Hay maestros dentro del aula y fuera del aula. En este último sentido fui discípulo de Luis Villoro. Su nombre se escuchaba con admiración en casa de mi tía Rosa Krauze de Kolteniuk, coetánea y amiga de Villoro, colega suya en la UNAM y presencia tangencial en el famoso grupo Hiperión, cuyos notables exponentes (Jorge Portilla, Emilio Uranga, el propio Villoro, entre otros) buscaron desentrañar, guiados por José Gaos, “la esencia del mexicano”.
La primera reseña que escribí fue sobre un libro de Villoro: El proceso ideológico de la Revolución de Independencia. (Historia Mexicana, Julio-septiembre 1970). Lo leí con una devoción tal, que dejé menos renglones sin subrayar que subrayados. Años después estudié Los grandes momentos del Indigenismo en México. Lo que me impresionó de ambas obras fue su modo de ejercer la “Tarea del historiador”, que él mismo explicó -con su habitual claridad- en otro ensayo:
Por nuestra parte, hemos ensayado en un par de obras la aplicación de un nuevo criterio y método historiográfico. De acuerdo con él, el objeto de la historiografía no es propiamente la serie de acontecimientos “objetivos”, sino las actitudes humanas colectivas que, en cada momento, les otorgan un sentido. Mientras la tarea del científico natural empieza al despojar el objeto de todas las notas “humanas” que lo encubren, la del historiador comienza justamente al poner de manifiesto los significados humanos que animan a los hechos; su labor consiste en recuperar la dimensión humana, “interior”, de su objeto.
Esta búsqueda de la “actitud histórica” me pareció -me parece aún- una clave maestra. La historia no puede ser una concatenación de hechos: la historia debe buscar el sentido de los hechos y las vidas, colectivas e individuales.
Al cumplirse 50 años de la Revolución Mexicana, Villoro publicó un ensayo revelador: “La cultura mexicana de 1910 a 1960”. (Historia Mexicana, #38. Octubre/Diciembre de 1960). Tras recorrer las principales manifestaciones del arte, el pensamiento y la literatura de ese medio siglo, Villoro llegaba a una conclusión sorprendente: la “filosofía de lo mexicano” había desembocado en un ensimismamiento, un solipsismo, que amenazaba con volverla estéril. Había que abrirse al mundo, ser “contemporáneo de todos los hombres” (como había predicho Octavio Paz). Eso fue lo que, a mi juicio, llevó a Villoro a abandonar la historia de las ideas para abrazar otros rumbos filosóficos y ahondar su compromiso político de izquierda. En los años sesenta Villoro fue miembro de la revista El Espectador, que defendió con pasión a la Revolución Cubana. Pero hacia 1972 la veta empírica lo llamó fugazmente: publicó una Antología de Bertrand Russell (Siglo XXI, 1972) saludable contrapunto a los fervores ideológicos de aquellos tiempos.
A través de esas lecturas, y del trato con su viejo amigo Alejandro Rossi, fui perfilando una interpretación biográfica de Luis Villoro. Nacido en Barcelona en 1922, descendiente de una antigua y tradicional familia de hacendados potosinos, hombre inmensamente dotado (inteligencia, preparación, elocuencia, solidez económica, apostura incluso) su mexicanidad específica era religiosa. De ese origen partió hacia una larga odisea personal que comenzó con la filosofía, siguió con la historia de las ideas y la filosofía de la historia (y de la historiografía). Pero su voluntad de creer no era compatible con la filosofía analítica, cuyos jóvenes exponentes lo criticaron. Por eso dio inicio al viaje de vuelta, primero a la filosofía de la religión (sus clases sobre Fenomenología de la Religión -recuerda Hugo Hiriart- fueron memorables) y finalmente al origen, a la religión misma.
No fue un practicante de la religión y seguramente tampoco un creyente, pero vivió su aventura intelectual con intensa religiosidad. Una religiosidad social. A sus textos finales en torno al indigenismo y la pluralidad étnica de México los caracteriza la búsqueda casi franciscana del ideal comunitario. Nuestras ideas sobre la libertad y la democracia eran distintas. A diferencia suya, yo creo en la división radical entre la religiosidad (de cualquier índole) y la política.
Villoro publicó en Vuelta y en Letras Libres. Creo que sus mejores páginas, las más íntimas, son las tocadas por ese motivo religioso al que aludo. Su trato era extremadamente gentil y cortés, punteado por una velada intransigencia. Aunque profesó la filosofía, su tránsito por la historia marcó su “actitud histórica”: fue el filósofo-historiador que dio sentido a la obra de Hidalgo, Morelos, Sahagún, Clavijero, Fray Servando, Mora, los religiosos que fundaron la mexicanidad. Y acaso, fue uno de ellos.
(Reforma, 15 marzo 2015)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.