Foto: Leo Baeck Institute

De Jerusalén y Atenas ¿a Washington? Leo Strauss a cincuenta años de su muerte

El filósofo judeo-alemán Leo Strauss (1899-1973) suele ser asociado con los neoconservadores del gobierno de George W. Bush. Y si bien sus ideas pueden utilizarse con fines políticos, es más interesante como pensador constructivo de la historia de la filosofía moderna.
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Si es adecuado que algunos hombres mientan,
 éstos serán los que gobiernan el Estado, y que
frente a sus enemigos o frente a los ciudadanos
mientan para beneficio del Estado…

Platón, Rep. 389b

Se han cumplido veinte años de la invasión de Estados Unidos a Iraq en marzo de 2003. La historia es conocida. George W. Bush acusaba la existencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein. Jamás se encontraron. No obstante, Bush también pensaba que, con la intervención de las tropas estadounidenses, los iraquíes serían liberados de un régimen dictatorial y antidemocrático que, por si fuera poco, había sido cómplice de los terroristas que consumaron los atentados del 11 de septiembre a las Torres Gemelas en Nueva York. El supuesto vínculo entre Saddam Hussein y al-Qaeda tampoco pudo demostrarse.

Hussein no era un santo, pero es cierto que la invasión a Iraq se justificó a partir de una serie de mentiras y violaciones al derecho internacional. El librito de Eliot Weinberger, Lo que oí sobre Iraq, es una espléndida compilación de las declaraciones que distintos funcionarios estadounidenses hicieran en los momentos más álgidos del conflicto. Pero más allá del debate en el entorno estrictamente político, algo curioso sucedió en la academia, en varios medios de comunicación y en círculos intelectuales, sobre todo estadounidenses: el nombre de Leo Strauss, un filósofo judeo-alemán nacido en Kirchhain que, por la persecución nazi había emigrado a los Estados Unidos en 1937, comenzó a asociarse con la ideología neoconservadora de la administración Bush.

¿Quién era ese filósofo cuyas ideas se consideraban un peligro para la democracia estadounidense? Leo Strauss nació en 1899, en el seno de una familia judía conservadora. Estudió el Gymnasium en Marburgo y se doctoró en la Universidad de Hamburgo. Motivado por la filosofía neokantiana, en boga en esos tiempos, redactó en 1921 una tesis sobre el problema del conocimiento en Friedrich Heinrich Jacobi, bajo la supervisión de Ernst Cassirer, discípulo del judío neokantiano Hermann Cohen. Tras la defensa de su tesis doctoral se trasladó a Friburgo para adentrarse en la fenomenología a través de las clases de Edmund Husserl.

Sin embargo, un estudiante de Husserl le cautivaría todavía más: Martin Heidegger. Alrededor de Heidegger había un grupo de estudiantes sumamente talentosos: Hans Georg Gadamer, Karl Löwith, Hannah Arendt, por mencionar solo algunos. Después de un año en Friburgo, se incorporó al grupo de estudios judaicos de Franz Rosenzweig, en Frankfurt. En ese mismo periodo comienza a publicar algunos de sus trabajos en revistas como Jüdische Rundschau y Der Jude.Un artículo en donde criticaba la interpretación de Hermann Cohen sobre Spinoza llamó la atención de Julius Guttmann, el director de la Academia berlinesa de las Ciencias del Judaísmo.Guttmann lo invita a trabajar junto con Alexander Altmann en el proyecto de edición de las obras de Moses Mendelssohn. Ahí mismo comienza a redactar su libro sobre Spinoza, publicado hasta 1930, en donde desarrollaría su visión sobre el predicamento teológico-político.

Auspiciado por la Rockefeller Foundation gracias a una recomendación de Carl Schmitt, Strauss se traslada a París en 1932. En Francia traba amistad con Alexandre Kojève. También en esa época entra en contacto con el destacado arabista de El Colegio de Francia, Louis Massignon, a quien conoce a través de su amigo, el checo Paul Kraus, un notable profesor de filosofía islámica en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París.

Es también a principios de la década de los 30 cuando comienza a trabajar en el proyecto de Filosofía y ley. Contribuciones para entender a Maimónides y sus predecesores. Con ese libro pretendía conseguir una plaza en la Universidad Hebrea de Jerusalén, en donde trabajaba su amigo Gershom Scholem. Strauss optó por criticar la interpretación que hacía Julius Guttmann de Maimónides. Mientras que Guttmann sostenía que el problema central de la filosofía medieval era la reconciliación entre razón y revelación, Strauss interpretaba que el tema central era la legitimidad de la autoridad y de las leyes. Strauss sostenía, inspirado en el filósofo musulmán Avicena, que los filósofos buscaban una justificación política de la revelación profética que, al mismo tiempo, resultara en una justificación de la propia filosofía. Para su desgracia, su interpretación de Maimónides comenzó a ser controversial entre varios judíos, incluidos el propio Gershom Scholem y Walter Benjamin. Finalmente, la plaza en la Universidad Hebrea la ganó Guttmann.

En 1934, en compañía de su esposa Miriam Bernshon, Strauss se mudó a Inglaterra. Ahí redactó su libro sobre la filosofía política de Hobbes. En 1937 llega a Estados Unidos, a Nueva York, primero como visitante en la Universidad de Columbia. Un año después, comienza a trabajar en la New School for Social Research. En esos años se intensifica su interés en la filosofía antigua, en particular, en la filosofía política de Platón. En 1949 consigue una plaza en la Universidad de Chicago, misma que ocuparía por casi veinte años. Muere el 18 de octubre de 1973.

Entre sus estudiantes más destacados se encuentran Allan Bloom, William Galston, Thomas Pangle, Susan Sontag, Abram Shulsky –el director de la Oficina de Planes Especiales creada por Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Bush– y ni más ni menos que Paul Wolfowitz –el subsecretario de la Defensa también en tiempos de Bush–. Es cierto que Strauss se volvió un personaje atractivo intelectualmente entre varios estudiantes de Chicago. También es cierto que su presencia en discusiones públicas fuera de la academia fue casi nula.

Su incursión en el debate público treinta años después de su muerte y en plena invasión a Iraq desconcertó a los pocos que sabían de Leo Strauss. Algunos académicos y columnistas dedicaron varios espacios a entretejer un entramado intelectual a partir del cual se explicaba cómo las ideas de Strauss habían dado el salto desde la academia hasta las altas esferas del gobierno. En la reedición de 2005 del libro de Shadia B. Drury, The political ideas of Leo Strauss, se explica el modo en que personajes clave de la política estadounidense fueron y han sido promotores de políticas neoconservadoras inspiradas en Leo Strauss. Entre ellos figuran, como es lógico, Wolfowitz y Shulsky, pero también el vicepresidente Dick Cheney y, además, reconocidos académicos e intelectuales públicos como Harvey Mansfield y William Kristol. Todos ellos, en efecto, se asumen como straussianos. Por lo tanto, según Drury, Strauss es la clave para entender las ideas políticas de un grupo de poderosos dispuestos a debilitar la democracia liberal estadounidense e instaurar la “tiranía de los sabios”.

En la primera edición de 1988, Drury mostraba el nexo entre Strauss y los neoconservadores. ¿Pero cómo fue que Strauss, un estudioso de la filosofía política clásica, se convirtió de la noche a la mañana en el principal impulsor de la invasión a Iraq? La respuesta más simple a esta pregunta la encontramos quizás en la obra de teatro Embedded, escrita y dirigida por Tim Robbins, presentada por vez primera el 15 de noviembre de 2003, en Los Ángeles, y más tarde en Nueva York, Chicago y Londres. Existe también una versión cinematográfica de 2005, titulada Embedded Live. La película comienza con una frase atribuida a Irving Kristol, otro estudiante de Strauss. Dicho sea de paso, Irving fue el padre de William Kristol, director en tiempos de Bush de la hoy extinta The Weekly Standard, la publicación más importante de los neoconservadores y que en su momento respaldó ampliamente la invasión a Iraq. William Kristol, quizás el straussiano más conocido en la actualidad, se ha opuesto abiertamente a Donald Trump y a un pequeño grupo de neoconservadores que han querido asociar el straussianismo con el trumpismo.

Tras este largo paréntesis, volvamos a la frase de apertura de Irving Kristol  que, con toda claridad, recuerda el elitismo intelectual que puede encontrarse en Platón y en varios de sus intérpretes: “Hay diferentes tipos de verdades para diferentes tipos de personas; verdades apropiadas para los niños; verdades apropiadas para los estudiantes; verdades apropiadas para los adultos educados; verdades apropiadas para los adultos altamente educados, y la noción de que debería haber un único conjunto de verdades disponibles para todos es una falacia democrática moderna. No funciona”.

Tras la proyección de un par de titulares de prensa, uno en el que se dice que, según Rumsfeld, Estados Unidos tenía pruebas irrefutables del vínculo entre Iraq y Al-Qaeda, y otro en donde se dice que, según la CIA, Iraq almacenaba armas biológicas, aparece nada más ni menos que la imagen de Leo Strauss: “Leo Strauss (1899-1973), célebre filósofo, guía de los neoconservadores que están forjando la nueva política exterior de los Estados Unidos. Strauss enseñó filosofía en la Universidad de Chicago durante los años 50 y 60”. Y antes de que la trama comience, una frase más, esta vez de William Kristol y de Steven Lenzner: “La defensa del ‘cambio de régimen’ por parte del presidente Bush es un producto no del todo indigno de la rehabilitación que lleva a cabo Strauss de la noción de régimen”.

No han pasado dos minutos de la película y la audiencia sabe ya de la mente siniestra detrás del neoconservadurismo. Las proyecciones siguen: “una elite de no más de 25 personas ha decidido la guerra de Iraq,” declara Thomas Friedman. Después, algunos titulares más y diversas imágenes de gente condenando la guerra en las calles de distintos países. La trama por fin comienza. La escena más ominosa presenta a seis sujetos enmascarados reunidos para planear una guerra. Esos seis personajes son Woof (Paul Wolfowitz), Pearly White (Richard Perle), Rum-Rum (Donald Rumsfeld), Dick (Dick Cheney), Gondola (Condoleezza Rice) y Cove (Karl Rove). Este grupo define la serie de mentiras –“mentiras nobles”, para utilizar terminología straussiana de cepa platónica– que servirá para justificar una acción bélica. Al terminar la reunión, Dick lanza una pavorosa salutación: “¡Heil, Leo Strauss!” Y los demás se unen de inmediato. Lo que Embedded sostiene, a grandes rasgos, es que de Leo Strauss la clase política neoconservadora aprendió que una noble mentira es admisible para alcanzar un bien mayor.     

No es difícil reconocer que Robbins está representando a manera de sátira una de las reuniones del grupo PNAC (Project for the New American Century), fundado por William Kristol y Robert Kagan, y al que pertenecieron Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Perle, Jeb Bush, e incluso Francis Fukuyama. Varios de los miembros de PNAC redactaron la Doctrina Bush, también conocida como Doctrina de Agresión Positiva, y abogaron por el aumento del arsenal armamentístico para luchar contra el mal, encarnado en el terrorismo. De este modo, Estados Unidos, el nuevo Imperium Christianum, adoptaba el papel del katéchõn, ese término paulino que parece indicar una entidad cuya función es retener el mal. La idea neoconservadora de un Estado nacional lo suficientemente fuerte como para abatir a quienes buscan debilitar la hegemonía estadounidense tiene su origen en el hobbesianismo tal como lo entiende Carl Schmitt. Y por supuesto, hay mucho que explorar en lo que respecta a la relación intelectual entre Leo Strauss y Carl Schmitt.

En 1932, Strauss publicó una reseña crítica de El concepto de lo político de Carl Schmitt. A partir de entonces comenzó lo que, en su Carl Schmitt, Leo Strauss und “Der Begriff des Politischen”. Zu einem Dialog unter Abwesenden (Carl Schmitt, Leo Strauss y “El concepto de lo político”. Sobre un diálogo entre ausentes), Heinrich Meier denomina un “diálogo oculto”. Algunas de las modificaciones que hizo Schmitt a la edición de 1933 de su famoso ensayo eran respuestas a la reseña de Strauss. Ambos compartían posiciones críticas frente al liberalismo, pero además les interesaba esclarecer la relación entre teología política y filosofía política, es decir, lo que se conoce desde el Tractatus theologico-politicus de Spinoza como el predicamento teológico-político. Sin embargo, a mi juicio, Strauss no era partidario de un retorno a la teocracia ni de una teología política; Carl Schmitt, en cambio, hizo compatible su pensamiento político con su fe cristiana. Los resultados ya los conocemos: Schmitt, un gran jurista y un pensador lúcido, terminó colaborando con el nazismo y el franquismo. A mi entender, el objetivo de Strauss era distinto: quería retomar la filosofía clásica recuperando el valor de las estructuras políticas premodernas. Y para ello su punto de partida fue su peculiar interpretación de la filosofía política de Platón.

Comencé a leer a Leo Strauss precisamente como un estudioso de la filosofía política de Platón y, en especial, como un intérprete del filósofo musulmán Alfarabi y del judío Maimónides. En un principio, sus vínculos con la política estadounidense estaban lejos de mis intereses. Por poco más de veinte años me he dedicado al estudio de la filosofía islámica clásica, un campo en el que hay varios straussianos cuyo trabajo respeto enormemente, por ejemplo, Ralph Lerner y Charles Butterworth. Para mí Leo Strauss comenzó siendo un autor desafiante, un filósofo con una forma controversial e idiosincrática de leer el pensamiento antiguo y medieval. Disiento en buena parte con su manera de interpretar a los filósofos, aunque admito que su aproximación es estimulante.

Su método es muy distinto del mío. De la mano de recursos histórico-filológicos, yo parto del contextualismo de las fuentes para detectar problemas y argumentos que permitan, evitando anacronismos, recuperar ciertas estrategias argumentales, útiles para encarar problemas vigentes. En esto último quizás mantengo cierta proximidad con Strauss. No comparto, sin embargo, su visión acerca del carácter esotérico de los textos. Como puede leerse en su conocidísima colección de ensayos publicada en 1952 bajo el título Persecución y el arte de escribir, Strauss sostuvo que varios filósofos habían adoptado una forma de escritura “esotérica” a través de la cual intentaban esconder sus enseñanzas más profundas y comprometedoras del escrutinio público, sobre todo, de las autoridades políticas y religiosas. La escritura esotérica se convertiría en una idea central en la filosofía política de Leo Strauss. No es extraño que sus críticos le acusen de haber sostenido que todo filósofo, él mismo incluido, escribía de manera esotérica. De este modo, el sentido real de los textos estaba reservada solamente a unos cuantos capaces de entender las verdaderas intenciones de los filósofos.  

Junto a la recuperación de la “mentira noble”, uno de los planteamientos straussianos más exitosos entre los neoconservadores sería precisamente esa especie de elitismo intelectual que se desliza detrás la tesis de la escritura esotérica: la verdad es para unos cuantos y a las masas es mejor dosificársela. En términos políticos, el régimen más conveniente, como sostiene el Jenofonte que Strauss presenta en su ensayo de 1948 Sobre la tiranía, es una aristocracia con la pinta de una democracia. Esta es la clase de régimen al que se estarían refiriendo aquellas palabras de Kristol y Lenzner citadas en Embedded: “La defensa del ‘cambio de régimen’ por parte del presidente Bush es un producto no del todo indigno de la rehabilitación que lleva a cabo Strauss de la noción de régimen”, es decir, una aristocracia simulando ser una democracia.

El debate sobre las verdaderas intenciones de Strauss ha sido candente. En su libro ya mencionado, Drury sostiene que Strauss no era un conservador tradicional ni un simple intérprete de textos antiguos –como yo lo asumí la primera vez que lo leí– sino que era un “rabioso, radical y nihilista posmoderno”. Lejos de ser un defensor de la religión y un crítico del relativismo moral (así lo parece en su crítica al liberalismo), en realidad era, según Drury, un ateo y un nihilista moral que encontró en la religión y los valores morales tradicionales herramientas políticas útiles para manipular a las masas. El verdadero Strauss –sigue Drury– es “un enemigo jurado de la libertad y la democracia, que creía que la mejor forma de gobierno es el gobierno absoluto pero encubierto en una élite ‘sabia’ independiente de la ley”.

Una de las respuestas más inteligentes a las críticas de Drury se encuentra En the truth about Leo Strauss (2006), de Catherine y Michael Zuckert. No ahondaré en ella. Baste con mencionar que, además de mostrar cuán lejos estaba Strauss de la política práctica, los Zuckert argumentan que Drury falla al sostener que la escritura esotérica de Strauss aplica para sí mismo: no hay secreto alguno tras las obras de Strauss, ni una incitación a la guerra perpetua ni mucho menos misivas fascistas o nazis, sino simplemente una forma de plantear problemas que dejan al descubierto las tensiones propias de la teoría política.

Strauss trató diversos temas de la historia de la filosofía, desde Platón y Jenofonte, pasando por Alfarabi, Maimónides, Marsilio de Padua, y hasta Maquiavelo, Hobbes e incluso Heidegger. Jamás gozó del mismo reconocimiento que sus contemporáneos, que Hannah Arendt, por ejemplo, porque sus estudios trataban sobre figuras de la historia de la filosofía; su trabajo, en otras palabras, era visto como una reconstrucción histórico-interpretativa de otros filósofos y no como algo innovador con suficiente impacto en la filosofía pura. En sus prácticas interpretativas huía de la labor meramente arqueológica y se esforzaba por llevar a los clásicos de la filosofía política más allá de sí mismos.

No obstante, según los Zuckert, ambos estudiantes de Leo Strauss, rara vez expresaba sus opiniones propias sobre la vida política y sus escritos estaban lo bastante alejados de asuntos concretos del debate político. Uno de los aspectos más interesantes en el libro de los Zuckert es que muestran, entre muchas otras cosas, cuán ambiguo es hablar de “straussianismo”, cuando las ideas de Strauss pueden ser vistas y debatidas desde flancos muy diversos. Por desgracia, a su entender, otros, no el propio Strauss, habrían adaptado y hasta tergiversado algunas de sus ideas filosóficas para aplicarlas a cuestiones políticas que podrían haber influido en sus decisiones prácticas. Sin embargo, resulta difícil, si no es que imposible, formular argumentos absolutamente fehacientes para mostrar que una decisión política está motivada por completo por una teoría filosófica.    

Los Zuckert no son los únicos que han reaccionado ante el polémico posicionamiento de Leo Strauss. En 2009, Peter Minowitz publicó Straussophobia. Defending Leo Strauss and Straussians against Shadia Drury and other accusers. En la introducción describe de manera inverosímil el posicionamiento público de Strauss como el malvado ideólogo de los neoconservadores:

Considérese la siguiente secuencia de acontecimientos. Un académico judío (Leo Strauss), que huye de la Alemania nazi, recurre a un musulmán medieval (Alfarabi) para redescubrir las profundidades ocultas de la filosofía occidental. Unos sesenta años más tarde, sus discípulos estadounidenses son culpados de manipular a Estados Unidos para que invada “preventivamente” un importante país árabe. Mientras la mayoría de esos discípulos se afanan en la torre de marfil, la intérprete más divulgada de aquel académico (Shadia B. Drury) le acusa de establecer una “tiranía encubierta” que mantendría al mundo occidental “sumido en una guerra perpetua”. El New York Times y el New Yorker legan errores flagrantes a la discusión, revistas respetadas (por ejemplo, The New York Review of Books, Harper’s, Political Theory, International Politics y Christianity Today) transmiten las acusaciones más atroces, Yale University Press ofrece un libro sin citas ni bibliografía (Leo Strauss and the politics of American Empire) que enturbia aún más las aguas, y Netflix distribuye la versión cinematográfica de una obra de 2003 de Tim Robbins en la que el círculo íntimo del presidente se abaja ante la imagen de Strauss mientras orquestan la muerte y la destrucción.

Así las cosas, la crítica de Drury parece inspirada en una teoría de la conspiración. Aunque lleno de ironías, el libro de Minowitz debate puntos importantes. No estoy seguro, sin embargo, de que haya sido necesario verter tanta tinta sobre un tema que, al menos en la esfera pública, logró desplazar lo que en verdad es valioso del pensamiento filosófico de Leo Strauss.

El mismo año en que apareció el libro de Minowitz, Catherine Zuckert publicó un estupendo volumen, Plato’s philosophers. The coherence of the Dialogues, profundamente influido por las técnicas interpretativas de Strauss. Sin duda alguna, se trata de un trabajo atractivo que, por fin, deja de lado la política estadounidense y discute el carácter dramático de la filosofía platónica. En 2014 los dos Zuckert publicaron Leo Strauss and the problem of political philosophy,en donde también se centran en otros problemas filosóficos mucho más interesantes que la telenovela política estadounidense; por ejemplo, la posición crítica de Leo Strauss ante el positivismo y el historicismo. Pero la aproximación más sugerente la encuentro en los trabajos de Leora Batnitzky. Su libro de 2006, Leo Strauss and Emmanuel Levinas: philosophy and the politics of revelation, abre un panorama totalmente distinto. A diferencia de Drury, los Zuckert y Minowitz, Batnitzky tiene una virtud: su visión no se construye desde el ya trillado campo de la teoría política, sino desde la filosofía de la religión y los estudios judaicos contemporáneos.

En el artículo que dedica a Leo Strauss en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, Batnitzky deja claro que Strauss desarrolló su concepción del esoterismo en un intento de repensar la relación entre teoría y praxis. El esoterismo no es una mera herramienta política o instrumental, tal como se le ha entendido, sino que concierne a la naturaleza misma de la verdad y apunta hacia lo que Strauss consideraba, desde Platón, el problema crítico de la filosofía, a saber, los alcances de la razón.

En este sentido, como muestra Batnitzky en su libro sobre Leo Strauss y Levinas, para Strauss la verdad filosófica es difícil e inestable y ningún filósofo sabio es capaz de eliminar esa dificultad o inestabilidad; solamente puede convertirla en un modo de vida. Por lo tanto, sostiene Batnitzky, lejos de entender la escritura esotérica como un instrumento para proteger la seguridad personal de los intelectuales, aquella refleja más bien una tensión psicológica, una forma de ansiedad, que se padece cuando el verdadero filósofo, el verdadero sabio, se percata de la existencia de problemas filosóficos, teológicos y políticos irresolubles. Este no es el Strauss de los straussianos ni tampoco el de sus críticos. Es un Strauss, en mi opinión, más atractivo en tanto que renuncia al dogmatismo. La lectura de Batnitzky parece una incitación para sustituir las interpretaciones políticas por una perspectiva epistemológica. Y, si su posición puede leerse así, coincido con ella.     

Batnitzky no pierde de vista el hecho de que a Strauss le interesaban los textos y no la vida política. Es imposible negar que algunas de sus ideas puedan utilizarse con fines políticos. No obstante, Strauss también es importante –y más interesante– como pensador constructivo de la historia de la filosofía e incluso del pensamiento judío moderno. Al leerlo de este modo le asalta a uno una pregunta capital: ¿cómo interpretar un texto filosófico después de haber leído a Strauss? Aunque no la comparto, la respuesta más straussiana sería: desentrañando su sentido político. Strauss creía que había un vínculo inseparable entre filosofía y política. Dicho de manera más radical: toda filosofía debía ser necesariamente “filosofía política”. Por ello entendía que tanto en Platón como en Alfarabi y Maimónides, se daba un desplazamiento de la filosofía teórica hacia la filosofía política.   

En varios lugares Strauss mismo afirma que, tras ahondar en el pensamiento de Spinoza, Maimónides, y otros pensadores medievales judíos e islámicos, sobre todo Alfarabi, fue como se percató de la centralidad de la filosofía política. Alfarabi es el único filósofo islámico y medieval que elaboró un comentario a las Leyes de Platón y redactó varias obras sobre política, inaugurando, como lo hizo notar otro discípulo de Strauss, el iraquí Muhsin Mahdi, la “filosofía política islámica”.

La comprensión farabiana de la “religión” ha sido también materia de debate puesto que no es del todo claro si su visión del régimen político corresponde a una visión allegada tal vez al islam chiita, o si se trata de un modelo racionalista que, construido desde la filosofía griega, considera que la religión es un simple instrumento de la política. A partir de su lectura de Alfarabi, Leo Strauss interpretó las Leyes de Platón como una obra en la que se esbozaba por vez primera el predicamento teológico-político. Como cualquier lector agudo de Platón, Strauss consideró que República y Leyes eran obras capitales del pensamiento político de Occidente. No cabe duda al respecto. El reciente libro de André Laks, Plato’s Second Republic. An essay on the Laws, es un estudio por demás relevante para entender la relación entre esas dos obras. También ahí se destaca cómo en el propio Platón salta a la vista la tensión entre el origen divino de la ley y su carácter filosófico-político.

Como es lógico, la filosofía política de un pensador de la altura de Platón ha detonado un sinnúmero de discusiones e interpretaciones de lo más variopintas. Por ejemplo, dos libros recién publicados ofrecen visiones contrastantes. En Plato goes to China: The Greek classics and Chinese nationalism, Shadi Bartsch se adentra en las lecturas chinas de Platón y el modo en que el filósofo griego ha servido para criticar nociones occidentales como “democracia” o “ciudadanía”, a la vez que la tiranía utiliza la “mentira noble” como instrumento de manipulación. En cambio, en Of rule and office. Plato’s ideas of the political, Melissa Lane sostiene que la tiranía es una especie de anarquía, un gobierno sin orden ni finalidad y que, en realidad, Platón defendía una forma de gobierno en el que la libertad y la amistad cabían como valores políticos. Estos son solamente dos ejemplos, entre el número inabarcable de publicaciones al respecto, que confirman que en las obras platónicas hay mucha tela que cortar y un inmenso potencial para discutir. Si se quiere entender con la suficiente seriedad el pensamiento filosófico de Leo Strauss es indispensable un conocimiento profundo de las fuentes clásicas y del debate generado a su alrededor. De entrada, Strauss es incomprensible, obviamente, sin una lectura sesuda de Platón. Y Platón no se entiende sin problematizarlo.

Sin un conocimiento profundo de las obras platónicas se corre el riesgo de pasar por alto los sesgos e idiosincrasias de intérpretes como Karl Popper, el liberal, o los del propio Leo Strauss. Ambos interpretan la filosofía política de Platón de forma particularmente polémica. El Platón de Strauss es, según él, el Platón de Alfarabi. Sin embargo, también es problemática su interpretación de Alfarabi; y la de Maimónides y Spinoza, Maquiavelo y Hobbes. La lectura de Strauss es exigente porque requiere de una inmersión en el pensamiento de varios filósofos de gran densidad y con una serie de planteamientos que fácilmente generan perplejidad.

Pero ese es el corazón y la vitalidad de la filosofía: la duda, la problematicidad, las preguntas más que las respuestas, la detección de tensiones y problemas, las soluciones provisionales, el cuestionamiento como forma de vida. El lector curtido se percata a leguas de la problematicidad de un texto filosófico. Para evitar anacronismos, paranoias y arbitrariedades, ha de estar alerta ante los abusos en la interpretación. Por otro lado, también hay que rehuir de las lecturas simplistas y buscar ir más allá de las interpretaciones canónicas. El propio Strauss, como buen intelectual judío, procedió de esa manera y creo que, a pesar de nuestras diferencias, ese es su mejor legado filosófico. ~

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(ciudad de México, 1973) es doctor en filosofía. Ha publicado, entre otros títulos, La filosofía árabe-islámica (Publicaciones Cruz, 2007).


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