Aborrezco a los políticos mexicanos: todos los días demuestran que la mentira es redituable, que el engaño es productivo, que el crimen sí paga, que la inmoralidad es impune y que la imbecilidad tiene fuero. Y me enfurece pensar en la parte de mis impuestos cautivos que va a dar a sus bolsillos nauseabundos, sus jacuzzis llenos de vómito, sus palacetes de paredes de pozole y techos de zopilote.
La temporada electoral es insoportable: es como una epidemia de asco que regresa cada tres años con más y mejores amibas, gérmenes más conspicuos y bacterias más resistentes. Llévelo llévelo, aquí le estamos ofreciendo lo que es el candidato patógeno, la diputada infecciosa, el senador bacterial, el gobernador cancerígeno llévelo llévelo. Y páguelo. Y otórguele fuero. Y enriquézcalo.
Y los miles de millones de pesos que se le entregan del erario, legalmente, para que concurse en el miserable Miss México de demostrar su amor al pueblo. Cosa que hará después de demostrar ya no su amor, sino su pasión por quienes lo patrocinan ilegalmente, esos proxenetas y mandamases que financian las aspiraciones del político con una mano y guardan los pagarés en la otra.
Esa farsa de financiar las campañas de los políticos con dinero público, dizque para que no las financie dinero privado o sucio, combina con el insulto a la inteligencia una dosis excesiva de sadismo. Saltándose las leyes, el político juntará dinero con sus proxenetas que, claro está, exigirán de regreso su inversión, multiplicada. Los impuestos de los causantes cautivos que van a dar a la campaña de ese cacomixtle terminan por subsidiar a los proxenetas: ellos recibirán las ganancias cuando el amor al pueblo se convierta en licitaciones; el causante recibirá las excusas.
¿Qué porcentaje de sus afiches, espots, espectaculares, banderines, espantasuegras y maracas, tortas y tacos demócratas sale de mi bolsa? ¿Por qué, oh Dioses, tengo que financiar al pequeño pterodáctilo con papada que me promete progreso?
Y la impotencia ante su publicidad revulsiva en la tele, en la radio y en todo lugar. Extraigo ira de un arrebato que escribí hace años: todo da vueltas. Me lo reciclan los candidatos con sus caras cacareantes en las calles cacarizas. El desfile inacabable de canallas exhibiendo sus axilas asquerosas y sus caninos cacos, mostrando sus pulposos pulgares y sus mofletes justicieros. Macolla de vivales, mediocres merolicos, basca de “bronx”, padrotillos de la esperanza, títeres coadyuvantes, claques convenencieras, comadrejas gestoras, coimes solícitos, “cocodrilos metidos a redentores”, les dijo Octavio Paz; “patriotas con el monopolio del patriotismo”, les dijo Neruda.
Cada tres años mastico la misma ira y largo la misma diatriba inútil. Ya sé que es tonto: en algo amaina la muina.
Si tan solo fueran más discretos. Si dejaran de gritar que tienen las manos limpias; si ya no se ufanaran de tener los ojos en el futuro; si dejaran de jactarse de tener la frente en alto (de las otras partes de su anatomía, felizmente, no dan noticia). Y sin embargo son sinceros como pocos mexicanos: los únicos que anuncian públicamente que quieren todo, que lo quieren ya y que lo quieren a costa de lo que sea. Si tuvieran una vergüenza proporcional a los fracasos que confeccionan, ¿serían más púdicos?
No: el político mexicano promedio entiende bien que la radical ablación del sentido del honor, la extirpación total de la vergüenza, es requisito sine qua non de su carrera. Es un mundo el suyo en el que la desvergüenza tiene valor curricular.
Pero, ¿y los honestos, los íntegros, los que deveras quieren cambiar algo las cosas? Esos me chocan de otra forma: son los que impiden la generalización…
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.