En abril de 1976, cuando estaba filmando La guerra de las galaxias (Lucas, 1977), Sir Alec Guinness le escribió una carta a su amiga Anne Kauffman, en la que se quejaba amargamente de lo que estaba haciendo. La película era una tontería, los diálogos eran una basura, no entendía a su personaje Obi Wan Kenobi y, además, todo mundo lo trataba con tanto respeto y comedimiento que lo hacían sentir que tenía “106 años”. “No puedo decir que estoy disfrutando esta película”, terminaba quejándose Guinness. En otra parte de la carta, el actor inglés cuenta que uno de los jóvenes actores es alguien llamado Tennyson Ford –“¿o es Ellison?”–, al que califica como “un hombre lánguido y larguirucho que probablemente sea inteligente y divertido”. Es curioso que en esa famosa carta –que alguna vez fue leída en público por Oscar Isaac en un espectáculo teatral/epistolar– lo único parecido a un elogio escrito por Sir Alec Guinness fue dedicado a ese actor desconocido del que nunca pudo recordar su nombre de pila –no era Tennyson ni Ellison, sino Harrison–, aunque intuía que inteligente y divertido.
Guinness tenía buen ojo. Entre todo el extendido reparto de La guerra de las galaxias, el único que surgiría, a final de cuentas, como auténtica estrella cinematográfica fue, precisamente, el “lánguido y larguirucho” Harrison Ford, quien consolidó su naciente estrellato fílmico cuando George Lucas le ofreció el papel del audaz arqueólogo Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida (1981), una nostálgica apropiación casi autoparódica de los seriales infantiles hollywoodenses de serie B de los años 30 y 40, creada a la par con su coguionista Philip Kauffman. En todo caso, el arma (no tan) secreta de esa desaforada cinta de aventuras exóticas no fueron ese personaje ni las inverosímiles aventuras escritas por Lucas y Kauffman, sino que Steven Spielberg accedió a dirigir la película y, luego, otras tres más: Indiana Jones en el templo de la perdición (1984), Indiana Jones y la última cruzada (1989) y, tardíamente, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008).
Si la serie se alargó y sobrevivió durante más de cuatro décadas, hasta la quinta entrega, Indiana Jones y el dial del destino, que acaba de estrenarse, se debe, en parte, a la fuerza del estrellato de Harrison Ford, pero también, acaso en mayor medida, a Steven Spielberg. En manos del director de Tiburón (1975), cada escena de acción, cada pelea, cada persecución, cada peligro inminente, cada salvación de último segundo resultó siempre un espectáculo tan emocionante como divertido. El genio auténtico de Spielberg, formalmente hablando, se puede resumir en dos virtudes cardinales: su maestría en el manejo invisible del espacio fílmico –no se nota la posición ni el movimiento de la cámara porque uno está absorto en la acción– y su instinto infalible para saber dónde cortar y de qué manera.
Los mejores momentos de la tetralogía spielbergiana descansan en el montaje de las secuencias de acción –por ejemplo, la tarzanesca de La calavera de cristal, la más floja de todas las cintas–, en la sencillísima forma en la que resuelve los enfrentamientos de Indiana con sus enemigos usando la cámara fija –el célebre gag de la cimitarra contra la pistola de Los cazadores del arca perdida–, en el perfecto dinamismo de todas las persecuciones –la de automóviles en Los cazadores del arca perdida, la de los carros mineros en El templo de la perdición– o en la forma tan elemental en la que crea el gag más hilarante de toda la serie a través de un corte directo –la escena con Denholm Elliot perdido en medio de un mercado, cual vil turista inglés, en La última cruzada.
Para decirlo en pocas palabras: Indiana Jones no solo fue creado por Harrison Ford sino también por Steven Spielberg. Y la mala noticia es que esta quinta entrega no es dirigida por él, sino por James Mangold, que no es un mal director –tiene en su haber por lo menos dos muy apreciables cintas: Tierra de policías (1997) y 3:10 Misión peligrosa (2007)– pero que, en definitiva, no está en la misma liga que Spielberg. El resultado es una película profesional, entretenida pero inocuamente palomera, que funciona como una recopilación de grandes éxitos de nuestro personaje, y muy poco más. Vaya, es como un buen cover, decentemente ejecutado, pero que nos hace recordar que esa misma canción se escuchaba mucho mejor cuando la interpretaba el autor original.
En sentido estricto, El dial del destino nunca decepciona en el entramado de la historia escrita por el propio cineasta y otros tres guionistas, entre ellos el veterano David Koepp. Otra vez el McGuffin es un cachivache mágico –el Anticitera creado por Arquímedes, que sirve para detectar fisuras en el tiempo y así poder así viajar a otras épocas–; el doctor Jones se enfrenta de nuevo a los nazis –en el prólogo situado en 1945 y luego en 1969, aunque pudiera haber sido 2023, porque en estos tiempos tenemos de sobra–; hay otra mujer como acompañante de sus aventuras –aunque ya no como interés amoroso, sino como su ahijada, la también arqueóloga y aventurera, pero materialista y aspiracionista Helen (Phoebe Waller-Bridge)–; hay otro chamaco al que Indy termina casi adoptando como el Rapaz de Ke Huy Quan de El templo de la perdición –el huérfano adolescente magrebí interpretado por Ethann Isidore– y, por supuesto, hay persecuciones, peleas, choques, avionazos y hasta serpientes al pasto –o más bien, anguilas.
Lo que no hay, por desgracia, es el manejo del espacio ni el ritmo spielbergianos. Lo que no hay es la contundencia del simple corte directo –antiquísima forma fílmica, la más antigua de todas– para crear algún gag que funcione. Lo que no hay es una sola secuencia slapstick que se parezca, aunque sea de lejecitos, al encantador inicio musical de El templo de la perdición. Lo que no hay, acabemos, es el talento suficiente ya no digo para superar a Spielberg –¿quién lo tiene?– sino, por lo menos, para acercársele. Sí hay alguna one-liner ingeniosa (“No intente ser gracioso: usted es alemán”), una que otra escena de acción bien montada –la de los miniautos en Tánger, la cabalgata de Indy en el interior del metro neoyorkino– y, sobre todo, ahí está, en todo el filme y con sus 80 años a cuestas, Harrison Ford.
Desde el largo prólogo, cuando aparece a cuadro un Indiana Jones digitalmente rejuvenecido, hasta el tranquilo desenlace anticlimático en el que Indy se reúne con otro personaje central de la saga, Ford y su carisma son el pegamento que sostiene el interés del espectador –de este espectador, en todo caso. Aunque sabemos que esa pelea arriba de los vagones del tren es puro CGI y aunque entendemos que esas caídas y esos saltos ya no pudo haberlos hecho él, queda de todas maneras esa sonrisa cínica, esa voz levemente rasposa, ese inconfundible e inseparable fedora y esos imborrables recuerdos de cuando vimos, embobados, siendo en mi caso un adolescente, a un aventurero tratando de robarse un ídolo prehispánico para luego ser perseguido por una enorme roca que, ridículamente, nunca llega a alcanzarlo.
Lo que queda, pues, es admirar a Indiana, admirar a Ford, como otra expresión más de esta íntima tristeza reaccionaria por un tipo de cine que se desvanece, por un concepto de estrella de cine que ya fue. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.