Los clásicos. Releer el Quijote todos los veranos. La preparación de las maletas incluye los libros que se van a llevar. Sacar parte de la ropa para que quepan los libros. Ir a comprar crema protectora y parar en una librería. Leí Los cantos de Maldoror un mes de agosto, en Menorca: cuando levantaba la vista de, por ejemplo, “Tú, joven, no desesperes; pues, pese a tu opinión contraria, tienes en el vampiro un amigo. Contando el ácaro sarcopte, que produce la sarna, tendrás ya dos amigos”, veía a un grupo de italianos atléticos que jugaban a las palas cerca de la orilla, reían a carcajadas y daban saltos de pura exultación vital, y el contraste generaba un sentido nuevo y todos nos reíamos en aquella playa. Arena que se encuentra al cabo del tiempo, varios inviernos más tarde, entre las páginas, como una flor seca pulverizada. La colección incompleta de Agatha Christie, en ejemplares que se te desencuadernaban entre las manos, leídos por generaciones sucesivas. La promesa de las imágenes de las portadas: la figurilla de porcelana blanca de una mujer, cubierta de sangre (¿Misterio en Pollensa? Pollensa para siempre asociada a un misterio).
Vuelvo a ver la disposición de los personajes en la página dedicada a los dramatis personae y la imagen arrastra consigo otras, ya no de libros, por ejemplo la del frutero con las frutas que tomaríamos de postre −expuestas como los personajes, un plátano Hércules Poirot−. La colección Reno en una pequeña estantería: los autores pasados de moda, el diseño que sugería que todos los escritores habían escrito pulp, el pequeño animal negro del logo, los volúmenes demasiado estrechos, las páginas amarillentas que se desencolaban al hojearlos. De entre aquellos libros maltratados por la humedad de la casa, cerrada todo el invierno, me llegan ahora algunos títulos: Mi planta de naranja-lima, un título con aire de canción venida de lugares muy lejanos, eso quería decir lo exótico, de un sol cítrico. También tú lo sacabas al sol de tu jardín. Ahí leí los Poemas y canciones de Brecht: “En Polonia, en el año treinta y nueve, / se libró una batalla muy sangrienta / que convirtió en ruinas y desiertos / las ciudades y aldeas…”.
De la lectura de Vida y vicisitudes de los españoles, entre los horrores de otro julio, el del 36, se me quedó la imagen de difícil justificación de un coche saliendo de Madrid por la carretera de La Coruña −días antes del 18 del mes− cargando un piano atado con cuerdas a la baca. Como conservo el libro aún, porque me lo llevé como hacía de vez en cuando, me levanto a comprobar qué contaba exactamente el pobre Julián Zugazagoitia. Lo encuentro muy rápido, porque está al principio y porque la fuerza de la evocación me dirige: “La carretera de La Coruña tenía un tráfico más abundante que el normal en ese mismo período del año y los vehículos iban excesivamente lastrados, sin una plaza libre y sin lugar en sus portamaletas ni en sus estribos para recibir un kilo de peso más”. No menciona ningún piano pero para mí ese coche imaginado representa el sentimiento de alarma y de sálvese quien pueda.
Había un libro Guinness de los récords de 1979 que nos hacía reír mucho a los niños porque en la portada salía un tío con la boca llena de pitillos, el que más pitillos se había podido meter en la boca. Pero lo verdaderamente tronchante estaba en las páginas del libro, en las que salía el hombre más flaco de la historia, conocido por el apodo de “Esqueleto Petimetre”, y ese apodo era lo que nos hacía reír a carcajadas, como los italianos de Menorca, todas y cada una de las veces que corríamos a la estantería a buscarlo. Lo cierto es que yo entendía “petrimetre”, y tardé tiempo en enterarme de que no se decía así. Si oigo ahora, por ejemplo, las palabras “petimetre”, “Richmal Crompton”, o “lepisma”, que para mí van juntas en un mismo campo semántico, veo la distribución de las estanterías por las habitaciones de la casa, y en cuál tenías que buscar ese verano, que ya eras mayor que el anterior, los libros que te podrían interesar. Todos esos libros uno junto al otro son el verdadero pasillo y la verdadera distribución de la casa.
Ahí leí también Orlando, en un volumen verde pálido que contagió su tono etéreo a lo que contaba, que recuerdo como atravesar volando las gasas de las eras. Otro libro de transformaciones que también empecé un verano fue La metamorfosis, con la cubierta de Daniel Gil con el escarabajo negro sobre fondo rojo, pero lo dejé porque tuve un despiste en el momento determinante, y cuando Gregor Samsa sufría la transformación yo entendí que era la cama la que se convertía en un insecto, y empecé a no entender nada. Al principio de mi adolescencia, al día siguiente de una conversación que tuvimos sobre libros, mi tío G apareció con varios de regalo, un buen canon: El extranjero, Hojas de yerba, El honor perdido de Katharina Blum y un cuarto que se me ha olvidado. Deslumbramiento y emoción al leer La espuma de los días, de luz acuática, como entrar, otra vez, en una habitación interior nuestra que no conocíamos, de la mano de un desconocido. Circo matemático de Martin Gaardner lo leí achicharrada debajo del magnolio un día que no me dio la gana de ir a la playa. Más a menudo en la playa, pero también en el jardín, al levantar la vista de las páginas y mirar el cielo resplandeciente se veían a veces unos gusanillos transparentes, como lepismas, pienso ahora, de la córnea, y te preguntabas si estaban en tu ojo o en el aire. Así pasaban los veranos entonces, cuando leíamos lo que nos íbamos encontrando.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).