Marco Antonio Montes de Oca murió el pasado 7 de febrero, a los 76 años de edad. Recordamos a este poeta abundante y devoto del “empolvado milagro de la poesía” con un ensayo de Ulalume González de León, uno de los mejores dedicados a su obra, publicado en Material de Lectura, serie “Poesía moderna”, núm. 42, Departamento de Humanidades de la Dirección General de Difusión Cultural / UNAM, Fondo Nacional para Actividades Sociales, sin fecha, 48 pp.
Desde sus primeros poemas, que datan de los tiempos en que era estudiante de secundaria, Montes de Oca asumió la “fatalidad” de ser poeta con una inocencia y una confianza que nunca perdería del todo a pesar de momentos en que la duda, el escepticismo, las inquietudes despertadas por la realidad social e histórica, abrieron grietas inevitables en su Parcela en el Edén –título significativo de uno de sus libros que podría ser el nombre del mundo intemporal, “original”, fundado con su obra. Creo que algunas constantes de esta obra, aunque pueda estudiarse en ella una clara evolución, invitan más bien al balance final de su totalidad. En otras palabras, tengo una imagen de ella en la que prevalecen, sobre aquellas decepciones intermitentes, el designio de recrear un mundo anterior a la memoria; sobre las variaciones de tono, la voz de la fe y del entusiasmo; sobre las búsquedas formales, el dominio de las imágenes y su combinatoria.
Ya el (des)orden alfabético en que estaban presentados los poemas de Poesía reunida (primer recuento de lo escrito hasta entonces –doce libros– que hizo Montes de Oca en 1970), al anular la cronología o volverla difícilmente reconstruible, proponía, para mí, ese balance –y con él el descubrimiento de que el poeta habla del tiempo anterior a la memoria con mayor fluidez (y eficacia) que cuando habla del presente; de que lo importante en esta obra es, finalmente, la catarsis en que el sufrimiento se muda en humo y resplandor.*
¿Cuál será el balance final? Creo que Montes de Oca será recordado por un contrapunto de luces y sombras que acaba por disolverse en luz entera. ¿Se llamará Delante de la luz cantan los pájaros su próximo recuento de poemas, como él me lo anunciara un día (dándome la razón)?
Hay poetas que buscan su propia voz a tientas y a tropiezos. Montes de Oca se instaló de golpe en plena poesía. Pero ningún poeta puede planearse a sí mismo, sino obedecer a lo que es, dentro de él, honda imposición ineludible. El joven Montes de Oca rehuyó todo lo que sentía “programado”, tanto las pretenciosas búsquedas de una perfección formal antepuesta como meta a la del vuelo, como el afán de dar cátedra de moral o filosofía a contravuelo, en textos “emplumados” –con deleznable chapopote– de mal adheridos destellos de lirismo. Dije que desde el primer momento se entregó al ejercicio de la poesía con inocencia y confianza. Ambas se dan juntas: la inocencia es confiada y la confianza es inocente; pero se quedan en ingenuidad o equivocación cuando no están respaldadas por el don poético. Y Montes de Oca, sin equivocarse, creyó siempre en su don, aun en los momentos –como veremos– en que todo lo demás era puesto en duda. Hay inocencia, in-contaminación, en su indiferencia inicial a todo lo que no fuera voltaje lírico, esa carga sui generis del idioma por la cual, poundianamente, el poeta-en-ciernes había identificado ya a la poesía auténtica; confianza, también, en que la carga interior correspondiente, anterior a las palabras, debía fluir sin censuras. No le importó que sus primeros poemas fueran torpes hasta la ignominia siempre que brotaran espontáneos como un castillo de hongos buscando la luz; el don acabaría por imponerse y ya vendría, con el tiempo, el abandono vigilado que exige la creación poética. También sintió, muy pronto, que su obra sería trascendencia del drama interior; que en poesía, cuando el infortunio nos toma por su cuenta, es fácil restituir al mundo oleajes de indecible amargura; y eligió la Fundación del entusiasmo (título de otro de sus libros), la búsqueda de absolutos, para contribuir (tarea más ardua) a la felicidad merecida por todos. El poema confesional le parecía una fácil descarga de enorme pobreza; sabía que el ser sólo puede enriquecerse cuando sale de sí mismo para indagar el universo, lo otro y los otros, e incorporarse una experiencia que aumenta su esencia y lo transforma.
Por un momento, el poeta quiso ceñir la inspiración a una disciplina y se adhirió al grupo de los “poeticistas”, fundado a principios de los cincuenta por Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo (entre otros). Este movimiento pretendía racionalizar en forma “científica” las técnicas que permiten crear imágenes poéticas. Pero si Montes de Oca conservó de aquella experiencia el gusto por la claridad y la originalidad de la imagen, pronto rechazó una mecánica que inhibía a la inspiración, nuestra única manera congénita de volar.
Desde su primer libro, Montes de Oca asombra a los críticos por la facilidad con que brotan y se acumulan en sus poemas las imágenes más inéditas. Pero los críticos no ven entonces más allá de lo que llaman “exuberancia imaginativa” del poeta. Hay, en efecto, sobreabundancia (Al diablo con las ornamentaciones y las normas de severidad, admitirá Montes de Oca en un texto muy posterior). Pero la proliferación de metáforas no es gratuita: una secreta correspondencia la justifica y articula. Simultáneamente a un viaje de ida, a una inmersión en el todo y una percepción asombrada de cuanto nos rodea, se produce ese brote incontenible de imágenes por el cual lo percibido se vuelve digestible, i.e. subjetivo, y en viaje de regreso puede entonces alimentar al espíritu. El poema cuaja en el punto de coincidencia de dos “revelaciones” (o certidumbres estrictamente poéticas): la de la coherencia y la armonía presentes en el universo tras la apariencia caótica que le confieren la riqueza y la diversidad de las cosas, y la de la armonía y la coherencia que alcanzan las asociaciones aparentemente más arbitrarias de la fantasía ya que por ellas, al andarse por las ramas, el poeta llega a su propia penetralia. En el nivel inmediato, el tejido de imágenes del poema entrega esa coherencia como movimiento, como oleaje que prospera en un sentido único. En un nivel de mar de fondo, como función del deseo de expresar las grandes urgencias con que el hombre avanza hacia su propio centro. En el primero de estos niveles, aun cuando cada imagen tiene el valor de un hallazgo y puede ser leída por separado, sucumbimos al efecto incantatorio del torrente ininterrumpido de imágenes y el poema tiene ya, por lo menos, la consistencia de un clima sostenido. También percibimos que su unidad está menos en su secuencia anecdótica que en la complejidad de enfoques y estímulos que la suscitan. En el nivel subyacente, el texto se entrega a una lectura más atenta. En todo aquello que brota en la metáfora, los seres vivos o la piedra o el cielo o la estrella, todo un mundo visual, terrestre y aéreo (articulado por el deslizamiento de algún símbolo, como el del colibrí-Cristo en el que se aúnan la tradición indígena y la cristiana), la realidad se anima, se espiritualiza; se unen, como los bordes de una herida, los del abismo que separa realidad e imaginación, y nos preguntamos quién sueña a quien, si es la fuerza del sueño la que transforma herraduras en anillos de Saturno, o es el turno de la realidad/ y a ella le toca vendarse las pupilas/ adivinar a quien la vive. La suma de esas metáforas, de esos poemas, es además la primera parte de una metáfora cuyo segundo término es el hombre. Y en el centro de esta totalidad, platónicamente, está la metáfora del recuerdo; ser es recordar, ir a las fuentes, al origen, a la leyenda. Para llegar a sí mismo, Montes de Oca hace lo que Gabriel Zaid llama “lo contrario de ir donde se va”; necesita espacio y lo abre –en el poema largo; en un notable ensanchamiento del vocabulario poético que no hace concesiones a ningún gusto preestablecido; en la pluralidad de sentidos que tienen las palabras.
Hasta aquí la imagen de Montes de Oca que se impone, en mí, a otras imágenes más “históricas” o más “accidentales” –lo cual no significa que el poeta se haya instalado en ella ni que sea yo ciega a los cambios que van enriqueciendo su obra, a la inquietud que lo lleva a explorar nuevas formas, a la sensibilidad que lo hace estar alerta a solicitaciones más temporales que la de recuperar, en la consagración del instante, una dicha que también es la única versión a nuestro alcance y a nuestra escala de la eternidad deseada.
Hay en Montes de Oca una apertura y un ahondamiento progresivos de la subjetividad. Como lo señala Ramón Xirau, no se encierra en el solipsismo: su “subjetividad puede y debe entenderse como forma de la comunidad. Ser subjetivo, por decirlo cerca de Kierkegaard, es ser subjetivo hacia los demás”. Si Montes de Oca piensa que la poesía es aditivo esencial del orden viviente, elemento añadido al ser, es cierto, pero que una vez asimilado aumenta su misma esencia, quiere compartir esta experiencia, no sólo con el “tú” de sus poemas de amor sino con todos los hombres. Hablé antes de solicitaciones “históricas”: su desazón ante la condición humana lo ha llevado a veces a escribir poemas como “A bayoneta calada”, o los dedicados a Allende, el 10 de junio, el Che Guevara. También llamé “accidentales” esas solicitaciones: los recién mencionados no son ni sus más frecuentes ni sus mejores poemas. No caen, sin embargo, en las fáciles concesiones del manifiesto político, e ilustran así una convicción de su autor: lo absurdo de abaratar el contenido poemático en función del supuesto bajo nivel de las masas, ya que la cultura diluida y adaptada a finalidades bastardas no interesa a nadie.
Otro terreno en que la evolución del poeta es visible es el de la búsqueda de una mayor concisión del lenguaje. Tiene esta felices resultados desde Las fuentes legendarias y Pedir el fuego, hasta los textos mejor logrados de Se llama como quieras y Las constelaciones secretas. La siento, en cambio, más “programada” en Lugares donde el espacio cicatriza, un ensayo de poemas visuales acompañados por “antidiscursos” que los comentan y que frisan en la escritura automática. Este libro deja abiertas algunas dudas: ¿qué ilustra a qué: los textos más convencionalmente “escritos” a los visuales, o viceversa? Los comentarios –lo que las propias invenciones sugieren– podrían indicar una suficiencia de poemas “concretos”, aunque el autor aclare que son creaciones paralelas a estos y no explicaciones. Y las soluciones gráficas no son ni impecables ni lo bastante sorpresivas como para justificar la insistencia en una aventura que ha perdido novedad. El libro habla, en todo caso, de las inquietudes de Montes de Oca; es para mí una “curiosidad” que este puede darse el lujo de incluir en una obra sólida, sin que esta pierda nada por ello. También me parece “accidental” en el balance del que brota la imagen definitiva del poeta.
Quiero señalar, por último, la ampliación del repertorio de tonos que se produce en los últimos libros de Montes de Oca: inclusión más frecuente del humor, indecisión, decepción y aun afán de olvido; pero sobre todo lo que podría parecer una infiltración progresiva de la duda. El escepticismo, visible ya en sus primeras obras, estaba neutralizado sin embargo por el fervor de la “plegaria”, por la fe en la bondad humana, por la convicción de que no ha muerto la inocencia, de que siempre se gana, de que no se pierde. Después, el feliz frecuentador de abismos parece no fiarse ya del todo de su paracaídas de imágenes espléndidas. Por ello, tal vez, se vuelve menos visionario y más introspectivo; deja que lo conozcamos decepcionado, triste, capaz de reírse de sí mismo, dispuesto a caer. Pero la duda, a pesar de todo, no llega a minar su confianza en la poesía: si el hombre se muere de resucitar en vano, puede transformar la gratuidad de la existencia en fiesta definitiva. La aceptación de la caída es en Montes de Oca la de un Ícaro que añade más papel a las alas de Leonardo y sabe, al menos, que lo que escribe en ese papel no se borra. ~
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* Todas las frases o palabras subrayadas son de Montes de Oca (prólogo a Poesía reunida o citas de sus poemas).