiran de modo lamentable hacia una especie de relato social de resurrección del subalterno, salpicado de compasión y magia felisbertiana. La nueva novela intimista de nuestro continente se aleja de tales designios y busca moverse hacia el detalle, la fibra misma del encaje de la media, la oportunidad de rozar los últimos tabúes y volverlos discusión postpsicoanalítica.
Sutileza y delirio de época van, pues, juntos, bien tomados de la mano. El problema –uno de los problemas, uno de los mayores desafíos para el novelista– aparece cuando esta índole de novela, llave de acceso a la alcoba, el diván o al sexto piso de una terraza sin tapias, tiene que ubicarse en un ambiente específico. Porque no es lo mismo, digamos, la historia de un perdedor radical, al que le da voz y espesura Annie Ernaux en una ciudad de provincias francesa, que la vida condenada de, digamos, una mujer de clase media de la Ciudad de México, vejada por el conservadurismo de su propia familia. Infancia no es destino, parece; clase social sí lo es. El artefacto de la fabulación se activa cuando el secreto develado en la narración precisa de un momento histórico, de un marco social que, al ser escrito, rompe aquel tabú que fue un misterio sin nombrarse. La novela de la intimidad escrita en español latinoamericano plantea un reto no menor: conjugar la circunstancia microscópica con el engranaje alrededor. Darle pulso y diálogo con su entorno al objeto que descubre una nueva sensibilidad. No existe secreto, no existe misterio, si no hay un revestimiento que lo sancione como tal. De esta manera, tampoco existe intimidad o reserva, el cofre de lo no dicho, si no existe un afuera con el que entra en tensión y mediante el cual este se singulariza.
Dudo que todo esto lo haya tenido en cuenta Emiliano Monge, que en Justo antes del final ha escrito el reverso de su novela No contar todo (2018), es decir, la historia de su familia materna, y más al detalle, de su madre, en setenta capítulos, que inician en 1947, cuando ella nace, y terminan en 2016, cuando el duelo deja bien condensada una sabiduría que se resume en una oración. Monge no es principiante en la escritura novelística y repara en que tiene un personaje único, cuya complejidad y contradicciones van creciendo a medida que transcurren los años. El acecho de la enfermedad mental y las patologías que la interpretan corre con casi todos los personajes que aparecen en la narración, y uno de ellos, el padre de la madre de Monge, resulta una figura que merece para sí misma una biografía, novelada o no. Es improbable que haya puesto atención, en cambio, en cómo conjugar el problema de lo íntimo y personal con su circunstancia, que en este caso no es otra que el México contemporáneo y la condición femenina en él. La hermosa imagen de una niña sentada las tardes de meses enteros en una balaustrada de su casa, sin que nadie cuide de ella ni la advierta, pudo haber sido el inicio de un texto mejor editado, de varios momentos entrañables, pero que falla en resolver qué hacer con la confesión y su época.
El hombre que escribe tiene un tatuaje y le cae nada menos que un rayo mientras redacta su novela. Lo imagino tomando un taburete y colocando al frente a su madre, que empieza a desovillar su historia. En otros momentos lo hace con sus tíos y tías, hermanas del personaje principal. De esta manera, la resonancia de las acciones se va ampliando y el autor logra una suerte de mapa de versiones, es decir, un plano complejo de una mujer que crece en una familia singular, a veces sin compañía, a veces harta de tenerla, hasta que consigue salir de su casa, forjarse su propio camino sexual, amoroso y laboral, y vivir la experiencia de la maternidad con un hombre que va y vuelve de su vida.
Hasta aquí hay poco que reprocharle a Monge. Quizás el uso anafórico de la misma frase en cada inicio de capítulo, “Tu madre te contará”, que hace las veces de introducción de un texto que muy bien puede valerse de argumentos y voces distintas sin una muletilla que provoca tedio. Quizás el uso reiterado de los incisos para explicar quién está hablando, dónde está situado y cómo lo hace. Pero el problema principal de Justo antes del final es no saber colocar en órbita las tensiones entre el adentro y el afuera de la novela. Como si de un cuadro impresionista se tratara, la segunda voz en singular le da vida a una mujer de infancia triste, pero con suerte y agallas para tramitar su propio derrotero. Monge opta por la vía más fácil, la que ya se vio en El año del Búfalo (2021), de Javier Pérez Andújar, de enumerar los acontecimientos históricos que fueron decisivos –¿para quién?– cada año, a la manera de una lista de Wikipedia o de un anecdotario que quiere explicar las correspondencias entre la vida de su madre y lo que sucede afuera, en la historia política, científica y cultural del mundo.
Pudo Monge haber prescindido de esta sección en cada capítulo. La vida de su madre habla por sí misma de los cambios a su alrededor, igual que de los avances científicos y la progresiva conquista de derechos ciudadanos. Pudo también haber dejado que hablaran los personajes sin tanto esclarecimiento, sin tanto afán explicativo mediante, y optar porque la narración en segunda persona invitara al lector a dilucidar el orden de las voces y sus querencias. Cuando la manía por aclararlo todo se despeja, cuando se barre la gravilla, el autor consigue momentos notables. Parece necesario pedirle que hable el torrente de su propia memoria, tal vez las voces que desde adentro suyo van escribiendo un libro distinto, lejano y cercano de este a la vez, pero definitivamente más arriesgado. ~
es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.