Borges y Erice: dos reyes tristes

Cerrar los ojos se presenta como un homenaje luctuoso al cine del pasado, pero sus fuentes son literarias, unas más explícitas que otras.
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Cerrar los ojos se presenta como un homenaje luctuoso al cine del pasado, pero sus fuentes son literarias, unas más explícitas que otras: Borges y Juan Marsé, Isak Dinesen pasada por Orson Welles –en el escenario con disfraz chino del pueblo madrileño de Chinchón– y en particular el Oriente teatral de Von Sternberg, el de The Shanghai gesture (en España llamada El embrujo de Shanghái). En una larga, reveladora y por momentos disputada entrevista que Carlos F. Heredero le hizo a Erice en el pasado número de octubre de la revista Caimán, este responde: “The Shanghai gesture supuso para mí una ficción cinematográfica primordial. Fue la primera vez en mi vida que descubrí Shanghái. Más viva que la real, aunque fuera una fantasmagoría […] Vista con los ojos de los narradores occidentales, el Shanghái de los años veinte y treinta, en la época de las Concesiones, se convirtió en una especie de crisol de la ficción. Era el destino preferido por los aventureros del mundo entero, el lugar donde todas las historias podían suceder. La literatura y el cine han acudido a esta suerte de reclamo, dejando muy abundantes testimonios. Como espectador primero, después como cineasta, he sido sensible a esa tradición legendaria.” Y refiriéndose ya en concreto a Cerrar los ojos añade Erice: “En la niña Qiao Shu/Judith, el gesto de Shanghái (su herencia oriental) convive con la canción sefardí (su herencia occidental).”

Dentro de la lamentablemente accidentada carrera de proyectos frustrados y obras inconclusas de Víctor Erice, hay asimismo un precedente libresco, el del cuento de Jorge Luis “La muerte y la brújula”, perteneciente a la colección de relatos Artificios fechada en 1944, un tiempo de extraordinaria creatividad del argentino, con, entre otras, las magistrales piezas de Ficciones del rango de “La lotería en Babilonia” o “Pierre Menard, autor del Quijote”. Sabemos ahora que en 1990, por encargo del productor Andrés Vicente Gómez, Erice escribió un guion que adaptaba “La muerte y la brújula”, una narración corta que juega con el thriller en clave algebraica y judaica, dos registros que Borges gustaba de mezclar y en ocasiones llevar hasta el paroxismo y la comicidad. Aquel encargo del productor español no se filmó, pero quedó en la cabeza de Erice y allí creció, se bifurcó, extendiéndose a otras geografías y a otras tramas. Su reaparición en los 170 minutos de duración de Cerrar los ojos es un acontecimiento que, al menos para mí, marca un hito no ya en la filmografía del gran cineasta vasco, sino en la historia del cine español, constituyendo por lo demás un ejemplo de adaptación expandida de un brevísimo texto seminarrativo, del que el autor de El sur utiliza ciertas constantes o figuras, desechando otras y conservando el espíritu inspirador de la literatura de Borges.

La primera cita (o guiño) de este filme sostenido en las dualidades es críptica, aunque claramente borgiana: en el jardín un tanto abandonado de la quinta a la que llega Julio Arenas (José Coronado), el famoso actor desaparecido en medio de un rodaje que nunca pudo terminarse al faltar él, su intérprete principal, hay estatuas clásicas, entre las que destaca la de un dios bifronte desnudo. Y escribe Borges en “La muerte y la brújula”: “Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-Le-Roy abundaba en inútiles geometrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó […] Un resplandor le guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrott exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio […] infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos […] Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana […] En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.

El arranque cinematográfico, en un jardín similar que rodea una abigarrada mansión presidida por el ampuloso Mr. Levy (José María Pou), es muy enigmático pero de fascinante imaginería, y las palabras dichas por Levy/Pou marcan una de las dos líneas argumentales, a la vez que plantean otra de las más sugestivas peculiaridades de Cerrar los ojos, su construcción dialógica; se trata de una de las películas más habladas que yo recuerde en los últimos tiempos. Esa característica me llevó a pensar con una pizca de malicia, siguiendo el sabido espíritu burlón de Borges: Erice parte de un cuento con escasos diálogos, y se diría que el director, admirador evidente del escritor porteño, amplía y reverbera la verbalidad de partida, sin imitar la voz escrita de Borges, aunque sí respete su estructura binaria, dando a Lönnnrot y Scharlach, los dos investigadores de “La muerte y la brújula”, el papel que Mr. Levy y Miguel Garay (Manolo Solo) desempeñan en la película. Son a ese respecto memorables la letra y la interpretación de Manolo Solo dialogando con su amigo el cinéfilo Max Roca (Mario Pardo), y la conversación en la cafetería del Museo del Prado entre el mismo Garay y Ana Arenas (Ana Torrent), la hija del actor desaparecido.

De modo natural el guion de Erice evita la sangre, copiosa en el cuento. Y en vez de una macabra sucesión de asesinatos, el director-coguionista ordena su relato fílmico sobre otras paridades de muy antigua raigambre narrativa pero aún plenamente vigentes: el encargo de una averiguación delicada, la insistente búsqueda de seres desvanecidos. Ese doble periplo tiene desarrollos muy bien delimitados y complementarios. El protagonista Miguel Garay pasa de la fantasía chinesca y un tanto rococó de la mansión Triste-Le-Roy al más prosaico y chillón escenario de la actualidad, el plató televisivo de un programa de chismes y “celebrities”. No es el único contraste violento de la película, que alterna el ya mencionado Museo del Prado con los depósitos destartalados del celuloide; la precariedad desastrada de la colonia andaluza de Marina Rincón y sus chabolas de hippies, que acaba conduciendo al investigador Garay a la residencia hospitalaria de las monjitas locuaces, un giro de argumento muy ocurrente que le da al filme una veracidad nueva, casi costumbrista, apartada de los perfiles y ámbitos extravagantes con los que empieza y termina esta historia de deserciones y escapatorias. Palabrería y mutismo, dos antagonistas en una misma cuerda.

La huida de Julio Arenas del rodaje de La mirada del adiós, que nunca se acabó, y su conversión en Gardel son el motivo central de las dos películas que vemos; la corta –más justo sería decir la interrumpida o cercenada– arranca y pone fin a Cerrar los ojos, que es la crónica extensa y verosímil de un misterio; ese misterio Erice nunca lo desvela en su integridad, aunque sí aclara dicho antagonismo, que también se puede leer como una contienda o desafío entre el cine de gestos y el cine de palabras; la antinomia de las latas de celuloide refugiadas en la cabina del modesto cine del pueblo granadino de Lecrín, donde aún se proyecta a la antigua, y el imperio de un tiempo por venir que ya ha llegado. Todo esto lo capta o lo descubre el escritor y cineasta Miguel Garay; él mismo lo ha sufrido y lo ha aceptado, pero sin los gestos de extrema renuncia de Julio Arenas, alguien que reclama lo que Baudelaire pedía como supremo derecho humano de los hombres, “le droit de s’en aller”, el derecho de irse sin dar explicaciones ni dejar huellas. Claro que Erice no elude la parte policiaca que su película también le debe a Borges; Arenas cumple el mandato como un buen detective, si bien en este caso las olas no devuelven a la orilla ni un cuerpo ni un delito.

Cerrar los ojos tampoco pierde en ningún momento el aura de cuento gótico a la manera en que los escribía Isak Dinesen, y esa es la razón por la que he mencionado al comienzo de este artículo a la genial baronesa autora de La historia inmortal, relato orientalista que Orson Welles recreó sin moverse de Castilla la Mancha. Varias de las escenas de Welles tienen la atmósfera de un cuento chino, y la opacidad de muchos thrillers fílmicos.

No contaremos el final de Cerrar los ojos, que es un happy end mortuorio y abierto, interrogativo y elegiaco. La hija, es decir, Las Dos Hijas que un padre busca y otro padre esquiva, han sido huidizas, pero reaparecen. Una canción, un regreso, y un gesto piadoso para restañar heridas. Julio Arenas/Gardel es bifronte, como sus nombres indican; de hecho es el personaje que con sus caras gastadas y su débil entonación de tanguista susurrante anuncia un declive: la sustitución de un medio de expresión por otro. Las bobinas en la vieja máquina proyectora del cine de Lecrín hacen ruido, como una antigua voz humana rasposa. Esa voz del pasado se extinguirá cuando los espectadores locales desaparezcan, como la voz de Gardel se calla para siempre por cansancio, o por temor.

¿Huía Julio Arenas del cine del futuro? ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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