Menos castigo, más justicia

Plantear alternativas a la cárcel en un país tan violento como México puede parecer insensible. Sin embargo, necesitamos cuestionar las ideas arraigadas en torno a la prisión si es que de verdad queremos reducir la incidencia delictiva y la impunidad.
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Hace unos meses, el abogado Gerardo Carrasco tuiteó celebrando que sus secuestradores fueron condenados a cincuenta años de prisión por haberlo privado de su libertad durante una hora. La reacción a la noticia fue contundentemente positiva y es entendible. En un país con los niveles de delincuencia e impunidad que hay en México, donde día tras día los periódicos revelan los horrores y violencias cotidianas que viven los habitantes del país, saber que alguien fue hecho responsable por haber causado una parte de ese sufrimiento se puede llegar a sentir como un alivio y motivo de celebración. Aun tomando todo eso en cuenta, este caso representa una oportunidad para preguntarnos si castigos como ese realmente representan justicia.

Antes de continuar, reconozco que plantear alternativas a la cárcel o la reducción de las penas en un país con los niveles y el tipo de violencia presentes en México puede interpretarse como insensibilidad o quizás algo peor. Anticipo la reacción antes de que la tinta de este ensayo siquiera se seque: ¿cómo puedes defender a los delincuentes por encima de las víctimas? Esta respuesta es entendible pero también malinterpreta tanto mi motivación como mi objetivo.

Primero, cuestionar el merecimiento de un castigo no es negar el dolor de las víctimas del delito. Uno puede reconocer ese dolor y al mismo tiempo plantear que la respuesta del Estado no debería ser maximizar el sufrimiento de los responsables por dichos daños. Segundo, y al contrario de lo que comúnmente se cree, la búsqueda de alternativas a la prisión y a las altas penas pretende precisamente reducir la incidencia delictiva y la impunidad, a fin de tener un sistema de castigos que reconozca la dignidad de todos, incluyendo a quienes ocasionan grandes daños sociales.

La cárcel es, sin duda, una institución violenta. Y aunque, para muchos, el atractivo del encarcelamiento como castigo es precisamente el ejercicio de dicha violencia, esta tiene costos monetarios, psicológicos y prácticos en el funcionamiento del aparato del Estado. De acuerdo a un estudio reciente, el costo por reo en centros de detención federales es en promedio de 114,588 pesos por mes, lo cual no es trivial y excluye el costo de todo el aparato judicial y ejecutivo que se necesita para que la gente siquiera llegue a las cárceles. En el aspecto psicológico, diversos estudios demuestran que pasar tiempo en la cárcel está asociado con una mayor propensión a tener ataques de pánico, ansiedad, psicosis y a morir por suicidio, incluso años después de haber cumplido la sentencia. Estos efectos no los viven únicamente las personas en confinamiento sino también sus parientes, quienes además de pagar los costos de mantenerse en contacto, ayudarles a tener una mejor vida en reclusión y sostener una familia con menos ingresos, también tienen que vivir con el vacío que genera la ausencia de uno de sus miembros. Todo esto tiene un impacto brutal en la cohesión social, no solo de familias, sino de comunidades enteras. Por último, se ha demostrado que la cárcel de hecho contribuye a la reincidencia delictiva, tanto por sus efectos en la persona recluida, como por el rechazo social hacia quienes tienen antecedentes penales. Si la cárcel aumenta la probabilidad de que alguien vuelva a delinquir, ¿no deberíamos al menos cuestionarnos su uso para todos los delitos?

Acaso una respuesta sea que, aunque la reclusión aumente la probabilidad de que la persona encarcelada reincida, disminuye la probabilidad de que otros cometan delitos porque la sola posibilidad de acabar en la cárcel los desincentiva. Por eso no solo hay que tener cárceles sino tener sentencias largas, porque a mayor sentencia mayor desincentivo. Suena bien y lógico, el problema es que no hay evidencia alguna de que la gente se comporte de ese modo. Sin importar el delito, ni la posibilidad del encarcelamiento ni el tiempo de condena tienen un efecto disuasorio porque las personas no son actores racionales cuando deciden delinquir (si es que lo que hacen puede describirse como decidir). Además, dado que las personas no conocen la ley, y mucho menos las penas específicas de distintos tipos penales, ni siquiera tienen bases para evaluar el costo relativo de cometer un delito. Lo que sí tiene efecto disuasorio es si la gente cree que será detenida o descubierta, independientemente del castigo. Si este es el caso, y lo que nos interesa es prevenir el delito, entonces deberíamos invertir en la detección e intervención del crimen, no en su castigo.

Una última posible objeción es que, si bien la cárcel puede no prevenir delitos, por lo menos impide que la gente encarcelada los cometa. Esto es importante porque sabemos que unas pocas personas concentran la mayoría de los delitos, de modo que la medida puede tener un impacto importante. El argumento, sin embargo, solo es creíble si ignoramos la enorme cantidad de delitos que se cometen dentro y desde las cárceles.

Además de la violencia de las cárceles hacia las personas detenidas, sus familias y sus comunidades, y del hecho de que las cárceles no sirven para prevenir la violencia o el crimen, hay dos motivos más de fondo para dudar del encarcelamiento como método de castigo. El primero es que en todo el mundo la cárcel –amén de presentarse como el castigo igualitario por excelencia porque todos la sufren del mismo modo– es realmente una institución de y para los pobres. La mayoría de la gente que recibe una sentencia, especialmente las de larga duración, es de escasos recursos. Esto no tiene que ver con que la incidencia delictiva se concentre en esas comunidades, sino que la violencia del Estado que responde a esa incidencia se concentra en los pobres. Asimismo, tenemos que cuestionarnos si es moralmente aceptable que los humanos pasen años de sus vidas viviendo en jaulas. Quizás muchos no estén listos o dispuestos para humanizar al victimario, pero para reducir la huella del sistema penal es importante poner al centro del debate que las personas que cometen delitos y causan daño social y moral siguen siendo personas. Este ejercicio de “humanización radical”

{{Usando la frase del penalista Máximo Langer.}}

 es tan necesario como urgente.

Por otro lado, aquellos defensores de las víctimas deben también saber que no todas las personas afectadas por la violencia necesariamente apoyan las políticas más punitivistas. Si bien es cierto que tradicionalmente los movimientos províctimas se han construido como contrapeso a las protecciones del debido proceso, hoy en día hay colectivos de víctimas que se oponen al punitivismo.

{{Por ejemplo: Mariame Kaba, We do this ‘til we free us. Abolitionist organizing and transforming justice, editado por Tamara K. Nopper, Chicago, Haymarket Books, 2021; Rachel Herzing, “‘Tweaking Armageddon’: The potential and limits of conditions of confinement campaigns”, en Social Justice, vol. 41, núm. 3, 2014, pp. 190 y 193-94.}}

 Muchos de los colectivos abolicionistas, que precisamente buscan el fin de las cárceles, enfatizan cada vez más la importancia de las víctimas y enmarcan sus argumentos no solo en términos de la inhumanidad del castigo penal, sino en los de la incapacidad del sistema penal para hacer justicia a las víctimas porque no es un sistema que promueva la rendición de cuentas real. Al contrario: todos los incentivos del sistema promueven que la gente no reconozca el daño que causó y que en consecuencia no haga nada para remediarlo. Para muchas víctimas, que el Estado encierre a alguien por veinte años da menos paz que encarar a esa persona, oírla disculparse y verla hacer esfuerzos para restaurar lo que rompió.

Reconocer todo esto no implica, por fuerza, negar la utilidad o necesidad de tener cárceles o imponer penas de cárcel. Habrá muchas personas que siempre preferirán que alguien sufra la cárcel a que esta persona se disculpe, y muchos considerarán que lo justo es que el sufrimiento de uno se pague con el del otro. También habrá quienes, como yo, consideran que depende del caso. Sin embargo, entender la violencia del encarcelamiento, y considerar que esta no tiene beneficios en la incidencia delictiva, lleva a cuestionarnos la legitimidad de enjaular a cinco personas durante cincuenta años por haber cometido un secuestro exprés. Lo cual, a su vez, nos obliga a pensar en cómo debemos castigar en general a aquellos que lastiman y ejercen violencia sobre otros miembros de la comunidad.

¿Siempre la cárcel?

Hoy por hoy, las cárceles son instituciones tan arraigadas que nos parecen parte de la condición natural del Estado. Pero este no siempre ha sido el caso. Los griegos, por ejemplo, prácticamente solo usaban el encarcelamiento para castigar a los deudores y con el tiempo se establecieron tiempos de reclusión que correspondían al tamaño de las deudas.

A lo largo de la historia, la prisión no ha sido la pena básica porque antes existía un catálogo mucho más amplio de castigos impuestos por ley. El exilio, penas corporales como la mutilación o los latigazos, el marcaje y la pena de muerte –que a su vez era impuesta por diferentes métodos que correspondían a la gravedad del delito– son algunos ejemplos. Ante este abanico de castigos, la cárcel parece una alternativa humanista.

Por este motivo muchos asumen que la prisión moderna es producto de varios esfuerzos reformistas durante la Ilustración, una interpretación que no carece de fundamento. Pensadores de esa época, como Cesare Beccaria o François-Michel Vermeil, veían en la prisión una institución prometedora para terminar con la delincuencia. Sin embargo, estos pensadores imaginaban un sistema de castigo muy complejo donde la cárcel sería una de varias instituciones.

Vermeil, por ejemplo, creía que el encarcelamiento debía ser el castigo para ofensas que tienen que ver con la privación de libertad como el secuestro o las que demuestran un abuso de la libertad individual como el desorden público. Sin embargo, el encarcelamiento no era apropiado para la usura ni para el homicidio, que serían mejor castigados con multas o la pena de muerte. Aun dentro de los centros de reclusión tenía que haber diferencias. Debía ser distinta la detención de una persona sin sentencia, o de quien apenas cometió su primer delito, de la del delincuente veterano con sentencia. Este sistema, en teoría, reflejaría no solo la proporcionalidad entre pena y castigo sino que también sería calibrado para “robarle al crimen cualquier tipo de atractivo”.

((Michel Foucault, Discipline and punish, p. 104.))

Esta idea nunca se intentó. En poco tiempo, la cárcel se convirtió durante el siglo XIX en la pena básica y –para efectos prácticos– única de los sistemas penales alrededor del mundo. La “victoria” de la cárcel como castigo fue tan total y tan veloz que no extraña que al día de hoy nos parezca natural.

Menciono todo esto no porque pretenda que regresemos a las propuestas de Vermeil. Al contrario, espero que eso nunca suceda (aunque algunas de las fuerzas políticas más retrógradas de nuestro país le apuesten a ese retroceso). Tampoco insinúo que la cárcel es la institución más benévola que hemos creado y que por eso debe continuar como el más común de los castigos. Más bien recapitulo esta historia para recordarnos que no hay nada natural en la forma en que un Estado o grupo decide castigar a aquellos que lastiman a otros miembros de esa sociedad. Lo anterior nos lleva a cuestionarnos el uso y funcionamiento actual de las instituciones penitenciarias.

¿Por qué la cárcel?

El sistema penal es, y en particular los centros de reclusión son, un sistema retributivo. Está diseñado para infligir dolor y sufrimiento por haber ocasionado dolor y sufrimiento. La lógica retributiva es antigua. En Levítico dice: “El que mate a otra persona lo pagará con su vida. El que mate un animal lo pagará con otro animal […] ojo por ojo, diente por diente, fractura por fractura.” Hoy hemos abandonado esta lógica de represalia directa en favor de lo que se conoce como castigo proporcional. El objetivo es calibrar el castigo con el daño moral, que se mide tanto con el daño causado como con la culpabilidad del actor. Es decir, el daño moral no es solamente qué crimen se cometió sino si fue intencional o no. Es más grave golpear a alguien de manera deliberada que hacerlo por error, aun si ambos golpes resultasen en las mismas lesiones.

Sin duda, se trata de un ejercicio complicado. Si bien hay delitos claramente peores que otros, existen otros difíciles de equiparar. ¿Cómo comparar un crimen con violencia contra una persona como el robo a mano armada con uno sin violencia como el cohecho o el derrame ilegal de residuos tóxicos que causan daños a miles? ¿Y cómo debe la legislación reflejar diferencias de opinión que son en gran medida subjetivas y arbitrarias?

La respuesta a este problema ha sido permitir que los jueces impongan sentencias que tomen en cuenta todos los factores en juego en cada caso en específico. Si bien eso logra la individualización de la justicia, también imposibilita el castigo proporcional. Distintos jueces castigarán el mismo delito de forma muy diferente o equipararán castigos para diversos delitos. Esto puede funcionar tanto a favor como en contra del imputado, dependiendo del juez que le toque.

Estoy consciente de que no puede existir un tabulador exacto que tome en cuenta las distintas preferencias de todos en la sociedad. Sin embargo, es importante reconocer que el mismo acto de generar rangos de sentencias está minado por problemas conceptuales sin resolución. Lo grave de esto es que las sentencias anclan nuestras expectativas de lo que consideramos justo y severo. Dicho de otro modo: el sistema de crimen y castigo se refuerza a sí mismo.

En términos de los castigos, en Noruega, por ejemplo, la pena máxima por cualquier delito es de veintiún años de cárcel. Mientras tanto, en Portugal la pena máxima de cárcel es de veinticinco años. Por otro lado, la mayoría de los países permite cadenas perpetuas o el equivalente funcional (como en México, donde se admiten múltiples sentencias de decenas de años). Lo que cada individuo considere proporcional dependerá en gran medida de en dónde vive y qué ha visto.

La ley no solo condiciona el castigo en sí sino qué debe ser castigado. Durante el Mundial de Catar era frecuente oír críticas a ese país por mantener el consumo de alcohol en la ilegalidad. Sin embargo, es difícil decir en qué medida esa prohibición es absurda mientras que la de la mariguana o la cocaína no lo es. No solo porque estamos hablando de productos nocivos para la salud, sino porque la compra-venta de los mismos siempre es consensuada. Es probable que el lector esté objetando que la cocaína es mucho más peligrosa, o que no es comparable por algún motivo. Pero ese es justo mi punto, ese instinto viene de la criminalización en sí. No estoy diciendo que todos los narcóticos tengan que ser legales o ilegales, sino que nuestras intuiciones acerca de qué considerar ilegal y qué no están condicionadas por las leyes vigentes.

Hay otro problema más de fondo con la idea de justicia proporcional y es que los sistemas penales solo permiten medir la proporcionalidad a través de una dimensión: el tiempo. No es posible que las personas culpables de ciertos delitos tengan una experiencia de cárcel peor que los sentenciados por otros. Al contrario, la cárcel se inscribe bajo una lógica completamente igualitaria: una vez dentro de la cárcel es irrelevante la razón por la que alguien está ahí, tanto para las autoridades gubernamentales como para los otros reos.

Esto también resulta en una paradoja, las personas con las sentencias más largas son las que logran pasar mejor los días de su encarcelamiento. En su estudio clásico de la prisión de Lorton en Virginia, el académico Robert Blecker encontró que “los criminales más duros que cometieron los peores delitos lo tienen más fácil. Han ascendido a puestos de supervisión en la industria, ganando el mejor dinero por el menor trabajo; tienen los mejores chanchullos en marcha; tienen los contactos establecidos para drogas, armas y otros bienes y servicios. Y son los que ‘apuñalan’ más eficazmente, aterrorizando al tímido primer delincuente a corto plazo, que es el que menos merece y el que más sufre”.

((Robert Blecker, “Haven or hell? Inside Lorton Central Prison: Experiences of punishment justified”, en Stanford Law Review, vol. 42, núm. 5, p. 1173.))

Reconocer la complejidad (¿imposibilidad?) de crear un sistema de retribución proporcional parece ser un callejón sin salida. Pero, al contrario, nos libera de considerar a la cárcel como única forma de castigo. Si, resumiendo lo anterior, la cárcel causa más sufrimiento del que usualmente asumimos, no previene la delincuencia y no es capaz de repartir castigos de forma equitativa, continuar con ella como respuesta única al problema de la delincuencia es un sinsentido. ¿No sería mejor promover un sistema en donde el encarcelamiento sea una de múltiples respuestas al crimen?

El reto de construir sin horizonte

Desde los sesenta, pensadores penalistas –desde Luigi Ferrajoli hasta Angela Davis– han tratado de imaginar un mundo sin o con poco encarcelamiento, y en donde el derecho penal ocupe un lugar menor como mecanismo para resolver nuestros conflictos. Aquí no hay espacio para exponer todos sus argumentos, que a su vez son variados y complejos. Sin embargo, el común denominador entre todos estos pensadores es, al menos, construir un sistema en el que los castigos –incluyendo el confinamiento– se usen de forma justa y solo cuando no hay otra herramienta que pueda prevenir o reparar el daño. Hay que notar que esto no quiere decir que la cárcel o las penas largas dejen de utilizarse, sino que la imposición de este castigo tiene que ser justificada por la ausencia de otras opciones.

¿De qué estamos hablando en concreto? No tengo una respuesta, pero me interesa que dejemos de dar por hecho las instituciones y pensar en algunos parámetros que nos ayuden a construir otras opciones. Se pueden establecer, por ejemplo, mecanismos alternos para aquellas víctimas que no quieran un proceso adversarial y tengan una visión de rendición de cuentas distinta al confinamiento. En Estados Unidos se han documentado casos de víctimas de violencia sexual que han rechazado el proceso penal y, en su lugar, han participado en procesos enfocados a que sus agresores reconozcan y reparen el daño.

{{Sarah Daoud on behalf of Kyra, “Black Youth Project [byp 100] Community Accountability Process [Chicago, 2015-2016]”, en la web de The Transformative Justice Initiative.}}

 Centrar el proceso en la remediación del daño, más que en la culpabilidad, vuelve atractivos a estos sistemas y, aunque no todos los casos pueden solucionarse de ese modo, es necesario pensarlos como una alternativa.

Otro parámetro es considerar la cárcel y el derecho penal como el último recurso cuando no se ha encontrado una medida no punitiva para remediar el daño. Este principio ya ha sido adoptado por cortes de distintos países como Colombia y Finlandia. Aunque por ahora la idea ha guiado principalmente el trabajo legislativo, podría también orientar las medidas policiales o punitivas impuestas por los poderes ejecutivo y judicial. Este principio nos lleva, por un lado, a plantearnos si hay otros caminos que pueden remediar el daño –compensación económica, trabajo social, educación, etc.– y, por el otro, obliga a preguntarnos qué tanto se está remediando y previniendo el daño con una sentencia de cárcel.

Regresando a la sentencia con la que empezó este artículo, consideremos qué se está remediando y previniendo con cincuenta años de cárcel por un secuestro exprés. Del lado de la prevención, hemos visto que una sentencia de esta duración contribuye poco o nada. Del lado de la remediación, ¿cómo es que la víctima está más tranquila o cómoda con cincuenta que con veinte o con diez o con cinco años de cárcel? Habrá quien lo esté, pero el sistema hoy por hoy ignora esta pregunta.

Pienso que podemos afrontar en serio la cuestión considerando tanto el dolor y el sufrimiento que produce el confinamiento como el dolor y el trauma que ocasiona un delito. Nos creo capaces, además, de sostener al mismo tiempo dos ideas que parecen irreconciliables. El horizonte es un mundo con menos violencia de todo tipo, desde la ocasionada por individuos como la infligida por el Estado. Nuestro reto es creer que este mundo es posible y llegar a construirlo. ~

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es profesor asociado del Chicago-Kent College of Law.


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