A principios de año el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, anunció que su país iba a ser la sede del concurso Miss Universo 2023. Un lugar “lleno de belleza, [con] las mejores playas del mundo para surfear, imponentes volcanes, exquisito café, y ahora […] el país más seguro de América Latina”, se le escucha decir mientras corre un montaje de imágenes tomadas con dron. Hablar de recursos naturales y mujeres en un mismo aliento como si estas fueran otro producto sujeto a ser explotado es una retórica difícilmente novedosa o única de El Salvador, por más que revele cierta concepción de dónde entran ellas en ese particular tejido social. Lo verdaderamente inquietante es la afirmación de que el país centroamericano es el más seguro de la región cuando su gobierno ha ido prorrogando mes con mes, desde marzo de 2022, un régimen de excepción que limita severamente los derechos de las personas detenidas. Estas medidas se tomaron para combatir la epidemia de homicidios desatada desde hace años por la Mara Salvatrucha, una organización que es producto de la guerra civil salvadoreña y las pandillas angelinas de los años setenta. Tal parece que la estrategia ha dado resultados, sin embargo, el método empleado deja la sensación de que la violencia en El Salvador es un bucle que se reinventa. El régimen de excepción es tan solo la última vuelta de tuerca.
La escritora Claudia Hernández (San Salvador, 1975) conoce de sobra este tipo de discursos que ponen una cara sonriente ante la adversidad y comprende su increíble potencial para dañar el bienestar y la autonomía de las personas sujetas a él. Tomar tu mano, su más reciente novela, se dedica a enunciar reiteradamente los secretos a voces, los consejos que bien pudieran ser mandatos y las órdenes explícitas de cómo hay que ser o cómo toca comportarse, además de las consecuencias que implica no seguir el camino previamente delineado. La narrativa de Hernández subraya la dualidad de la cara íntima y la cara pública, una escisión que salva y condena por partes iguales: no hay que ser tan honesta como para que lo usen en tu contra, pero un momento de sinceridad íntima con la persona correcta puede ser suficiente para liberarte. Las mujeres de la guerra civil salvadoreña están al centro de esta telaraña de voces tendida por ellas y por los hombres de su vida, empapados de guerra y masculinidades tóxicas. Sus personajes no tienen nombre pero son reconocibles. Es la madre que sufre golpizas diarias para proteger a sus hijos, la esposa que obedece ciegamente lo que diga el marido, la hija que se casa con quien le ordenen sus padres y la que los deshonra para perseguir sueños románticos que acaban por volverse pesadillas.
El contexto histórico en el que se desenvuelven estos personajes tampoco es explícito pero Hernández nos comparte las claves justas para poder ir al encuentro de la información. La gente que vivió esta historia, así como sus herederos, sabe perfectamente de qué se está hablando, no les van a estar explicando su vida. A quien no la conoce le toca la tarea de involucrarse, de buscar y desmenuzar para evitar ser un mirón que exotice el dolor ajeno. La aparente opacidad con que está escrita la novela es una de esas apuestas formales que serían fácilmente criticables en un taller de escritura. ¿Quién está hablando? ¿A quién se le habla? Los elementos básicos de una comunicación eficaz son continuamente subvertidos y la relectura se vuelve un ejercicio obligatorio. La incertidumbre en torno a la dirección del mensaje genera una especie de domo lingüístico que fuerza a la lectora a leer despacio, a tomarse el tiempo de entender qué está sucediendo y a sentir por un momento en el propio cuerpo la falta de salidas a las que las mujeres de Hernández tienen acceso.
Esta confusión deliberada es parte del estilo que distingue a la triada conformada por Tomar tu mano, Roza, tumba, quema y El verbo J. Cada una de estas novelas habla de distintos tipos de desplazamiento forzado sobre todo si nos permitimos pensar este concepto más allá de la migración. Es decir, desplazamiento forzado en términos de la vulnerabilidad de los cuerpos cuya autonomía es constantemente socavada o está en peligro de serlo. Las mujeres de Hernández no son iguales pero comparten esa posición al filo del abismo, ahí donde cada palabra, cada acción dicta si vas a seguir o no.
Tomar tu mano es quizá el libro más desolador de la triada porque construye esa sensación de peligro inminente desde un lenguaje llano y distante que subraya la acumulación de los eventos que se suceden sin tregua. Las palabras ajenas actúan como un oráculo que avienta la piedra y esconde la mano, como si se pudiera ser verdaderamente libre con el peso de la expectativa a cuestas. Es precisamente aquí que la palabra llana se vuelve cruel, cuando parece que no encubre ningún artilugio, cuando se parece a la verdad en su supuesta obviedad. “Las cosas simplemente son así”, parece decirnos Hernández una y otra vez hasta que hay que cerrar el libro para descansar del laberinto en el que se van dando de tumbos sus personajes. Es la misma insistencia demoledora que tienen las noticias de desaparecidos, feminicidios e injusticias perpetradas por el Estado. Cifras de víctimas que van haciendo mella en la esperanza como un papel que arde y se repliega en sí mismo.
No obstante, Hernández no es una autora cínica. Ese “las cosas simplemente son así” no viene de su boca sino del ambiente que retrata como una toxina que flota en el aire aunque no sea propia de él. Hernández apuesta por los vínculos generados en el acompañamiento sin pintarlos de color de rosa. Acompañar es un acto radical que pide la continua conciencia y presencia de la persona que ha decidido hacerlo. Tomar la mano de alguien cuando te la extiende sin apuros a veces es suficiente para no sentirse sola, para confiar en que, a pesar del vértigo, existe alguien que no te dejará caer. ~
(Monterrey, 1988) es escritora y académica. Estudia el doctorado en literatura hispana en la Universidad de Pensilvania