Armando Fonseca

Allí está la casa de Dolores del Río

Aquel enero las tres hermanas acompañamos a mamá a pasar sus últimas semanas en Acapulco. Su enfermedad era una clara advertencia a la premura por el viaje.
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Aquel enero las tres hermanas acompañamos a mamá a pasar sus últimas semanas en Acapulco. Su enfermedad era una clara advertencia a la premura por el viaje. Cada una nos las arreglamos para sustraernos del trabajo, de la familia y desgranar los días con su cadencia solar, que era precisamente la que enmarcaría nuestro tiempo compartido. Habíamos pedido la casa frente a la Roqueta a la tía Clara, a quien no habíamos visto en años, pues su esposo, primo de mi padre, había muerto hacía mucho. A Fermina se le ocurrió aquello, pues ya no eran para mamá días de playa y ajetreo, sino de quietud y vista, del bienestar que provoca el nivel del mar. Imaginamos la casa descuidada como las mansiones de esa colonia esplendorosa en los años cuarenta, pero la tía insistió gozosa de nuestra propuesta pues se usaba muy poco ahora que sus hijos vivían fuera del país, había suficientes habitaciones, todas con baño, y contaba con servicio de cocina, mesero y mucama para atendernos a cuerpo de rey, “de reinas”, se corrigió.

Como reinitas, las tres hermanas aceptamos la convivencia incierta durante quince días, al lado de mamá, que oía mal, hablaba poco, pero sonreía mucho, como si con sus dientes expuestos a la claridad avisara de la felicidad que le producía esa vacación forzada. Los días eran largos y lentos, cada una se levantaba a la hora que le placía, menos la que por turnos estaba encargada de dormir con mamá, acompañarla a bañarse y a tomar el primer café del día a la hora que fuera. Por eso mamá tenía el cuarto con las dos camas grandes que, aunque precisaba del funicular para llegar a él, era el más cómodo, el más cercano a la alberca y el de la mejor vista. Todo en aquella casa era cuesta abajo. Se había construido, como las mansiones contiguas, en un peñón que curveaba en el mar frente a la isla de la Roqueta, que visitaban los turistas y que conocimos nosotras de niñas cuando el burro borracho era una atracción incómoda, con su sarape de colores y la cerveza que le empinaban en el hocico. No nos había hecho gracia, pero la virgen sumergida en el mar, que se avistaba desde el fondo transparente de la lancha que llevaba a la isla, era una revelación para soñar y temer. “Clavada en el fondo para que no flotara como un ahogado más, protegía a los pescadores”, dijo el lanchero. No nos protegió a nosotras de los dientes del tiempo que nos han ido triturando hasta dejar una familia amenazada de muerte, ahora que mamá cumplía ochenta y cinco años.

Al llegar, las cuatro nos quedamos sin habla en la primera terraza antes de descender casa abajo, cuando nos salió el mar de frente como si hubiéramos entrado a una postal que las fachadas de la calle escondían. Acomodadas en el carro asido a los rieles que bajaban por la cuesta empinada, recorrimos los distintos niveles de habitaciones: sala, comedor y alberca, hasta llegar a la última donde colocamos a mamá y a Fortunata, que en el sorteo había resultado la primera en el rol de cuidados. En aquel descenso lento y hasta cierto punto temible era inevitable pensar en lo que ocurriría si los cables de acero del viejo funicular tronaban, despeñándonos hasta incrustarnos en el azul profundo del océano Pacífico. Llamaba la atención el contraste entre la casa cuidada de la tía Clara y la casa desvencijada de nuestro lado derecho. La jaula metálica, que nos protegía y mostraba el paisaje, permitía espiar la alberca vacía, aquel sillar de mampostería cercenado, los barandales rematados con figuras de cisnes que rodeaban la terraza y la escalera que serpenteaba cerro abajo, entre la vegetación salvaje y los muros desteñidos de lo que fueron cuartos, estancias, comedor y, como después lo descubriríamos Fermina y yo, una alberca de mar justo donde terminaban las vías, con un orificio ahora estrangulado por piedras, donde debió entrar el agua salada para disfrutarla sin tener que exponerse al oleaje brusco que golpeaba las rocas del borde.

Aquel primer día entre el traslado en avión, el largo viaje del aeropuerto a la casa, el acomodo en las habitaciones, familiarizarnos con la manera de accionar el funicular, llamar a Silverio, conocer y acordar con la cocinera los menús próximos y reconocer las bondades del decorado blanco y azul de una casa fresca con una arquitectura audaz no nos percatamos de la importancia de la casa contigua. Fue esa tarde la que marcó el resto de nuestra estancia, cuando aún en traje de baño y envueltas en nuestros pareos coloridos, ya sin los sombreros que nos protegieran de la voracidad del sol, con mamá presumiendo su blusón largo y anaranjado, nos dispusimos a observar el atardecer desde la terraza de la alberca donde habíamos pasado el día. Vimos numerosas lanchas que se encaminaban hacia el horizonte para tener el mejor lugar en la función, seguidas de un yate grande cuyo altavoz distorsionaba la placidez de la tarde. Supimos de nuestra privilegiada ubicación cuando la voz indicó: “Allí sobre la montaña está la casa de Dolores del Río.” La explicación se prolongaba enumerando las películas en las que había destacado aquella diva mexicana de la época de oro del cine nacional. Se lo dijimos a mamá muy cerca del oído bueno y con lentitud para que supiera por qué estábamos sorprendidas. De inmediato los cisnes labrados en los barandales, la vegetación voraz y las albercas derruidas se acicalaron para presumir su gloria pasada, se vistieron de largo vaporoso, palazos pijama, lentes oscuros, sandalias menudas con borlas rosadas, copas aflautadas con licores de color en las charolas sostenidas por manos enguantadas, se escucharon las canciones de Agustín Lara y de Nat King Cole, el bossa nova de João Gilberto, un trío rasgando los corazones y acompañando las zambullidas nocturnas en la alberca robada al mar. Igual que los pasajeros de aquel barco rematado por un tendido de banderitas, miramos absortas el silencio de la casa deshabitada y luego el cielo teñido de naranja pasar a morado y apagarse en rosa. Habíamos colocado las sillas de alberca en la misma dirección que la proa del barco y solo giramos las cabezas cuando se instaló la noche y la algarabía del barco, ahora iluminado, nos espabiló. Venía de regreso y la casa de junto ya no era noticia. Cargados del ocaso y de las bebidas ocasionales, los pasajeros bailaban entre ellos. Nos dio envidia su diversión y su desentendimiento.

Las siguientes tardes ocurría lo mismo antes del duchazo para quitarnos el sol del día y las cremas protectoras, y disponernos para la cena que Silverio servía en el comedor de cara a las luces de la bahía al otro lado del peñón. Durante el día hablábamos de lo que fuera, sin guion previo, con las revistas lustrosas sobre las piernas, intentando de cuando en cuando perdernos en nuestros libros. Fortunata tomando el sol sin mesura, Fermina siempre bajo la sombra y cubierta, yo al resguardo del árbol que colaba el paso del sol y mamá entre sol y sombra, feliz de entrar al agua tibia de la alberca, sonriente entre las tres, desliendo sus más de ocho décadas en la dulzura fresca del agua. Entonces nos sorprendía con la fuerza de la voz y la memoria que la asistían como chisguetes de juventud para contarnos algo imprevisto. Por ejemplo, el sueño con aquel hombre que la abrazaba por la espalda y cuyo sexo abultado ella descubría perturbada. La veíamos atónitas pensando que el recuento pertenecía a sus años mozos. “¿Pero cuándo fue eso, mamá?”, “Anoche”, contestaba. Nos reíamos deseosas de más, pero luego volvía al mutismo que la colocaba en su degradación física, en su caminar inseguro, en su tropezado respirar.

Para consolarnos del tiempo inclemente, de los cuidados que ya no nos prodigaba y de nuestro desajustado rol de madres de nuestra madre, rememorábamos los otros Acapulcos. Las niñas del Boca Chica, a las que nuestra madre vestía con los trajes de baño de una tienda en la cuesta de La Quebrada, las del pastel de chocolate del Mirador por las tardes, las de playa Hornos, las de las ostras frescas y repugnantes de La Condesa que yo engullía a placer, las de las croquetas de El Cano, las que se quedaban esperando a los padres que con sus amigos habían ido al Whisky a Gogo, las de los colchones del Revolcadero, las que se colaron al Acapulco Princess, las que estrenaron colocación de tampones, las adolescentes mendigando permiso para ir al Tiberio’s, y luego cada quien su vida, y cada cual volvió a Acapulco con sus propios maridos, novios, hijos. “Emma y Fermina, ¿se acuerdan del bikini de mamá?” Estaba en las fotos donde nos abrazaba, era verde y con el calzón alto y el brasier envarillado. Llevaba el pelo muy hecho porque nadaba de ladito en la alberca para que el crepé no se aplastara. Mamá. Nos aterraba descubrirle las fallas porque eran un espejo probable de nuestro destino. Ella que devoraba libros y que nos había bautizado como personajes de novelas de Galdós, García Márquez y Flaubert. Ni mi padre se enteró de la procedencia de nuestros nombres; se dejó convencer de la hermosura de su sonido, de la doble eme de mi nombre, de la originalidad de cada uno. Nosotras la descubrimos en nuestras lecturas al paso del tiempo. Fortunata se sintió embellecida por la sensualidad desparpajada del personaje; Fermina, objeto de amor imposible, y yo, ensoñadora y temerosa de las consecuencias de llevar un nombre infiel. Los ojos de mamá habían desterrado los libros donde las letras en complot se encimaban y protestaban sin orden ni concierto.

Por eso, ahora que la belleza se había trasladado al horizonte, esperábamos los atardeceres como novias la serenata en el balcón. La tercera tarde mamá pidió que le acercaran su bolsita de maquillaje y se pintó los labios. Fermina se recogió el pelo y se puso los aretes que se había quitado para nadar, Fortunata se acomodó una flor en la mata caoba, yo me amarré el pareo en el cuello a lo halter de aquellos años de playa tibia y amores furtivos. Y esperamos en nuestras sillas la aparición de las lanchas, como gaviotas que anuncian la costa, para ver al barco emerger entre la isla y el risco en que vivíamos.

Mamá sonreía cuando el altavoz indicaba la antesala de la puesta del sol. La primera llamada de la función. Cuando el yate pasaba enfrente y oíamos “Allí era la casa de Dolores del Río”, mirábamos de nuevo la mansión abandonada y con la imaginación de los pasajeros la cobijábamos del señorío perdido. Para el fin de semana, a las palabras del altavoz se les había sumado una graciosa coreografía donde las cuatro, porque mamá nos imitaba, abríamos los brazos como en una reverencia y señalábamos la casa contigua. Es cierto que, para el incendio del cielo, menos mamá que no podía beber, las tres ya estábamos entonadas y cuando el yate regresaba con su fiesta aceitada nosotras también bailábamos en la terraza, las unas con las otras, levantábamos a mamá de la silla y la meneábamos olvidadas de sus males y sus años.

Los días que siguieron, ante la mención de Dolores del Río, gritábamos como unas desaforadas, deseosas de ser parte del paisaje turístico. “Esas que ven allí, convertidas en estatuas, eran comparsa de las fiestas que daba la actriz en casa, lo mismo iba Rock Hudson que María Félix o Elizabeth Taylor”, dijo Fermina, que era profesora de literatura y recordando a las adolescentes frente a las ventanillas del tren en un cuento de Cortázar nos pidió que nos quedáramos inmóviles. A mamá le encantó la idea, y después de escuchar nuestra algarabía llamando la atención de los paseantes, nos vio congelarnos en extrañas posturas y ella, aunque sentada, hizo lo mismo. La boca naranja y reluciente.

La penúltima tarde, Fortunata sugirió cambiar el orden de las cosas. Protestamos, nadie quería perderse la puesta del sol por la cena. Aclaró que solo pensaba que nos deberíamos bañar antes de la puesta, arreglarnos para estar a la altura de las fiestas que daba Dolores del Río y así engalanar la vista de los paseantes del Yate Fiesta. Mamá aceptó complacida y yo, que la tenía bajo mi cuidado aquella noche, me ocupé de su atuendo y su peinado, así como de abrocharle la gargantilla de plata y acercarle sus pulseras tintineantes. Tomamos el funicular un piso arriba, donde mis hermanas nos esperaban y Silverio nos extendió las copas de espumoso, que mamá no rechazó. Nos colocamos en las butacas de cara al horizonte donde la fila de lanchas y la proa del yate avanzaban hacia los estertores coloridos del sol muriente. Dijimos salud y olvidamos la foto que queríamos tomar porque todos los minutos contaban. El barco terminaba su perorata sobre la isla de la Roqueta con la oportunidad para comer la pesca fresca y los paseantes viraban los ojos al costado derecho cuando se escuchó: “Allí está la casa de Dolores del Río, gloria del cine nacional.” Al oír esto lanzamos histriónicos vítores, agitando nuestras manos en invitación. “Vengan”, decía mamá. “Aquí es la fiesta”, vociferaba Fermina, mientras Fortunata se agrandaba el escote. Brindamos alzando nuestras copas al aire asalmonado y al pasmoso silencio del barco que detuvo su marcha y, para nuestra perplejidad, se enfiló hacia el peñón. Embutimos aquellos excesos en nuestros atuendos de gala. Mamá todavía dijo un tímido “salud” sin advertir lo que ocurría. En la casa había un muelle que hacía mucho nadie usaba. El barco despreciaba los colores de la tarde y vestía el fuselaje de naranjas de cara a nosotras. Cuando lo vimos pegarse al filo del risco, corrimos despavoridas hacia nuestros cuartos por las escaleras, porque el funicular ya iba pendiente abajo llamado por los recién llegados. Cada una pensaba que la otra se había hecho cargo de mamá. Y la olvidamos.

Desperté con la luz tenue del amanecer sobre la cara, las cortinas se habían quedado abiertas y me miré con el vestido azul enredado en el cuerpo. Miré a mi lado sobresaltada. Mamá, con su blusón blanco de lino, las pulseras en sus muñecas y los labios de naranja corrido, dormía plácidamente. ~

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es cuentista, novelista y columnista. Su libro más reciente es Todo sobre nosotras (Planeta, 2019).


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