Isabel cumple 93 años

Discreta, sensible, inteligente, ordenada, paciente y firme a la vez, cariñosa sin cursilería, siempre tiene un detalle distinto para cada uno, pero lo que más llama la atención es su habilidad para crear un clima de naturalidad y afecto.
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Isabel Brumós, mi abuela, nació el 8 de julio de 1930 en Ejulve, Teruel. Algunos de sus primeros recuerdos son de la guerra civil. Su padre, agricultor conservador, se salvó un par de veces de que lo fusilaran los anarquistas. Una amiga murió en un bombardeo franquista. A ella la llamaban Isabel la churra: tenía el pelo rizado. Empezó a festejar con Leoncio, que le llevaba dos años. Había tenido la polio de pequeño y era cojo. Los padres de Leoncio tenían deudas; como hijo mayor él asumió la tarea de saldarlas. Lo logró, alguien le dejó algo a deber y le dieron la concesión de una carbonería en Zaragoza. Vendiendo chatarra de la construcción de la base americana reunió la mitad del dinero para la entrada de un piso; la otra mitad la puso el padre de Isabel. Se casaron en 1957 y se fueron ese día a Zaragoza: mi abuela no había estado nunca allí. Tuvieron cuatro hijos; en cada parto le salió una muela del juicio; los cuatro estudiaron. Leoncio desempeñó varios oficios hasta llegar a Spar, donde fue cajero jefe; Isabel trabajó por temporadas en un estanco. En el piso, un entresuelo en la avenida Goya, siempre había gente: en una época una familia por habitación, luego primos, su hermana y su cuñado, estudiantes, su padre o su suegro, algún familiar del pueblo que iba al médico, amigos de sus hijos. Alguien pasaba, llamaba a la ventana con los nudillos, era bienvenido: era una casa abierta. Yo jugaba con plastilina en la despensa, el suelo temblaba cuando pasaban los trenes por debajo. Cuando empecé el instituto, fui a vivir a casa de mis abuelos. Mi abuela cambió la misa de 8 por la de 7, iba después a la panadería y yo era el único del instituto que tenía un bocadillo de pan del día. Les hacía ver películas de Buñuel y Peckinpah. Mi abuela llamaba cada noche a sus hijos; se entendía con sus consuegras, que hablaban francés y gallego. Para entonces mi abuelo apenas podía moverse. Murió en 2006: mi abuela lo cuidó como una mujer enamorada. Discreta, sensible, inteligente, ordenada, paciente y firme a la vez, cariñosa sin cursilería, siempre tiene un detalle distinto para cada uno, pero lo que más llama la atención es su habilidad para crear un clima de naturalidad y afecto, su capacidad de adaptación y el don de la tolerancia, que en su caso tiene que ver con la generosidad y la conciencia de lo que de verdad importa. A veces no sabe en qué día de la semana está, pero recuerda el nombre de todos sus bisnietos. Si la tertulia se prolonga por la noche ella no se va a la cama: se queda escuchando y contando chistes. Está frágil, pero siempre quiere salir a despedir al hijo o nieto que emprende su viaje impresionado por el privilegio que supone haber disfrutado del amor de esa mujer extraordinaria que no se quedará tranquila hasta saber que ha llegado bien.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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