Conforme me acerco al Diamond Light Source (DLS), enorme y flamante laboratorio que se localiza en el poblado británico de Chilton, no lejos de Londres, recuerdo lo que Villaurrutia escribió a Novo en 1936: “La luz es una impenetrable sombra espesa.” Esa pared de oscuridad que, en efecto, se halla en el fondo del Universo, adonde la luz no ha llegado aún en su viaje desde el Big bang, impenetrable hoy, mañana se habrá movido unos centímetros-segundos-quarks más allá, hacia donde antes no había nada, al menos no dimensiones ni objetos de diferentes tamaños y formas. Ni tiempo. Pero para mi tranquilidad (y la del lector pragmático) en DLS no se plantean esta clase de preguntas más bien de carácter ontológico.
Aquí la gente está completamente dedicada a destacar como inductores de invención, como los nuevos líderes de la creatividad en tiempo real. El tiempo no es sólo dinero sino patentes, técnicas inéditas para “golpear” el mercado, artefactos para una nueva revolución en el cómputo personal e industrial. Los nuevos gurús de la innovación tecnológica, tanto para la conservación del patrimonio cultural de los pueblos como para la creación de nuevos materiales y la reclasificación de grupos de organismos como los virus, están probando la luz de diamante. Alguna vez la meca de la invención fue Daytona, más tarde el Valle del Silicio, hoy es Chilton, en el condado de Oxford.
Y es que entre las máquinas que hoy se dedican a la aceleración de partículas subatómicas con fines pacíficos destacan algunos sincrotrones como DLS. A diferencia de aceleradores como el del Fermilab y el del cern, cuyo objeto es dar respuesta a preguntas estrictamente científicas, dichos artefactos son fuente de una enorme diversidad de aplicaciones y novedades tecnológicas que hasta hace poco tiempo era imposible no sólo diseñar y construir sino pensar siquiera que en realidad funcionaran.
Cuando escudriñamos la estructura interna de la materia lo hacemos con la ayuda de gigantescas instalaciones en las que se hacen chocar pedacitos de átomos de plomo o de oro, por ejemplo. Tales colisiones alcanzan casi la velocidad de la luz y permiten explorar regiones de la energía desconocida. Gracias a estos finos cacharros hemos podido formular preguntas elementales, por ejemplo, cuál es el origen de la masa en los objetos y organismos que pueblan el Universo o por qué las partículas se agrupan en familias reconocibles.
En cambio, los sincrotrones de electrones sólo aceleran esta clase de subpartículas y no alcanzan el nivel de energía de máquinas como el Tevatrón de Fermilab y el lhc de cern. De hecho, el anillo de DLS es más pequeño que el de Fermilab en las afueras de Chicago y el de cern en las afueras de Ginebra. Lo que producen sincrotrones como DLS son rayos X pero cien mil millones de veces más brillantes que un aparato convencional como los que se utilizan para revisarnos en los hospitales.
Su historia se remonta a los años cuarenta del siglo pasado, cuando el estudio de los rayos provenientes del cosmos estaba cobrando gran interés por los mensajes que dichos trozos de materia pudieran traernos del pasado reciente y remoto del Universo, así como por lo que podía aprenderse acerca de la estructura interna de la materia. En 1947 los físicos dedicados al estudio de rayos cósmicos descubrieron la primera de una serie de nuevas partículas exóticas, el kaón. Sin embargo, no se contaba con un dispositivo capaz de reproducir en forma artificial esta ni otras partículas cósmicas, conocidas genéricamente como “extrañas”. Se inició así la construcción de las fábricas de extrañeza.
Vale la pena recordar que hasta ese momento sólo había una máquina poderosa, y esta era el sincrociclotrón de Orlando Lawrence, alumno del gran cazador de partículas Ernest Rutherford. Cazar esta clase de objetos es una empresa enloquecida y enloquecedora, pues se trata de partículas escurridizas y muy veloces. Por fortuna su velocidad tiene un límite, el de la luz, así que el meollo del asunto consistía en llegar a esa barrera. Aprovechando las propiedades del electromagnetismo y las de una forma elemental en el Universo que conocemos, el círculo, los cazadores de partículas diseñaron anillos para conseguir su objetivo. Lawrence y su equipo construyeron una máquina circular equipada de imanes que generaban campos magnéticos, los cuales producían un efecto acelerador en las partículas que pasaban por ellos. Además, sabían que entre más grande es el diámetro de los polos imantados, más fácil y rápido será su tránsito.
Los imanes construidos por el equipo de Lawrence ya habían alcanzado una respetable longitud de casi cinco metros, de manera que intentar la fabricación de unos más largos era poco realista. La solución consistió en cambiar la frecuencia del voltaje de aceleración en el anillo y aumentar el campo magnético. En cada vuelta los “empujoncitos” provocados por estas alteraciones sincronizadas dieron resultado y de esa manera se pudo acelerar partículas en forma estable y cada vez con mayor energía. Nació, pues, la era de los sincrotrones que tan profunda e insospechadamente han incidido en nuestras vidas.
Piense en diez actividades trascendentales para la subsistencia de nosotros como personas, como sociedad y como cultura, y acertará si supone que tienen que ver con las investigaciones que se llevan a cabo en sitios como DLS en Chilton, el Laboratorio Nacional en Argonne, Illinois, y el Consorcio Europeo en Grenoble, Francia.
El desarrollo de fármacos antigripales como Relenza, el esclarecimiento de la manera en que funciona el motor rotatorio más pequeño de la naturaleza (f1 atpasa, proteína encargada de sintetizar energía dentro de nuestras células), el desarrollo de una vacuna eficaz para proteger a la población de la fiebre aftosa mediante el mapeo nanoescalar del virus responsable de esta enfermedad son logros espectaculares que están llevando a las ciencias aplicadas a otro nivel de creatividad. Otro ejemplo singular es la posibilidad de seguir en tiempo real procesos antes considerados esotéricos, como la cristalización de la crema pura de cacao, lo cual ha podido ser aprovechado por la industria chocolatera para perfeccionar sus condiciones de manufactura.
Sin embargo, su carta más famosa hasta ahora es el esclarecimiento de los padecimientos mentales y físicos que llevaron a la muerte al compositor Ludwig van Beethoven. Gracias a que poco después del deceso de Beethoven el joven músico Ferdinand Hiller le cortara un mechón de su cabello y lo guardara en un relicario, un siglo más tarde los descendientes de Hiller pudieron cederlo a un médico danés en agradecimiento por su ayuda a los judíos que huían de la degollina nazi. Finalmente el guardapelos fue adquirido durante una subasta pública en 1994 por la Sociedad Norteamericana de Beethoven, la cual permitió llevar a cabo una pequeña serie de experimentos en el mechón del músico.
Con semejante luz, inofensiva para los tejidos del cabello humano y sorprendentemente precisa, se encontraron notables rastros de plomo, lo cual puede explicarse por la afición del compositor a beber vino en vasos de barro. Lo que no se encontró fue átomos de mercurio. Esto indica que nunca recibió tratamiento contra la sífilis, como algunos han sugerido. Tampoco recibió tratamientos a base de láudano y opiáceos para mitigar el dolor, al menos no en los últimos seis meses de vida. Como puede notarse, es una herramienta muy útil para la medicina forense. Sincrotrones como DLS son verdaderos supermicroscopios para revisar lo vivo y lo inerte con luz nunca antes vista. Así que el regocijo de mover la sombra espesa a la que hacía referencia Villaurrutia, no importa si es un solo microsegundo, un humilde nanómetro cada día, nos permite decir, a punto de entrar a DLS: “¡Vámonos inmóviles de viaje!” ~
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).