La intempestiva salida de Carmen Aristegui de su programa de radio en MVS ha generado un enorme revuelo. Polémica y divisiva como pocas, la figura de Aristegui no admite medias tintas. Para sus seguidores, Carmen es como la hija de Lois Lane y Superman: reportera valiente y objetiva, idealista e incorruptible; una auténtica heroína de la libertad de expresión. Para sus detractores, Aristegui es una activista con micrófono, una especie de Jaime Maussan de la política, capaz de presentar como verdades las teorías de la conspiración más disparatadas. Cómo olvidar las horas que dedicaba a elucubrar sobre un malévolo programa de cómputo que alteró el resultado de las elecciones de 2006. O el vuelo que le daba a rumores como la existencia, el sexenio pasado, de un bar en el sótano de Los Pinos en el que la hora feliz empezaba diario a las 4 de la tarde para el presidente y su staff.
Pero más allá de la opinión que uno tenga de Aristegui, toda la reacción al asunto de su salida de MVS revela algunos datos que reflejan el estado de cosas en la política y los medios en México.
Uno de ellos es la rapidez y la fuerza con la que se dio como cierto en la opinión pública nacional e internacional que el despido de Aristegui obedeció a presiones del Presidente Peña Nieto. Este incidente ocurre justo cuando el gobierno estaba tratando de darle la vuelta a la página de los escándalos. Apenas la semana pasada se veía al Ejecutivo haciendo un esfuerzo para retomar el control de su propia agenda de comunicación, con la salida de los secretarios a los medios para difundir los beneficios de las reformas. Aunque todo es posible en nuestro país, en ese contexto resulta difícil imaginar qué ventaja tendría para el presidente volver a poner el tema de la “casa blanca” en la prensa nacional y extranjera. Pero Aristegui sabe que se fortalece al generar la percepción de que su salida es producto de un “vendaval autoritario”, por lo que coincido con quienes señalan que el gobierno es el que sale perdiendo más con todo este embrollo.
Otro dato preocupante es lo rápido que se ha dado por cierta, dentro y fuera del país, la idea de que Aristegui es la única periodista en México realmente capaz de cuestionar al poder. Ciertamente lo ha hecho, sobre todo gracias al trabajo de la dupla Lizárraga-Huerta, que trajo un nuevo nivel de rigor y seriedad a su programa. Pero la idea de que su salida de una estación de radio deje al periodismo mexicano en la orfandad es un serio llamado de atención para los medios que, hay que decirlo, en estos últimos dos años parecen haberse sumado al “Pacto por México” sin que los invitaran. La prudencia y la complacencia excesivas no están resultando buena estrategia a largo plazo. Al igual que ha ocurrido con la oposición, la gente se está dando cuenta de que hacen falta más voces que hagan un contrapeso efectivo a las versiones oficiales de la realidad. Es hora de que nuestros comunicadores despierten del letargo.
Un tercer dato preocupante es la consolidación de una narrativa nacional del descontento, que lleva ya un rato en la queja y la denuncia, pero que todavía no alcanza a articularse en acciones organizadas para transformar la realidad. Como se lo preguntó el escritor Fernando Del Paso en su discurso al recibir el Premio José Emilio Pacheco: “Hoy que el país sufre de tanta corrupción y crimen, ¿basta con la denuncia pasiva? ¿basta con contar y cantar los hechos para hacer triunfar la justicia?” La respuesta claramente es no. La narrativa del descontento sirve para sacudir la conciencia colectiva, sirve para que abramos los ojos, pero el país necesita dar un paso más al frente.
¿Qué hace falta? Un discurso que construya un futuro deseable, una tierra prometida. Un liderazgo que canalice el enojo y lo convierta en acción transformadora. Pero por primera vez en varios años, no hay un personaje o partido político que lo esté haciendo. No hay un Vicente Fox a la derecha, o un López Obrador a la izquierda, que enarbole esa bandera de cambio. Para muchos, esta es una muy mala noticia, porque significa que la sociedad carece de liderazgos políticos. Para mi, esto tiene un lado muy bueno, porque significa que tenemos la oportunidad de construir ese discurso y esa acción desde otras arenas: la sociedad civil, el sector empresarial, la academia y la libre opinión hablada y escrita. Nuestra orfandad política es una oportunidad para crecer y madurar. Nadie va a venir a salvarnos. La narrativa del cambio social tendrá que venir de la sociedad misma. Y cuánto antes empecemos, mucho mejor.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.