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Un cuento de Alfredo Nuñez Lanz.
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Llega quince minutos antes de la hora estipulada. Sostiene el café, segura de que ese simple vaso de unicel contaminará por décadas, no solo los suelos y los mares, sino su propio cuerpo con dioxinas. Y todo por haber olvidado el termo en la mesa. Necesita estar muy despierta y combatir el frío decembrino. Da un trago grande que le quema un poco la garganta. Frente a ella unas quince personas hacen fila y esperan. El centro de idiomas de la Universidad Nacional abre sus puertas diez minutos antes del examen para la puesta en marcha de su complicada actividad burocrática. Faltan tres o cuatro minutos y el impulso se propaga en los meneos de la hilera humana. Algunos sostienen en las manos los papeles exigidos, otros miran sus relojes. Las chicas previsoras del principio parecen las únicas confiadas en su dominio del inglés, pues ríen con franqueza. Mejor soportar sus risas que los villancicos de fondo, piensa.

La fila ya ha llenado el espacioso recinto y ahora culebrea hasta la salida. De súbito se abre la pesada puerta y una señora rubia de suéter rojo y cara de hartazgo sale junto a un hombrecito que comienza a dar instrucciones. Si yo pronunciara así de mal, mejor hablaría en español, se dice. Los “examinantes”, muy ufanos, dan la bienvenida y piden orden. La hilera se parte en dos líneas organizadas con precisión. La rubia comienza a revisar las solicitudes; en sus movimientos se perciben las mil veces que ha hecho lo mismo. Mientras termina la primera inspección y el hombrecito hace su esfuerzo por ganarse el respeto de la audiencia, los “examinados” obedecen y se quedan quietos, algunos recargándose en la pared cuajada de manchas repulsivas, negras de mugre, que dejaron miles de espaldas como las suyas al apoyarse ahí. La luz natural casi no entra y se mezcla con el resplandor de los focos tubulares que no a todos favorecen, en su opinión. Ruega porque esa luz blanca, de oficina mal ventilada, no sea con la que habrá de conformarse en el examen.

Es su turno en la inspección. La rubia aprueba sus papeles y entonces se da el permiso de observar a sus compañeros. Le sorprende la desigualdad de edades, calcula que la mitad ya no son estudiantes, como ella. El descubrimiento la tranquiliza, al menos no es la única ridícula que a sus treinta y cuatro busca cambiar de vida. Los hombres están feos; hacia la puerta alcanza a ver a uno de cejas pobladas y mirada interesante, pero con cara triangular. Continúa con su inspección para no aburrirse. El hombrecito del mal inglés tartamudea un poco y de cualquier forma no dice nada que ella no sepa. Un tipo de pelo aborregado y naricita de pellizco aparece y se frena en seco al ver las filas. Comprende la situación y sonríe como niño travieso. El típico atolondrado. Pero es el único de buen ver. Se fija en sus hombros, le parecen anchos y suficientes, confirma que lleva la piel bronceada y se queda admirando ese pelo ondulado y tupido que le da un aire tierno. Lo apoda “Copo de nieve”, solo por hoy, pues de cualquier forma no volverá a verlo.

Copo de nieve se forma justo detrás de Triángulo, se saludan y parecen darse ánimos. Típico, piensa ella, en este país los guapos siempre se juntan. Jamás saldría con alguien tan fanfarrón como Triángulo, aunque a Copo de nieve podría darle una oportunidad. Se visualiza acariciándole los rulos en una tarde de cine y palomitas. Cuántas historias no habrán salido de un examen como aquel, donde la fuerza de la casualidad une los polos norte y sur para acabar pegados en una historia, por un tiempo, pues ahora nadie se compromete a más de un año. Es una lástima, se dice, tan solo unos meses atrás ella misma estaba dispuesta a esos encuentros que abren puertas. Pero ahora no, pues ha decidido irse, volar lejos, a cualquiera de las seis opciones de maestría a las que piensa enviar una solicitud. Su empeño tiene que ceñirse a eso, nada de abrirles ventanas a copos de nieve o triángulos por muy galanes, caballerosos o inteligentes que sean. Aquí no hay futuro, se repite como cada vez que encuentra una atadura. Incluso ha empezado a extrañar la comida aun antes de irse, ya sabe que llenará las maletas de tortillas, latas de chile y yodo para desinfectar verduras. El examen será su pasaporte.

Entran todos en silencio, acatando las órdenes de la señora y el hombrecito de la mala pronunciación. Quedan prohibidos los celulares y cualquier cosa que no sea una botella de agua, lápices del número dos, identificación oficial y gomas de borrar. Se sientan en las butacas del gran auditorio con la orden de dejar una silla vacía entre uno y otro, para evitar las trampas. Por obra y gracia de la suerte a Copo de nieve le toca en la fila de atrás y, a un lado, Triángulo sonríe muy orgulloso y hace bromas a su amigo; ha de saber mucho inglés, parece niño de escuela privada. Lo imagina de pequeño cantando las canciones bobas de las misses, un triangulito obediente entonando “Rudolph the red nosed reindeer”. Le hubiera encantado nacer con la suerte de uno de esos triángulos y pasar los requisitos de las peleadas y escasas becas como quien estornuda.

La rubia y el hombrecillo se colocan al frente. Dan más indicaciones; señalan la salida de emergencia en caso de sismo y a ella la cimbra un pensamiento. No puede darse el lujo de reprobar el examen, pues la modesta liquidación que recibió, víctima del quinto recorte de personal, debe alcanzar para vivir cuatro meses, mientras espera la respuesta a su solicitud de maestría en Gringolandia. Su segunda y tercera opción están en el Reino Unido. Qué elegante suena, el puro nombre le evoca coronas reales, castillos, caballeros y sándwiches acompañados de tazas de Earl Grey. Esa es su mejor oportunidad, no debe desaprovecharla, ha llegado el momento de cruzar su propia salida de emergencia ahora que todavía es joven y nada la ata. Concéntrate y respira. Se seca el sudor de las manos en los pantalones de su traje sastre. La señora les pide silencio y mira hacia donde están los amigos guapos, que se callan al instante.

Ha coqueteado con la idea de ir a estudiar a Rusia, pues le atrae la historia del imperio y sus samovares, cosacos, vodka y esas iglesias de madera con campanarios en forma de cebolla como sacados de un cuento. En sus clases de inglés, que paradójicamente se las impartía un ruso de ojos grises, rogaba al profesor que le enseñara palabras en su lengua y aquellos sonidos bárbaros salían de sus simpáticos bigotes rojos provocándole escalofríos. Ella se dejaba ir. Y la voz del profesor, suspendida entre dos mundos, la conducía a las más extrañas ensoñaciones. Se veía a sí misma montada en trineos, visitando aldeas entre las montañas, y algo de pronto hacía que cambiara de escenario para imaginarse en Turquía o en las tierras de sultanes de largas pipas, sentados en toneles y emperifollados entre dunas de arena tibia. El mundo entero puede ser tuyo y más ahora que el inglés se habla en todas partes. Demuestra que fue buena idea invertir en el profesor ruso y sus clases particulares, se dice, pero se distrae un poco recordando que las últimas tres sesiones no fueron precisamente de inglés. Tonta, piensa, y le terminaste pagando esas horas. Puedes y recibirás, repite como le enseñaron cuando comienzan a llegar los traicioneros nervios. Corto pensamientos negativos, corea quedito, para que no la oigan. La programación neurolingüística es lo único que la ha ayudado a lidiar con esos ríos de sudor en manos y axilas, pues en la primera sesión del taller “Cúrate abrazando a un árbol”, tan recomendado por su psicóloga, se le trepó una lagartija, o más bien le recorrió el brasier fucsia, su favorito, que acabó en la basura.

Your exam starts now, y rápido todos ponen manos a la obra. Todos menos Triángulo y Copo de nieve, quienes siguen murmurando y soltando risas. El hombrecito saca a relucir su autoridad y les pide que se separen en su mal pronunciado inglés. A Triángulo le toca en la hilera de asientos delante del suyo. Desde donde ella está alcanza a ver su examen. Decide que usará esa favorable posición para las respuestas en las que tenga duda y solo copiará las más difíciles. Con el lápiz empieza a rellenar los óvalos de las opciones, paso a paso. A veces la respuesta es A, otras salta hasta la casilla E y otras más regresa a la B. En los momentos de parálisis alza la vista y le copia a Triángulo, quien va más avanzado. A veces las respuestas de Triángulo no coinciden con las suyas. Te equivocas tú, en esta sí estoy segura. Tú puedes, tú vales, tú estudiaste. El tiempo corre y el inglés se atora. Otra vez las manos mojadas, las axilas chorreantes. Vas bien, es el camino al Reino Unido, al otro lado, a cualquier sitio con futuro. Bajo sus pies el suelo se vuelve gelatina y con cada óvalo relleno de grafito las certezas huyen de un solo brinco, como los besos del maestro ruso cuando alcanzó a ahorrar para su añorado viaje por Sudamérica. También tú te irás, se dice, mientras los minutos corren y los deslices de su lápiz se salen de la circunferencia por culpa de los nervios.

La alarma suena, el examen terminó. A ella le faltan cinco respuestas que mejor le copia a Triángulo antes de que la rubia y el señorcito terminen de recoger las hojas. En tres semanas ofrecerán los resultados, pues se atraviesa Navidad y la Universidad Nacional estará de vacaciones hasta el Día de Reyes. Es tiempo suficiente para completar las solicitudes. Cada requisito es un paso hacia el avión que la sacará del país. Se levanta luego de casi tres horas, tiene los pies entumidos, pero el ánimo en alto. Gud loc le dice el pequeño “examinante” al salir del salón. Afuera el aire es otro, más frío y ha oscurecido. Decide ir al baño a revisar qué tan mojada lleva la blusa. Ya pasó, te fue bien, se consuela. Sale del baño más tranquila y en eso observa a Copo de nieve y a Triángulo que también salen del baño de hombres. Respondí pésimo, dice Triángulo. Le copié todo al de adelante. ~

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(Ciudad de México, 1984) es escritor y editor, fundador de Textofilia Ediciones. En 2017 Era publicó su libro El pacto de la hoguera.


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