La genialidad tóxica de Bob Fosse y Gwen Verdon

A contracorriente de las tendencias moralizantes que empiezan a cundir en el escenario fílmico y televisivo estadounidense, "Fosse/Verdon" presenta la fascinante dinámica de una pareja creativa que colocaba su trabajo antes que nada y después de todo.
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Hay una escena clave en “Where Am I Going”, quinto episodio de Fosse/Verdon (EU, 2019), teleserie de ocho capítulos que se está transmitiendo todos los martes en F/X, en la que Gwen Verdon (Michelle Williams), separada desde hace tiempo de su marido, director y coreógrafo de cabecera Bob Fosse (Sam Rockwell), tiene una abierta y franca conversación con Ann Reinking (Margaret Qualley), una joven y ascendente bailarina de Broadway, además de flamante novia de su todavía marido.

El tema es, por supuesto, el hombre que las dos mujeres aman. Annie, como la llaman todos, está preocupada porque Fosse no para de trabajar, a pesar de que hace unos meses tuvo un colapso nervioso que lo hizo terminar en un psiquiátrico del cual salió en apenas una semana, contra la opinión de los médicos que lo atendían. Estamos en 1973, el año de mayor triunfo profesional en la carrera de Bob Fosse: en ese annus mirabilis, ganó el Oscar a mejor director por Cabaret (1972), dos Tonys por mejor director de una obra musical y mejor coreografía por Pippin (1973) y tres Emmys (mejor programa musical, mejor director de programa musical y mejor coreografía) por Liza with a Z (1972), un concierto para televisión producido por Showtime y transmitido en 1972, meses antes de que Cabaret ganara ocho premios de la academia de cine estadounidense.

Pero todos estos triunfos no son suficientes para Fosse. Sí, Cabaret ganó la mayor cantidad de Oscares en la ceremonia de 1973, fue aplaudida unánimemente por la crítica y tuvo una magnífica taquilla; es cierto que, además, derrotó al Francis Ford Coppola de El padrino (1972) en la categoría de mejor director entre los votantes de la academia. Y ni se diga de la consagración en los Emmys y su enésimo triunfo (sexta y séptima estatuillas de su carrera) en los Tonys. Pero Fosse no está satisfecho: quiere hacer algo distinto, dejar de lado el razzle-dazzle de Broadway, demostrarles a todos que puede dirigir algo sin música, sin bailes, sin coreografías. No es que alguien se lo pida: él se lo pide a sí mismo.

Pero Annie está preocupada. Su siguiente cinta, ya asegurada la estrella –Dustin Hoffman, “el próximo Marlon Brando”– será una atípica biopic sobre el provocador comediante judío Lenny Bruce. Se supone que, siguiendo el consejo de los médicos, la cinta iba a ser un proyecto pequeño, filmado en estudio, en Nueva York, en pocas semanas. Nada de eso: Fosse ha planeado rodar en los bares y cabarets donde trabajó Bruce, tanto en locaciones neoyorkinas como en Florida. Su entusiasmo y ansiedad son notorios y notables: Lenny (1974) será la película en la que, finalmente, demostrará que es algo más que un mero director de musicales.

Annie busca primero el apoyo del más entrañable amigo de Fosse, el escritor, dramaturgo y guionista Paddy Chayefsky (Norbert Leo Butz). ¿No podría él convencerlo de que baje el ritmo de trabajo, que se preocupe por su salud? Chayefsky no está convencido de que dirigir Lenny sea una buena idea (“¿Quién va a querer ver eso?”), pero le confiesa a Annie que Fosse hará lo que quiera hacer, como lo ha hecho siempre. Si acaso, le dice Chayefsky, podría escuchar a Gwen, su todavía esposa, la madre de su única hija Nicole, acaso la mejor bailarina de Broadway con la que Fosse ha trabajado, no una musa sino una auténtica compañera dentro y fuera de los escenarios.

Por eso la reunión entre las dos mujeres. Pero Annie topa con pared. Fosse no dejará de trabajar nunca, le dice Verdon. Y más vale que te vayas acostumbrando, le advierte. Y también a sus humores. A sus inevitables altibajos. Ah, y a sus infidelidades. Eso no cambiará. Reinking parpadea, mueve la cabeza, incrédula: ¿por qué Gwen aguantó tanto tiempo? Verdon, que está pasada de copas, se encoge de hombros y sonríe: “Terminas acostumbrándote. Además, me ha dado muchas cosas”. ¿Nicole, insiste Annie, la hija de ambos? Gwen lo piensa unos segundos: “Sí, pero no solo me ha dado a Nicole: me dio a Lola, me dio a Charity”. Es decir, Fosse le diseñó a Verdon la legendaria coreografía “Whatever Lola Wants” de la obra musical Damn Yankees (1955), con la que ella ganó un Tony; le montó el encantador número musical “If They Could See Me Now” en la adaptación de Las noches de Cabiria (Fellini, 1957) en Broadway, Sweet Charity (1966), que le valió otra nominación al Tony. Y, por supuesto, en unos años más, Verdon podría haber agregado a otro personaje clásico, su Roxie Hart de Chicago (1975) que, para variar, le hizo obtener otra nominación al Tony de la mano de Fosse, además de otros premios más.

Esta breve escena, dejada caer como si nada en medio del episodio, resume a la perfección la compleja relación amorosa/existencial/profesional de Bob Fosse (1927-1987) y Gwen Verdon (1925-2000), el tema central de la teleserie creada por Thomas Kail y Steven Levenson, basada en la enciclopédica biografía Fosse (2013) escrita por Sam Wasson y coproducida por The VerdonFosse Legacy –o sea, los herederos de ambos protagonistas–, con todo y la bendición –vía el crédito de producción ejecutiva– de Nicole Fosse, la única hija de la pareja. Lo que queda claro en la escena ya descrita es que, en efecto, no hay nada más importante para Fosse que su trabajo. Al igual que para Gwen Verdon. ¿Lo demás? Es lo de menos.

A contracorriente de las tendencias moralizantes que empiezan a cundir en el escenario fílmico y televisivo estadounidense, Fosse/Verdon nos presenta la fascinante dinámica de una pareja creativa que colocaba, antes que nada y después de todo, la película que se está haciendo, la obra de teatro que se está montando, la coreografía que no funciona, la edición de cierta escena a la que sobran unos segundos… ¿o será que le faltan?

No es que no quieran a su hija, lo que sucede es que ella no forma parte del trabajo. Por eso mismo, en otro momento clave, en el cuarto episodio, vemos a Fosse ganar el Oscar, agradecer a su “amiga” Gwen y olvidarse de mencionar a Nicole (“Es que no lo ayudaste a hacer Cabaret, hija”, le dice Gwen a la niña). Por eso mismo, después de la plática con Annie, Gwen presionará hasta llegar al chantaje a Fosse para que dirija Chicago, sin importarle la opinión de los médicos, la salud del marido, ni lo que piense la jovencísima nueva novia. Chicago se tiene que hacer: Gwen ya tiene los derechos, ya tiene el teatro. Y si en ese momento Fosse está entusiasmado con Lenny, pues que siga entusiasmado. Pero que también dirija Chicago. Total, ¿qué puede salir mal? No pasa de que le dé un ataque cardiaco.

Fosse/Verdon no solo explora con toda transparencia esta tóxica relación personal que, al mismo tiempo, produjo algunos de los más memorables musicales de Broadway, sino que restaura el papel de ella en la carrera de él. Verdon no fue nunca la musa pasiva que lo inspiró: es la mujer que le resuelve no solo problemas concretos –conseguir un traje de orangután para uno de los mejores números musicales de Cabaret, por ejemplo (“If You Could See Her”)–, sino que, además, aparece como su auténtica coautora creativa –la edición de “Mein Herr”, el número de presentación de Liza Minelli en Cabaret, se debe en gran medida a ella.

En los tiempos del MeToo, Fosse aparece aquí, sin filtro alguno, como un auténtico monstruo: egoísta, abusivo y explotador. Y al mismo tiempo, dotado de un carisma y una creatividad extraordinarios. Verdon nunca es presentada como una víctima: compartir la vida y el trabajo con Fosse tiene sus costos y ella lo sabe desde mucho antes de conocerlo, cuando renunció a criar a su primer hijo para dedicarse a bailar. Estar con Fosse es “acostumbrarse” a él. Pero, también, aprovecharse de él, como queda claro en este quinto episodio ya mencionado. Fosse y Verdon son, pues, auténticos monstruos y en más de un sentido: vampiros que se chupan la sangre mutuamente y sin descanso. Porque para ellos El show debe seguir (1979). Hasta que el corazón se detenga.

 

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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