Joven veterano del movimiento ecologista y antropólogo social que se desempeña en el csic, Emilio Santiago Muíño ha escrito un ensayo contra la ideología colapsista bajo cuyo influjo –confiesa en un pasaje autobiográfico– se socializó como activista. Y si bien el enfrentamiento teórico entre ecosocialistas y colapsistas posee un aire de riña familiar, la popularidad relativa que ha alcanzado la idea del colapso ecológico de la sociedad en los últimos años proporciona a este trabajo un interés suplementario. Recordemos el impacto mediático que han tenido algunas de las acciones emprendidas por Extinction Rebellion o los discursos de Greta Thunberg, así como la buena acogida de las películas y series de televisión que han explorado el tema en los últimos años con éxito desigual. En su condición de activista, Santiago es consciente de que los movimientos ambientales se nutren de los debates especializados sobre las relaciones socionaturales –en este libro puede comprobarse que muchos activistas son académicos y viceversa– y sabe que la difusión del colapsismo hace más difícil que los valores ecologistas permeen en unas mayorías sociales poco interesadas en oír que la catástrofe está cerca. De ahí que se proponga demostrar que los colapsistas están equivocados, aunque ellos no se dejarán convencer fácilmente; cabe imaginar las discusiones que este libro habrá provocado en el interior de un ecologismo español tradicionalmente dominado por la izquierda marxista.
Usando un lenguaje accesible –cita a The wire antes que a Tolstói– que rehúye los tecnicismos sin por ello caer en el simplismo, Santiago ha dado al libro una estructura sencilla que sirve perfectamente a sus objetivos: analizar el colapsismo y someterlo a crítica antes de plantear la alternativa ecosocialista sobre la que a su juicio habría de basarse la respuesta social al cambio climático y demás problemas del Antropoceno. Su punto de partida es que el colapsismo es una consecuencia –aunque puede ser también causa– de la pérdida de confianza en el futuro que caracteriza esta fase de la modernidad tardía, pesimismo que él entiende solo parcialmente justificado a la vista de los innegables avances materiales y morales logrados en los últimos dos siglos. Dicho esto, Santiago es un ecologista que quiere atacar las estructuras del sistema liberal-capitalista en lugar de limitarse –como los conservacionistas– a preservar el medio natural. Y como no cree que el colapsismo contribuya a ese objetivo, lo somete a una crítica metódica a la que sus defensores no podrán responder fácilmente.
Y es que Santiago apuesta fuerte cuando afirma que “convertir al colapso en el evento definidor de nuestra coyuntura histórica es científicamente sesgado, teóricamente pobre y políticamente contraproducente”. Su tesis es que el colapsismo es un modo de razonar o narrar antes que una escuela de pensamiento sistemático o una corriente política organizada. Porque tampoco es ciencia: más bien presenta estudios científicos minoritarios sobre temas cargados de incertidumbre y los eleva a la categoría de “certezas militantes”. Por lo general, los colapsistas ven la sociedad como un ecosistema e imaginan un derrumbamiento acelerado de sus estructuras a partir de un evento particular, como una crisis energética o una catástrofe natural. Pero la sociedad no se parece a un ecosistema y las peak theories, como la bien conocida predicción acerca del fin del petróleo, se han demostrado incorrectas. De manera parecida, se ha abusado de la comparación entre el colapso ecológico de algunas sociedades primitivas y el potencial colapso ecológico de las sociedades modernas; la “resiliencia” demostrada por estas últimas durante la pandemia –cuyo estallido el autor atribuye de manera cuestionable al capitalismo global– es prueba suficiente de su capacidad para soportar shocks externos. Para Santiago, tiene más sentido entender por colapso el momento en el cual una sociedad padece el fracaso regulatorio del Estado, sin que eso suponga necesariamente –pensemos en Sudán y otros Estados fallidos– que quienes viven en ella sean incapaces de encontrar formas alternativas de organización o autoabastecimiento.
A este respecto, Santiago dedica páginas interesantísimas a la experiencia de Cuba durante el llamado “periodo especial” que siguió al derrumbamiento de la Unión Soviética. Buen conocedor del tema, el autor se rebela contra quienes toman esa amarga experiencia colectiva como demostración de que una sociedad económicamente colapsada puede seguir adelante mediante un reforzamiento de su espíritu colectivo y la búsqueda de soluciones ecológicas locales. En realidad, Cuba no dejó en ningún momento de importar más de la mitad de sus alimentos y los propios cubanos vivieron aquella época como un fracaso que aún hoy se recuerda con vergüenza. Y sobre todo: así como el Estado no se derrumbó, su sostenimiento nada tiene que ver con una presunta “ecologización” del aparato administrativo o la sociedad. Para el lector que mantenga su cordura ideológica, es evidente que delira quien apela al “periodo especial” como ejemplo edificante en el camino hacia una mejor sociedad; a Santiago, que milita en las filas del ecosocialismo, le sirve para recordarnos que la idea del “buen colapso” es una trampa retórica, ya que una sociedad que de verdad colapsara –quedándose sin una autoridad estatal viable en un marco de escasez– daría lugar a una emergencia sanitaria y sufriría tanto inseguridad alimentaria como violencia armada.
Sin embargo, la experiencia cubana no es el único punto de contacto entre el colapsismo y el marxismo. Tal como señala el autor, quien alude asimismo a la influencia anarquista sobre los colapsistas, estos últimos harían bien en prestar atención al destino del catastrofismo socialista, que marcó la estrategia del movimiento obrero durante el primer tercio del siglo XX y los debates de la II Internacional: se dio entonces por supuesto que el capitalismo estaba condenado a derrumbarse bajo el peso de sus contradicciones socio- económicas. Es lo mismo que se dice hoy de las complejas sociedades tardomodernas; también a ellas se las llevará por delante un efecto dominó provocado, esta vez, por sus contradicciones ecológicas. De hecho, como apunta Santiago, el colapsismo concibe la sociedad a la manera marxista: como una estructura socionatural de la que emana una superestructura político-jurídico-cultural.
En la última parte del libro, Santiago propone su alternativa al colapsismo, al que reconoce un papel discursivo potencialmente valioso cuando se lo emplea en pequeñas dosis: para preocupar sin desanimar. Y tiene razón cuando lamenta que el ecologismo no haya tenido nunca propuestas capaces de ilusionar a las mayorías; asunto distinto es que la que él mismo pone sobre la mesa –el decrecimiento– pueda llegar a serlo. Porque dice bien cuando dice que el ecologismo debe alejarse de “las fantasías maximalistas, de los tremendismos morales y de los espejismos de las transmutaciones alquímicas en los que el mito colapsista fermenta”. Pero su propia descripción de la sociedad decrecentista parece un remedo de la sociedad sin clases del marxismo –trabajaremos menos horas y nuestras pasiones florecerán, comeremos más sano y tendremos mejor salud mental– y no está claro que la condición establecida para alcanzar ese objetivo idílico –reducir de manera tajante el tamaño de nuestras sociedades– pueda seducir al alimón a ciudadanos de democracias y súbditos de regímenes autoritarios. Más convincente resulta la tesis de que los valores del ecologismo han permeado a las sociedades liberales en mayor medida de lo que sus teóricos y activistas suelen dar por supuesto, tal como prueba una política climática europea cuyo papel de vanguardia mundial el propio Santiago es el primero en reconocer.
Estamos, en definitiva, ante un libro bien armado que logra su propósito: demostrar la inconsistencia teórica e indeseabilidad normativa del colapsismo ecologista. Que la alternativa que plantea en su último tercio resulte menos convincente para quienes creemos en la reforma ecológica de las sociedades liberales tiene una importancia relativa, pues ya existe una abundante literatura decrecentista con la que enfrentarse. Este ensayo es valioso por aquello que hace mejor –la crítica minuciosa del colapsismo– y su autor presenta el mérito suplementario de realizar esa tarea desde el interior del movimiento ecologista al que él mismo pertenece. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).