Carlos Reygadas: la batalla por el cine

Como dejan en claro todas sus películas, para Reygadas el cine es algo más que un engranaje en la gran industria del entretenimiento. Su libro Presencia, que abreva de la tradición cinematográfica y la filosofía, es una declaración de principios sobre un arte que, cuando supera su función de “retratar la realidad”, llega a develar el ser.
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Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiemposla edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación, la era donde quienes hacían cine también escribían. Y no me refiero a la soviética comprensión del cine como escritura de luz. En la primera mitad del siglo XX, cineastas europeos –de Eisenstein a Epstein– expresaron a través de textos su necesidad existencial de justificar aquella nueva ocupación. Como si quisiera eludir la distancia que lo separa de esos primeros cineastas-escritores, Carlos Reygadas publicó recientemente Presencia, un libro imprescindible para quien intuya que el cine es más que un engranaje de la gran máquina de entretenimiento hollywoodense.

En su ensayo, Reygadas va urdiendo una tensa cofradía entre consagrados pensadores de un pasado anterior a la producción en serie: Bergman, Barthes, Bresson, Dreyer, Ford, Heidegger, Hitchcock, Jung, Rubliov, Tarkovski, Tati y Welles son explícitamente traídos en causa como si solo ellos pudieran ser hoy dignos interlocutores. No por nada, el único ejemplar vivo que participa de su banda de amigos-adversarios es Sokúrov, uno de los pocos cineastas que continúan ampliando las potencialidades del cine con una elegante indiferencia ante las fuerzas comerciales.

Con este gesto Reygadas nos hace retornar a aquellos tiempos primigenios en los que las y los cineastas tenían, como decía Deleuze, su propia manera de ser filósofos/as. Ciertamente, con esta expresión intentaba elevar el cine a forma de pensamiento y, por tanto, poner en escena que no es necesario recurrir a pesados aparatos discursivos para entrar al campo de la filosofía: los y las cineastas no solo tienen algo que mostrar, sino que en la forma en que lo muestran tienen algo que decir en relación con la realidad en la que se insertan. Al instalarse imaginariamente en su etapa iniciática, Reygadas asume la idea de que la historia del cine es tramada en la tensión constante entre dos tendencias que van mudando solo sus denominaciones: naturalismo y artificio, industria y artesanía, documental y ficción, por nombrar las más comunes.

Una línea similar había sido ya trazada por Raúl Ruiz cuando en los noventa reveló uno de sus tantos proyectos irrealizados: una película que girara en torno a una apuesta entre los hermanos Lumière y Méliès consistente en rodar en un plazo de ochenta días La vuelta al mundo en ochenta días y ver cuál de los dos filmes resultaría elegido por el mismísimo Julio Verne para ser exhibido en la Exposición Universal de París en 1900. Ruiz imaginaba que mostraría a los Lumière ocupando ese plazo para registrar un viaje alrededor del mundo y a Méliès recreando aquel viaje mediante el uso de efectos especiales en su propio estudio. Lo que pretendía era reforzar el hecho de que esta tensión entre los Lumière y Méliès no ha cesado de manifestarse hasta nuestros días.

El ensayo de Reygadas repone esta condición tensional del cine para dar un paso adicional al abrir la posibilidad de superar el binarismo implicado en estos dos bandos atávicos. Dicho de otro modo, ofrece un pensamiento abinario que desestabiliza todas las oposiciones, incluso la que hoy se propone entre personas binarias y personas no binarias. Vale decir que a esta cuestión Reygadas le ha dedicado una filmografía entera: con cada una de sus películas desactiva aquella forma de aproximación en la que todo evento es subsumido bajo categorías pétreas que responden a una repartición binaria del mundo. Así, los pares naturaleza-humanidad, animalidad-humanidad, niñez-adultez, infidelidad-amor, y suma y sigue, son puestos en jaque como una demostración práctica de la libertad que es necesaria para experimentar aquellos misterios de la realidad que rebasan cualquier explicación.

((Ivana Peric Maluk, “Los misterios de la naturaleza”, en El Agente Cine, 9 de junio de 2021. Disponible online en elagentecine.cl.))

En Presencia, Reygadas nos recuerda que antes de tirar una escalera primero hay que subirla y se concentra en reconstruir modulaciones del binarismo –ahora al interior del cine– que tienen un parecido de familia con lo que formuló otro cineasta, Jean Epstein, en los años cuarenta. De acuerdo con este último, desde la invención del cinematógrafo, el cine hubo de enfrentar la acusación de ser un instrumento del diablo. Argumentaba que dicha querella se monta precisamente sobre el binarismo instaurado por casi todas las religiones entre Dios y el diablo, donde el primero se relaciona con una voluntad conservadora que, armada de razón y ley, hace perdurar un pasado inmutable en el presente y el porvenir, y el segundo se vincula con la energía del devenir inmanente a una realidad en constante transformación, que destruye el pasado y el presente en función de otro porvenir deseado. Dentro de este orden binario, el cine sería diabólico porque niega el reposo y la caducidad de los fenómenos del mundo mostrando que el universo entero, desde lo más grande hasta lo más pequeño, desde lo más visible hasta lo más invisible, participa de una metamorfosis incesante.

Desde su nacimiento y todavía ahora, al cine se le ha exigido distinguirse tanto de otras artes –como la fotografía o la literatura– como de algunas invenciones tecnológicas –por ejemplo, la televisión y, en tiempos más recientes, la inteligencia artificial generativa–. Ante la constatación de que hoy día las series, con su exceso de información, gobiernan nuestras pantallas, Reygadas vuelve a esta polémica originaria del cine para encontrar ahí una alternativa. Bajo el lema “sentir lo que se presenta, no entender lo que se representa”, le da profundidad a lo que, desde hace varios años, llama cine de la presencia en oposición al cine ilustrativo del que participarían paradigmáticamente las series estandarizadas al estilo Netflix. La línea que recorre subterráneamente todo el ensayo es, pues, este binarismo que, adoptando múltiples modulaciones, termina por mostrar que el cine es un arte autónomo y, entonces, libre de la exigencia que lo vio nacer.

Para Reygadas la potencia del cine no es la de entretener, entregar información o retratar la realidad tal cual es: que el cine sea un arte de la presencia significa que es una forma expresiva que devela al ser mostrándolo o, para decirlo con Pasolini, que expresa la realidad por medio de la realidad. Esto implica que lo mostrado en pantalla no es una reproducción o imitación de algo preexistente, sino una realidad ampliada que es vista ser lo que es, es decir, se percibe ahí, con toda su presencia. Lo que distingue a la realidad del cine de la realidad a secas es que esta última “se manifiesta en el transcurso del tiempo y puede hacerlo nada más una vez, en esa urdimbre intocable que llamamos el presente: un soplo se produce y se desvanece para siempre”, mientras que la realidad del cine permanece a la espera de ser dotada de un sentido singular toda vez que es mirada por un/a espectador/a cualquiera.

La cámara y la grabadora operarían, para Reygadas, como un embudo que, al dejar pasar una porción de realidad, nos permiten ser testigos de aquello que no podemos explicar con palabras y que, por tanto, se nos presenta como un misterio. De este modo sitúa la máxima diferencia entre el cine y la literatura: si esta última “procede empleando como significante un lenguaje simbólico –las palabras– para significar imágenes, conformándose como un arte de la representación; el cine, en cambio, trata con significantes autónomos que en sí mismos conllevan a su propio ser –entes diferenciados de formas irremplazables– y por ello está exento de significar: es un arte de la presencia”. Por eso nos alerta de que el llamado cine ilustrativo no es, en estricto rigor, ni cine ni literatura, porque “al mostrar la materia que quiere significar desprovee de la infinita capacidad de sugerir de la literatura o su densidad psicológica”.

Para recibir la presencia, sin embargo, no basta con dejar pasar la realidad frente a la cámara o la grabadora. Reygadas sostiene que el cine de la presencia exige su propia metodología. Algo de ello se atisbaba en Luz (anDante, 2017), libro en el que reúne los guiones gráficos de sus cuatro primeros filmes: Japón (2002), Batalla en el cielo (2005), Luz silenciosa (2007) y Post tenebras lux (2012). Se podría pensar que esta revelación de cuidados storyboards contradice la disposición obligada de “dejar pasar” la realidad que comparte su ensayo, en la medida en que hablarían en favor de una elaboración que luego se recrea frente a la cámara. Pero las apariencias engañan: justamente la imagen mental que se expresa en el guion gráfico –se sostiene en Presencia– es solo el primer paso de un baile que mezcla actividad con pasividad, subjetividad con objetividad, ser con visión.

Reygadas sintetiza esta metodología en la fórmula “visualización activa-filmación pasiva-conformación activa”, donde el primer paso –imaginar previsualizando– es condición de posibilidad para el segundo –improvisar tras la cámara–, en el que se “actúa con brillo ante la inestabilidad propia del instante: detenerse, para ver y redirigir si hace falta, o bien, para abrazar lo nuevo”. Siguiendo meticulosamente esta fórmula surgirá, entonces, la presencia en tanto resultado de una combinación “entre lo que hay, lo imaginado y lo que hubo de devenir”. Empero, es el último paso –la conformación activa– el que aporta el giro que vuelve radical el ejercicio de Reygadas, esto es, una instancia para tirar la escalera que nos lleva al orden binario.

En el transcurso de su ensayo, se esfuerza en mostrar el carácter esencialmente no lingüístico del arte de la presencia, ofreciendo un símil incitante: “se parece a la sensualidad antes que al discurso, porque expresa sin decir y no se conoce sin experimentarse: lo que quiere es crear artilugios donde podamos mirarnos ser […] la fluidez de su interrogación a la realidad es una vía para entrever lo que no podemos comprender”. El cine de la presencia es para Reygadas un no lenguaje que fusiona el saber con el sentir al ofrecer un conocimiento que nace del deseo de reconocer lo que no puede ser reducido a código alguno, como sí lo hace necesariamente la literatura. No obstante, hacia el final de su recorrido afirma que, cuando la visión de quien sigue la mencionada fórmula adquiere forma de filme, “el cine encuentra finalmente su destino, insospechado e inevitable, y acontece en él un cambio definitivo que lo traspasa hasta revertirlo: ¡el cine deja de ser imagen y se convierte en idea!”. El destino del cine de la presencia, de esa imagen-ser que se resiste a la caducidad, es “develarse como impresión humana de la vida”.

En medio de la ebullición poshumanista a la que asistimos hoy, esta concepción del cine da lugar a un efecto político fundamental, ya que configura a contrapelo lo que indiciariamente se podría llamar humanismo descentrado. Humanismo en la medida en que la comprensión de la realidad que está en la base es siempre relativa a la persona humana: “la realidad nos necesita para ser, tanto como la memoria o el deseo”; pero un humanismo descentrado, porque descarta que el lenguaje sea la mayor fuente de sentido, esa que permite reconocer el misterio constitutivo de la realidad. De esta manera, Reygadas apuesta por el cine de la presencia como una forma de relacionarnos abinariamente con las diversas entidades que producen la realidad presentada en un filme, haciendo mirarnos a todos/as estar siendo. Este descentramiento es extremado cuando sostiene que los filmes piensan por sí mismos al darle permanencia a cierta visión que no caduca, pero que se transforma según quien la mire, resistiendo así el paso del tiempo.

Llegado a este punto, cabe preguntarse qué necesidad tiene Reygadas de poner todo esto en palabras, escribiendo su propio qué es el cine para actualizar los anaqueles de las escuelas de cine, sobre todo si lo suyo es una enconada oposición a su comprensión en clave lingüística. O, dicho de otro modo, cuál es la razón de desviarse del camino por el que había avanzado Deleuze al reconocer en los/as cineastas a filósofos/as que, luego, no necesitan escribir densos tratados para tenerse por tales. Reygadas podría consistentemente haberse conformado con su propia filmografía en la que cuestiona los binarismos que secuestran el pensamiento al grado de volverse verdades reveladas y, por tanto, incuestionables. Es respondiendo a esta pregunta donde aparece en todo su esplendor la inteligencia de Reygadas, una “inteligencia que casi lastima”, como la describió una entrevistadora hace un tiempo atrás.

Basta con reparar en que su ensayo adopta la forma de un flujo fragmentario constituido por una serie de capítulos-imágenes que, leídas unas junto a otras, generan la sensación de estar navegando en altamar. Con ello no solo muestra formalmente la paradoja que constituye al propio cine de ser, como decía tempranamente Epstein, una quietud moviente que da la impresión del paso del tiempo ensamblando imágenes que son, empero, fijas; sino que, acudiendo a la escritura para defender la autonomía del cine, Reygadas despliega su propio modo de ser abinario exponiendo los binarismos para mostrar prácticamente su artificialidad. Y es que su provocación no se traduce en obligarnos a optar por el cine o la literatura, por sentir o significar, por la presencia o la representación, por la imagen-ser o la imagen-concepto, por lo sensible o lo inteligible, por la afección o la descripción, por la expresión o la comunicación, todas modulaciones binarias que dan ritmo a su texto. Pues si el cine de la presencia piensa la vida, reflexionar sobre él es una forma de mostrar la conversión de un bando al otro que opera en el último paso de este baile atemporal que es todo arte. ~

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