Quemar un libro, matar a un hombre

La tradición de suprimir libros es tan vieja y persistente como los libros mismos, y tiende a resurgir con la aparición de líderes iluminados.
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Savonarola programaba sus hogueras para los martes de carnaval, día en el que la iglesia toleraba cierto desenfreno antes de entrar en la cuaresma. Los niños recorrían Florencia recolectando objetos inmorales: arte, joyas, vestidos, espejos, manuscritos y por supuesto, libros, que amontonaban en piras gigantescas. Las masas, ebrias y saciadas de los banquetes, se congregaban en la plaza mayor donde el ritual purificador, amenizado con trompetas y tambores, se sellaba con fuego. Quemar libros era una ocasión festiva.

Acabo de ver en YouTube la quema de libros más reciente de occidente. La organizó el año pasado Gregory Duane Locke, un pastor cristiano de Tennessee. Allí suenan las mismas trompetas y gritan las mismas masas enardecidas de la Florencia del siglo XV, solo que esta vez el fuego consume al bueno de Harry Potter.

Que se quemen libros en el siglo XXI no debería sorprendernos. La tradición es tan vieja y persistente como los libros mismos y tiende a resurgir con la aparición de líderes iluminados. Savonarola, Mao y el pastor Locke de Tennessee siempre han estado entre nosotros.

Tengo la fortuna de vivir en Florida, el epicentro de una nueva cruzada moral liderada por el gobernador y candidato a las primarias republicanas, Ron DeSantis, un político que se presenta a sí mismo como un guerrero creado por dios para proteger su reino. Su retórica raya en el delirio: “Si vistes la armadura de dios y resistes las trampas de la izquierda, entonces te atacarán con flechas encendidas, pero si cuentas con el escudo de la fe, podrás evitarlas”, le dijo en una ocasión, parafraseando a la Biblia, a una audiencia de niños.

El año pasado, DeSantis impulsó y promulgó una ley que permite a cualquier ciudadano proponer el retiro de libros de las escuelas públicas por su contenido “inadecuado”. La iniciativa ha sido replicada en cuatro estados conservadores y ha impulsado un movimiento que, según un informe del PEN Club, logró suprimir 874 libros el pasado año escolar.

Vale la pena revisar la lista de libros suprimidos del informe del Pen Club. Dice mucho sobre la mente de los censores. Uno de sus objetivos predilectos es Margaret Atwood, la autora de El cuento de la criada, una distopía sobre un mundo en el que no dejan leer a las mujeres. Otro es Toni Morrison, autora de novelas magistrales sobre la experiencia negra en los Estados Unidos. La espiral destructiva del movimiento llega al dislate de suprimir ediciones de La Odisea, Los Cuentos de Canterbury, Macbeth y el Diario de Ana Frank por su contenido explícito o violento.

En un giro predecible, un activista logró prohibir temporalmente La Biblia de una escuela de Utah. Como dice el poema de Nicanor Parra: “Todo puede probarse con la Biblia / por ejemplo que dios no existe / por ejemplo que el diablo manda más.”

La práctica de suprimir libros no es una exclusividad conservadora. También hay progresistas empeñados en censurar, pero en lugar de manipular leyes practican esa nueva forma de linchamiento moral conocida como la cancelación. La idea es castigar a los autores que transgredan reglas morales con el saboteo de sus obras, a veces impidiendo que se publiquen. Los casos de la autobiografía de Woody Allen o la biografía de Philip Roth de W. W. Norton son los ejemplos más visibles de esta higiénica práctica.

Sean de derecha o de izquierda, los grandes impulsores de las prohibiciones tienden a ser los políticos. La popularidad de sus guerras culturales es lucrativa, paga en votos y doctrina. O por lo menos eso creen. Lo cierto es que las prohibiciones tienen un costo enorme para la sociedad. Y sus mayores víctimas somos los ciudadanos, comenzando con los estudiantes. La supresión de la libertad de expresión en las aulas escolares limita la enseñanza del pensamiento crítico y ayuda a perpetuar prejuicios y medias verdades.

El 12 de agosto de 2022, un joven de 24 años vestido de negro se subió a una tarima en Chautauqua, un pueblo en el estado de Nueva York, donde Salman Rushdie presentaba su última novela. Allí le asestó nueve puñaladas al autor: cuatro en el abdomen, tres en el cuello, una en un muslo derecho y otra en el ojo derecho. El homicida actuó convencido de cumplir una fatwa decretada por el Ayatollah Komeini tras la publicación de Los versos satánicos en 1989.

Rushdie sobrevivió milagrosamente, aunque no sin secuelas mayores, entre ellas, la pérdida de la vista de un ojo. En su primera entrevista después del ataque, se lamentaba, no del ataque en sí, sino de lo mucho que le estaba costando escribir: “Me siento y no pasa nada. Escribo, pero es una combinación de vacío y basura, cosas que borro al día siguiente”.

La valentía y la mística de Rushdie deberían ser suficientes para despertarnos. En estos tiempos en los que es tan fácil aislarse en madrigueras ideológicas y la verdad que nos conviene está a un clic de distancia, hay que hacer un esfuerzo constante por tratar de entender, y sobre todo tolerar, la mirada del otro. ~

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escritor venezolano radicado en Estados Unidos. Su última novela se titula Crema Paraíso (Alianza Editorial, 2020).


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