En su novela más reciente, Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972) vuelve a apoyarse en hechos históricos para construir una narración cautivadora. Si en Hamnet la inspiración la encontró en un drama acaecido en la familia de William Shakespeare, en El retrato de casada el detonante fue el único retrato que hay en Europa de Lucrezia de’Medici, en combinación con el poema de Robert Browning “Mi última duquesa”. Y despliega de nuevo su capacidad para recrear ambientes y épocas pretéritas, así como para absorber al lector.
La ficción permite jugar con la verdad y la verosimilitud. Así, O’Farrell, como ella misma reconoce en su “Nota de la autora”, ha modificado levemente algunas fechas, algunos escenarios, algunos nombres. Lucrezia de’Medici fue hija de Cosimo I de’Medici, duque de Florencia, y Leonor Álvarez de Toledo, apodada La Fecundissima: tuvo once vástagos, tres de los cuales no llegaron a cumplir el año. Con trece años se casó –le hicieron casarse: en la novela es muy significativa la referencia colateral a lo que hizo Agamenón para que los dioses le fueran favorables en el viaje hasta Troya– con Alfonso II d’Este, duque de Ferrara; en la novela, la boda fue dos años más tarde, cuando tenía quince. Se casó y se quedó en el palacio paterno dos años más, mientras su marido luchaba en Francia; en la novela, Sofia, la nodriza de Lucrezia, intenta posponer el enlace todo lo posible ocultando que la niña ya menstrúa, ya es mujer, y la boda y la marcha a Ferrara suceden al mismo tiempo, en 1560. Un año después, según las fuentes históricas, la nueva duquesa de Ferrara murió, quizá asesinada por su marido; según O’Farrell, tal vez escapó de ese final.
En este resumen no hay ningún desvelamiento anticipatorio. En la segunda página del libro se lee: “La certeza de que él pretende acabar con su vida es como una presencia a su lado, como si un ave de negro plumaje se hubiera posado en el brazo de su silla.” A partir de ahí, la novela progresa sobre saltos temporales. En paralelo se cuentan la infancia de Lucrezia y su vida, breve, como esposa. Este juego con el tiempo es habitual en O’Farrell: además de en Hamnet, también la empleó en La primera mano que sostuvo la mía, en La extraña desaparición de Esme Lennox o incluso en su libro autobiográfico (y fascinante) Sigo aquí, en el que los relatos sobre las numerosas veces que la autora ha estado a punto de morir no siguen un orden cronológico.
La sugerencia de un crimen –o varios– es uno de los aspectos que hacen que El retrato de casada tenga un efecto “adictivo”, propio de los thrillers. Pero no es lo único que hace sugestiva esta novela. Ya se ha mencionado el avance en paralelo de dos líneas temporales, un acierto desde el punto de vista de la técnica narrativa –aunque, en efecto, en el caso de O’Farrell sea algo ya característico–. También hay rasgos que recuerdan a los cuentos tradicionales: Lucrezia parece ser la hija menos querida, por ser “diferente”, y es en la servidumbre donde encuentra refugio y cariño; hay animales exóticos (realmente el duque Cosimo I los coleccionaba); hay dos hermanas de Alfonso que encarnan el clásico par de opuestos: una guapa y amable, otra fea y repulsiva; hay salvadores inesperados; hay pensamiento mágico: la madre de Lucrezia cree que es responsable del destino de su hija porque en el momento de la concepción dejó vagar su mente en lugar de centrarse en el deber marital (“el principio de la impresión materna”, defendido por médicos y sacerdotes de la época). Por otro lado, la habilidad de la autora para recrear ambientes y lugares es notable: las cocinas de palacio, los pasadizos secretos, los insectos y el calor veraniego en la campiña, la humedad de la fortaleza, el incienso en Santa Maria Novella, la vida en la corte, con sus hipocresías… O’Farrell crea cuadros vivientes, como si la pintura se tradujera en palabras.
De hecho, la pintura es, como ya sugiere el título, clave. Por dos motivos. Uno, porque Lucrezia demuestra muy temprano un don que el propio Giorgio Vasari admira. Copiar la realidad e inventarla se convierten en su vía de escape; siempre viaja con sus pinceles, sus pigmentos, sus tavole. Dos, porque el retrato que Alfonso manda realizar de su esposa, aunque espectacular, tiene algo de ominoso, de premonitorio de un desenlace fatal.
Por último, en la novela hay, quizá necesariamente, cierta reflexión sobre el papel de la mujer (de entonces). “¿Qué autoridad puede ejercer un hombre sobre un pueblo si no es capaz de mantener a su mujer a raya? […] La forma en que un hombre resuelve los conflictos familiares es muy reveladora.” Eso le han enseñado a Lucrezia su madre y otras mujeres de la corte. Y sabe que “si no hubiera sido Alfonso habría sido otro cualquiera […] Su padre le habría buscado una pareja conveniente porque, al fin y al cabo, para eso la habían educado, para el matrimonio, como un eslabón más de su cadena de poder, para que tuviera herederos para hombres como Alfonso. En cambio, a sus hermanos los educan para mandar”. Sin embargo, ella es diferente, es especial, es indomable.
En El retrato de casada Maggie O’Farrell vuelve a demostrar sus habilidades como narradora y para armar una historia que es difícil olvidar, al menos el personaje de Lucrezia, con su inocencia y su valentía. Por ejemplo, quien lea este libro y tenga la ocasión de viajar a Florencia, probablemente se acuerde de ella si pasea por la via dei Le
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.