¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
Solo una cosa es segura, la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser
Nos conocimos en una galería de arte. Veinte años menor que yo, hallamos un curioso hilo de conexión: ella vive ahora en un hotel que tiempo atrás fue de mi padre y que ahora se ha convertido en un alicaído edificio de apartamentos. Que ella mencionara aquel hotel me hizo sentir incómoda, como cuando un extraño nos desnuda una parte íntima.
Los años habían caído encima de las cosas y, con un éxito relativo, yo había conseguido construir mi vida apartada de aquel tema. Nuria no lo sabía, pero aquel tema era para mí un pomo cerrado. Fue destaparlo y un perfume rancio salió de allí. Me hizo sentir la textura tosca de esa imponente pared que es el olvido.
Le comenté que ese hotel había sido de mi padre. Reconocí en mi tono un remoto dolor y me molestó que continuara vivo. Escapó de mi garganta con el sabor trágico de los momentos inimaginables. Sí, porque en la experiencia humana existen momentos cargados de estupefacción. Por ejemplo, el momento obtuso cuando hay que reconocer en la morgue el cadáver de un ser que se amó. Ella no percibió mi turbación. Al menos, eso me pareció.
A continuación, me invitó a que nos juntáramos “un día de estos” a conversar del hotel; de aquel que yo conocí, o quizá de ese que ella experimenta ahora. En otras palabras, quería que conversáramos del agua. Porque el tiempo es como el agua, desgasta y deforma lo que toca con su infinito fluir. Ella me pedía que exploráramos la misteriosa cuestión que es la transformación de las cosas.
Acordamos una cita que, intencionalmente, pensé en cancelar a última hora. Pero en la medida en que se acercaba el día, la oportunidad de poner otra vez en palabras aquella historia del pasado ejerció sobre mí su desviado poder de atracción. Fui a la cita y ofrecí ser yo quien pagara la cuenta en un gesto de peculiar agradecimiento por la invitación a abrir mis heridas.
Pedimos una botella de vino. Su mirada es clara, casi transparente. No logro encontrar allí ningún lugar dónde poner pie. Quizá se trata de la diferencia generacional. No reconozco en Nuria las cicatrices que llevo encima. Cada generación tiene las suyas, especialmente en un país que sabe marcar con el hierro de su historia.
Tomamos un poco y caminamos sobre la delgada costra de la conversación superficial. Nuria vuelve a pedirme que le entregue mis recuerdos. No sabe lo que pide. ¿Cómo podría? Siento renovada reticencia en abrir la caja de la memoria. Y me pregunto, otra vez, si me conviene condescender. Mi padre está atado al momento frágil de mi infancia. Quizá debí atender a la razón y no a la pulsión. No venir era sabio, pero ya es tarde.
Un muchacho alto y hermoso se acerca a saludar a Nuria. Empiezo a notar eso en la gente con la que me encuentro: la belleza que está implícita en la juventud. Ahora los jóvenes me parecen todos hermosos, simplemente por su frescura, por la piel sin mácula, por la suave manera en que parecen salir de la tierra como nuevos y brillantes brotes vegetales. Ella se sonroja y se amilana cuando él le habla al oído. Resulta obvio que su mensaje le causa ansiedad. Murmura una disculpa atropellada y dice que necesita salir a fumar un cigarrillo.
La imagen de mi padre me visita ahora con la amplia libertad que me ofrece el rincón penumbroso del restaurante. Me parece un dato extraño que, cuando lo recuerdo, se me aparece congelado en una fotografía. La borrosa ampliación de un recorte de la sección de sociales publicada en uno de los diarios más poderosos del país. Está vestido con impecable esmoquin, la copa de champagne en la mano y los arreglos de gladiolas blancas al fondo. Tenía una contundente razón para celebrar: esa noche se inauguraba su recién estrenado hotel.
Situado frente al Club Guatemala, centro social de las élites económicas cafetaleras, el moderno emprendimiento encarnaba su gran triunfo. Se inauguró en el 54, funesto año de la intervención norteamericana que derrocó al presidente Árbenz. Los autos desfilaban por la séptima avenida entregando en la puerta a los invitados especiales. Aquella noche de gloria, ¡qué lejano se vería su penoso pasado de hijo empobrecido de un inmigrante!
Mi padre nunca hablaba de eso. Pero, a lo largo de los años, fui recibiendo los recortes de su historia. Si la gente fuera discreta, nunca se nos revelaría el relato verdadero de esa construcción ficticia que conocemos como “nuestra vida”. A través de aquellos fragmentos descubrí que el hombre rico y poderoso que conocí fue un adolescente que andaba descalzo.
También que mi abuelo era un hombre bohemio, enamorado de las mujeres y de la ópera. Una vana ilusión lo arrastró desde la ciudad de Verona hasta América: multiplicar la herencia que le había sacado a su madre casi a la fuerza. El rompimiento con su familia, los extremos del trópico, las dificultades reales de forjar una mítica finca habían dejado exhausto a aquel hombre deshabituado al trabajo. Afectado por la inquebrantable melancolía, metido en la cama, aferrado a la enfermedad que debilitaba sus piernas, aterrado, se percató con horror de que era pobre.
Mi abuela era pianista y pudo emplearse como répétiteuse para cantantes de ópera y bailarines de ballet. Había sido hermosa, más no lo suficiente para agotar los afanes pasionales de mi abuelo. Como no pudo afrontar la intensa rabia de los celos, cayó en el sedante recurso del alcoholismo.
Aquella pareja de europeos, exiliados en un nimio país de Centroamérica, escaparon juntos de muchas cosas. Pero, su éxito más logrado fue convertirse, por separado y en solitario, en fugitivos de la realidad.
Estoy segura de que mi padre nunca quiso ser como el suyo, al igual que yo jamás quise ser como el mío. Aquella debilidad omnipotente de su padre, lo había hecho sentir que estaba solo en el mundo, que tendría que salvarse. Esa temprana conciencia lo hizo quien era: un hombre fuerte. La mediocridad se convirtió en su fantasma y la debilidad en su enemiga. A los trece años, había iniciado ya su pequeña empresa: vendía aguas gaseosas en una carreta de mulas que alquilaba por día. Era guapo y había aprendido las maneras dulces de su padre. Esos eran sus principales recursos y aprendió a usarlos. Siempre vio lejos… Nada podría detenerlo. El tiempo confirmó aquella visión: años después, en la sección de sociales, mi padre apareció el día de la inauguración del Gran Hotel, triunfante.
La solidez que a él lo salvó del naufragio, a mí me hizo detestarlo. Fue a partir de su portentosa fortaleza que desarrollé fascinación por los hombres débiles y vulnerables. Por aquellos sin disciplina, ni rigor. Hombres sin una columna de hierro que los sostuviera; que se desarmaban y deshacián ante el primer embate de los vientos y salían volando, desperdigados, como un puñado de cenizas.
Lo imagino aquella noche. Escucho su vozarrón, capaz de imponerse sobre las conversaciones de los cientos de invitados, alimentadas ya por varios tragos, llenando el recién estrenado edificio con palabras jubilosas. Tan visionario en los negocios, no pudo presentir que esa ocasión triunfal ocurría justamente en el umbral de un gran infortunio.
Nuria vuelve a la mesa y no sabe si hablar de su encuentro con aquel muchacho. Imagino que serán amantes. O, mejor aún: examantes. Se mira descompuesta, llama al mesero y pide un tequila. Le pregunto qué le pasa, pero ella dice que no vale la pena perder el tiempo hablando de “ese idiota”. Para cambiar de tema, le comento mis divagaciones. Hablo de la foto, de mi recuerdo de aquella noche, la inauguración del hotel.
Pero no menciono a mi padre. Hablo, más bien, de objetos: de aquella lámpara de almendrones de cristal que repartía destellos en el salón, de la escalinata de mármol que descendía desde segundo piso como seda blanca. Quizá los objetos puedan construir esos puentes para nuestra comunicación; establecer los mojones de un territorio que cada una de nosotras habitó en tiempos dispares. Lo dificultad estriba en eso: en nuestras experiencias dispares.
Ella se ríe cuando le hablo de aquellas cosas grandilocuentes. La dichosa lámpara desapareció del edificio y el graderío está tan percudido que resulta difícil adivinar de qué está hecho. El amplio pasillo de entrada, profusamente iluminado y aquel magnífico vestíbulo se han llenado de pequeños comercios. Un mínimo salón de belleza preferido por los travestís; una sala de videojuegos que visitan los pegamenteros, ventas de ropa de coreanos y una tienda libros evangélicos. La vieja fastuosidad se arrellanó en la atmósfera popular que florece en el Centro Histórico y se hizo acompañar de olores a orín y a humedad. Nuria se entusiasma al describir aquel ambiente y celebra a los habitantes “del Centro”. Seguramente en aquel vistoso entusiasmo incluye a los cambistas de dólares que asedian a los transeúntes frente a las puertas del hotel.
Me parece irónico pensar en los elementos que conforman la fotografía que nos ocupa y de cómo desaparecieron: las representaciones del lujo y el rostro iluminado de mi padre con sus ojos que destellan melancolía. Su presencia también fue removida como un objeto desechable más. Lo hizo el tiempo, esa categoría incomprensible, salvo cuando hacemos recuento de los acontecimientos que trajo. El tiempo hizo de aquella fotografía algo falaz e irrepetible. Falaz porque toda aquella opulencia hoy parece mentira; irrepetible porque mi padre desapareció de aquel edificio tan suyo… y también del planeta Tierra.
Apenas veinte años después, una noche cualquiera, despidió temprano a su chofer y se encaminó solo en su automóvil a la carretera que conduce a la Antigua. En un recodo del camino, estacionó con cuidado y se pegó un balazo. La noticia de su muerte apareció en los diarios. “Prominente industrial”, así llamaron a mi padre. El acontecimiento tuvo tanta notoriedad que salió publicado en la portada de un diario.
Parece que se nos irá la noche hablando de fotografías. En ésta no aparece mi padre, solamente un objeto demasiado reconocible para mí: su auto. Me enteré de su muerte por la imagen de aquel objeto suyo, tan personal, abandonado de forma insólita. Cuando la vi publicada, el acontecimiento me pareció irreal, incomprensible.
No me parece justo mencionar a Nuria este pasaje de mi vida. No se trata de convertir la noche, tan joven, en un recuento de bajas. Ella resuelve la situación, porque siente curiosidad por saber más acerca de la vieja fotografía del hotel. A pesar de mis mejores intenciones, es de nuevo la muerte que saca su cabeza en medio de las dos, como alguien que, sumergido en el agua, no aguanta un segundo más sin tomar aire.
Le cuento a Nuria que aquella foto donde aparece la araña de almendrones y la escalinata de mármol blanco, me la entregaron mis hermanos mayores días después del funeral de mi padre, hecho que resultaba por demás lógico, porque cuando fue tomada yo todavía no había nacido y, de hecho, nunca la había visto. Quizá pensaron que sería bueno que una niña de trece años pudiera guardar su retrato más perfecto. Quizá temieron que, a falta de aquella formalidad, yo pudiera olvidarlo.
Me la entregaron, debidamente enmarcada, con solemnidad de hermanos mayores. Fue en aquellos días cuando todo giraba alrededor de las obligaciones implícitas en el hecho de una pérdida que se planta, ineludible, a medias de la casa. Cuando alguien tan cercano muere, saltan todas las culpas, los vacíos. Los deudos dispuestos a prometer un recuerdo perpetuo, honrar la memoria, mantener vivo aquel cadáver que, indiferente a nuestros ánimos reparadores, duerme dentro de la ostentosa caja vestido de fiesta. Ellos querían que yo, la hermanita menor, me uniera no solamente a los rituales del momento, sino también a aquel coro de promesas.
Yo era una niña alta y flaca transitando ese escabroso pasaje de niña a mujer. Un par de semanas atrás, mi padre me había traído con precipitación de aquel repudiable exilio en un colegio de monjas. No comprendí el gesto súbito después de que me había asegurado de que no volvería a Guatemala por muchos años. Estaba enojada con él justamente por eso.
Mi padre aguardaba en su oficina, flaco, con las carnes del rostro caídas y los ojos sin brillo. Pero se le alumbraron en un auténtico destello de felicidad cuando me vio. Me preguntó con entusiasmo si me había gustado la experiencia del colegio extranjero. Él me había enviado rotundamente lejos de lo que yo consideraba “mi casa” y lo había hecho en contra de mi voluntad. Por esas dolorosas querellas donde yo siempre salía perdiendo, sus preguntas me parecieron una afrenta. Respondí con parquedad. Nos despedimos pronto. Él afirmó que yo estaría cansada del viaje y que, seguramente, mi madre estaría ansiosa por verme. Me invitó para celebrar su cumpleaños la semana próxima. Le dije que sí, por compromiso. Imaginé que sería una de aquellas fiestas familiares que recordaba como un calvario.
El día de su cumpleaños, como acordado, el auto de mi padre llegó a recogerme. El chofer tuvo que volver con el auto vacío. Me quedé con mi gusto: ejecuté lo que entonces imaginé que sería un rosario de rebeliones que marcarían, de ahora en adelante, la resistencia contra su poder. El problema con aquel plan liberador fue que nunca volví a verlo. La siguiente noticia que tuve de él, fue la fotografía de aquel auto suyo extraviado de su curso y abandonado en una carretera.
Su muerte me golpeó de mala manera. El tiempo entre nosotros se detuvo sin previo aviso. Pasó como en ese juego donde la música suena mientras todos caminan alrededor de unas sillas. Cuando la música se detiene, cada uno intenta sentarse. Siempre alguien se queda sin lugar y sale del juego.
Con su muerte, la música se detuvo inesperadamente y, con estupefacción, me percaté que aquella silla tan segura ya no estaba allí para sostenerme. Ahora estaba fuera del juego y sin interlocutor para dilucidar qué había significado nuestra relación.
Vuelvo a Nuria. ¿Será que se arrepintió de la absurda decisión de salir esta noche conmigo? Me creerá una mujer taciturna. ¡Ella es tan joven! Pienso en agradarla. Hablar del esplendor, los años cuando se hospedaban allí grandes figuras: María Félix, la Tongolele, Cantinflas, hasta Ronald Reagan, cuando fue actor. Era el primer hotel de cinco estrellas de la ciudad, le comento. Nuria no parece interesada. Va directo a la yugular y pregunta: ¿cómo empezó la decadencia?
Quiero distraerla de ese lugar difícil. Comento sobre el menú del bar, mientras mastico esa pregunta crucial. No puedo decirle de golpe que la decadencia de mi padre y, quizás, su muerte fueron la consecuencia de un evento detonante, una causa raíz: secuestraron a mi hermano. Aquel dato funesto salta como un horrendo payaso impulsado con un resorte de una caja de sorpresas. No hablaré de eso esta noche. No volveré a pensar en ello jamás. Le pregunto a Nuria por qué vive en ese lugar, queriendo en mi cabeza borrarla de aquel hotel como si tratara de un dibujo equivocado y perverso.
Nuria pide una segunda botella. Mientras la bebemos habla de los habitantes del hotel, de las sombras que atraviesan por las noches sus pasillos, de la terraza donde se percibe la muerte impune y el miedo de la gente que asaltan en la calle. Me cuenta que sale a esa terraza en la madrugada cuando la asfixia la pequeñez de su cuarto, a fumar un cigarrillo tras otro. Yo bromeo con ella, le digo que quizá la ahoga la presencia fantasmal de mi padre. Quizá la verdad es que soy yo a quien ahoga recordar la agonía de su fracaso.
Ella pasa a otra cosa. Me cuenta que se vino a la capital hace un par de años. Ésta es una ciudad cruel, afirma. Le digo que no se engañe. Que todas son crueles. O, más bien, que las ciudades son crueles y benevolentes. Que quizá depende de a qué extremo de esa cuerda se acerca cada uno. Nos quedamos un buen rato en silencio. La noche se desgastó de pronto, dejando frente a nosotros sus despojos: las botellas vacías, los restos de comida, los hilos deshechos de una conversación. Nuria quiere irse a dormir. Caminamos juntas hasta la puerta del viejo hotel que es ahora más suyo que mío. Quiero despedirme en la puerta.
Pero Nuria me toma del brazo, me lleva dentro. Nos tomaremos el último, invita. Entramos a su cuarto. No hay tal trago, enciende un cigarrillo de marihuana. Lee sus poemas para mí. Yo me dejo llevar por la letanía, sin buscar el sentido de las palabras. Luego, conversamos a oscuras. Nuria quiere jugar a que este es el mismo cuarto donde vi a mi padre por última vez. Me pregunta ¿qué fue lo que nunca le dijiste? ¿Por qué asumes que hubo algo? Quiero escabullirme, pero ella es sabia. Responde que uno siempre deja algo importante que decir hasta que se vuelve demasiado tarde.
Las palabras no me salen de la boca. Ella me entrega un papel: ponlo allí. Nadie tiene por qué leerlo. Escribo la palabra papá y el corazón da un vuelco. Luego la palabra perdón y tiemblo. A partir de allí, las palabras caen con fuerza inhumana. Le explico a mi padre que guardo en mi cabeza la infantil fantasía de que, si yo no hubiera abierto la puerta aquella tarde, si no hubiera permitido entrar a los secuestradores de mi hermano con tanta cortesía, todo el horror jamás habría acontecido. Todos los sucesos futuros y funestos estuvieron atados a ese precario instante que yo eché a andar con descuido.
Yo podría haber crecido junto a mi madre y él podría haber seguido con su vida de hombre joven, hermoso y triunfante. Si yo no hubiera abierto esa puerta, la historia no nos hubiera tocado. Es una fantasía, es infantil, pero también es la verdad de mi memoria. Le confieso también que su muerte me pesa, que no hallo cómo olvidarla, que, de una manera confusa e imperfecta, lo quise.
Nuria toca mi brazo. Déjalo ya. No se trata de engolosinarse con una fantasía masoquista. Vamos a quemar tu confesión para borrarla del planeta. Primero prendió fuego la palabra padre y, en fluida sucesión, la palabra perdón y la palabra jamás. El papel completo sucumbió a la belleza de las llamas. El relato recién nacido, se volvió cenizas.
Amaneció y era hora de irme. Quería desaparecer antes de que terminara la sensación que tenía adentro. Había destronado un mal recuerdo. Agradecí la liviandad que eso trajo… la gocé por un rato. Pero al salir, cuando el viento de la mañana me golpea, solo quiero una cosa: recuperar el peso de aquella historia. Sí, quiero la deformidad de la cicatriz. Ese dolor incómodo me resulta familiar. Y, me une a mi padre.
La séptima avenida es una línea gris y solitaria. Me parece ver de nuevo los enormes automóviles de los años cincuenta dejando en la puerta a los invitados de un hombre que celebra. Yo me siento, con renovado fervor, la niña que ese hombre tomaba de la mano para atravesar la calle.
Carol Zardetto es escritora y abogada guatemalteca. Fue viceministra de Educación y Cónsul General de Guatemala en Vancouver, Canadá. Es autora de cuentos y ensayos literarios y políticos. También ha escrito teatro y crítica teatral en la columna Butaca de dos publicada en el periódico Siglo XXI y columnista de El Periódico. Ha escrito los guiones para varios documentales. Su cortometraje “La Flor del Café” fue nominada a mejor corto documental en el Festival Ícaro de Cine. Con Pasión Absoluta, su primera novela, fue galardonada con el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo. El discurso del Loco, cuentos del Tarot, es su segunda obra publicada. La ciudad de los minotauros (Alfaguara, 2016) y Cuando los Rolling Stones llegaron a La Habana (Alfaguara, 2019) son sus últimas novelas. Ha colaborado con cuentos para varias antologías, incluyendo algunas publicadas en italiano, francés e inglés. Actualmente, trabaja como editora de Plaza Pública.