Un ciudadano, un voto. La voluntad popular es, literalmente, la suma de todos aquellos que decidieron ejercer su derecho en una casilla electoral. El dinero que se tiene, propiedades, el conocimiento sobre candidatos y sus propuestas, no representan elementos que abran o cierren la oportunidad de sufragar. Igual lo hace el más politizado que el más ignorante. En una sociedad democrática, todos son iguales ante la ley y libres para participar en ella, poder votar y ser votados.
El riesgo es la ausencia de incentivo que representa ser, precisamente, solo uno entre muchos, uno entre millones. El individuo es el origen, pero se diluye en el conjunto. Tanto que puede considerar su participación como irrelevante. En cierta forma, lo es, pero de nuevo entra en juego la fuerza de la suma: si muchos piensan lo mismo, su falta de interés tiene un impacto negativo sobre la democracia.
El ser consciente del valor infinitesimal que tiene el voto es algo natural, pero se trata de una razón que no suele pesar para no ejercerlo. Mucho peor es la creencia, o certeza, no de que el voto pesa poco, sino que no sirve, que las opciones que ofrece la boleta electoral no representan lo que el votante desea, el no sentirse identificado con ninguno porque, a sus ojos, “todos los políticos y los partidos que los postulan son iguales”.
La alternativa a los partidos son las personas, y aquellas que destacan pueden ser precisamente las que ofrecen destruir ese sistema que se ha ganado el desprecio de las mayorías, hartas de ver como los partidos parecen estarse rotando el poder entre ellos en una especie de acuerdo para compartir un botín. Un oligopolio, un cártel electoral, en el que el perdedor es el consumidor (ciudadano). El problema es que esa persona que logra romper ese molde también, al mismo tiempo, destroza la infraestructura de la democracia. La falta de representatividad de los partidos es la semilla del populismo y la demagogia. En un pacto faustiano, los ciudadanos entregan su confianza al populista, que incluso puede devenir en autoritario o hasta dictador, arrogándose la representación del pueblo.
Uno de los ejemplos más extremos en décadas recientes es Hugo Chávez, quien saltó al escenario político de Venezuela como golpista militar. Electo como presidente siete años después, empujó al poder legislativo a la autoinmolación, y de ahí un constituyente que le hizo una Ley Suprema a su gusto. La destrucción de las instituciones, contrapesos y límites que construye una democracia es el objetivo central de los populistas. El golpista lo siguió siendo, solo que dinamitando desde el interior del gobierno venezolano en lugar del exterior. Es una historia que, con muchos matices, se repite ante la hartazón de la ciudadanía y la debilidad de las instituciones.
¿Cómo pueden los partidos políticos evitar una crisis de representatividad? Manteniéndose cerca de la ciudadanía, haciendo que los votantes se sientan partícipes de procesos y decisiones. Los liderazgos partidistas se deben a sus militantes pero también a todos los ciudadanos. Actuar como dueños de un negocio, repartiendo puestos y candidaturas entre su círculo cercano, es la receta segura para alejar a muchos. No es que no ejerzan liderazgo, se les pide que encuentren un equilibrio para integrar a quienes se sienten identificados con ese partido.
La tecnología desarrollada en décadas recientes ha ayudado considerablemente a construir puentes de comunicación y, también, de participación. En X (antes Twitter), Instagram, Facebook… cualquiera puede cuestionar, interpelar, a un político. Y cuidado que un tema se vuelva viral. Las redes son memoria colectiva, eficaz e incluso despiadada. Basta que una persona recuerde, y reviva, un asunto para que este tenga el potencial de correr como pólvora. La hemeroteca es dinámica y fluye, como la democracia, gracias a la suma de los individuos que participan.
Están las redes, pero además la participación directa en procesos. Un ejemplo destacado, y actual, fue la elección interna para coordinador del Frente Amplio por México. Ha sido lo más cercano a crear una Casa de los famosos a nivel político. El contraste fue la farsa de las corcholatas obradorstas con sus encuestas y sin debates, el dedazo presidencial mal disfrazado que no engaña a nadie. Quizá los líderes partidistas del Frente Amplio no quedaron muy contentos con la forma en que evolucionó el proceso. Efectivamente, se les salió de las manos, porque el ideal participativo y democrático es que estuvo en manos de la ciudadanía. La horizontalidad sustituyendo a la verticalidad.
No hay realmente alternativa, hasta el momento, a la democracia partidista. La sobrevivencia de la democracia reside en que los liderazgos sepan construir una simbiosis con los votantes, cediendo, acotando, una parte de ese poder que ejercen. A todos les conviene, excepto a los populistas agazapados esperando la oportunidad de presentarse como salvadores del pueblo. Sin ciudadanos la democracia se seca y muere. ~