Cuando hablo de mi último libro, The Future of Liberalism, y especialmente cuando lo hago ante un público más conservador, suelen preguntarme de qué liberalismo soy partidario: del “liberalismo clásico” con su preferencia por el mercado y su creencia en la libertad individual, o del “liberalismo moderno” y su confianza en el Estado y su compromiso con la igualdad. Sin duda, ver dos clases distintas de liberalismo es un error. Es cierto que Adam Smith arguyó a favor del mercado, así como John Maynard Keynes defendió la intervención del Estado. Pero el liberalismo, como yo lo defino, consiste en que el mayor número de gente tenga tanto que decir como sea posible sobre la dirección que tomarán sus vidas.
En el siglo xviii los legados del feudalismo y las reglas del mercantilismo crearon una situación en la que los mercados libres podían dar a la gente un mayor control sobre sus vidas y, al mismo tiempo, extender esa capacidad a otros. Smith, aunque sea hoy reivindicado por los libertarios, era un liberal, de hecho uno de los grandes pensadores liberales, no por su gran contribución a la teoría económica sino porque desarrolló una filosofía moral con respecto a la libertad y la igualdad.
Bajo las condiciones del capitalismo contemporáneo, por el contrario, la autonomía individual está amenazada por la pobreza, la inestabilidad económica y el poder empresarial concentrado. Utilizar el control del gobierno sobre las fluctuaciones económicas, como sostuvo Keynes, dio a la sociedad la capacidad de mejorar la habilidad de cualquier persona para ser más autónoma y la de extender esa misma noción a un mayor número de personas. Keynes, miembro del Partido Liberal británico, nunca fue socialista. Él, como Smith, fue un liberal porque también él respetaba la libertad y la igualdad al mismo tiempo.
Pero la autonomía, así como la igualdad, se constituye siempre en un contexto social. El liberalismo es tanto una filosofía sobre cómo debería organizarse la sociedad como una defensa de la autonomía individual. De hecho, una de las tareas en las que se han implicado muchos pensadores liberales ha sido la de defender y proteger la idea de sociedad contra sus rivales. Para Immanuel Kant, eso significaba defender a la sociedad contra la preferencia de Rousseau por la “naturaleza”. Para Thomas Jefferson significaba proteger la capacidad de autogobierno frente a los que sostenían que la ley era cosa de Dios, no de los seres humanos. El liberalismo emergió como una teoría de la finalidad humana. Podemos dar forma a nuestras vidas de acuerdo con las metas que construimos en conjunto. El concepto de sociedad nos protege de la anarquía del individualismo, por un lado, y de los designios de Estados omnipotentes por el otro.
La sociedad es posible porque los seres humanos tienen la cultura a su disposición. Mientras escribía The Future of Liberalism me sorprendió la coincidencia de las ideas que defiende el liberalismo y cómo teóricos como Émile Durkheim o Clifford Geertz entienden y enfatizan la cultura. La cultura ofrece los medios por los que los seres humanos establecen y llevan a cabo sus objetivos colectivos. La cultura expande la libertad individual (porque multiplica enormemente el abanico de posibilidades ante nosotros) y al mismo tiempo promueve la igualdad (porque vincula los destinos de individuos por medio del lenguaje y los símbolos). Unas criaturas sin cultura vivirían sin ambas cosas.
Esta es la razón por la que es importante reconocer que en el clima intelectual actual la gran amenaza al liberalismo no procede de los que afirman la prioridad de Dios ante la creatividad humana, sino de los que afirman que la cultura es solamente una consecuencia de la evolución, algo que sucede sin importar lo que los individuos quieren y refleja procesos de transmisión motivados por nuestros genes. (Richard Dawkins llama a estos medios de transición “memes”.) La psicología evolucionista, la sociobiología y otros retoños no son ni mucho menos ciencias de vanguardia. Son, de hecho, un regreso a las ideas de pensadores como Bernard de Mandeville y Thomas Malthus, que cuestionaban la comprensión liberal de la intencionalidad humana y optaban por una forma u otra de determinismo.
Los liberales no deberían tener miedo de llamarse liberales. Su tradición es larga, honrosa y coherente. Incluye a muchos pensadores distintos con muchas ideas y aproximaciones distintas. Pero, siempre que estén comprometidos con la idea de que la libertad no puede existir sin igualdad y viceversa, son liberales. Estoy orgulloso de ser uno de ellos. ~
© Contexts
Traducción de Ramón González Férriz