Casa Rorty XIII. Non possumus

La escuela en la sociedad democrática rara vez posee esa cualidad asfixiante que es propia de las religiones y las ideologías organizadas. Pero alguno hay: allí donde un dogmático tiene a mano un boletín oficial, reside el peligro.
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Acaba de estrenarse en los cines españoles la nueva película —El rapto— de ese joven octogenario que es Marco Bellocchio, director italiano que debutase allá por 1965 con el drama antiburgués Las manos en los bolsillos y que, tras una carrera inevitablemente desigual, ha encadenado varias obras meritorias: del largometraje El traidor, dedicado a un arrepentido de la mafia, a la serie televisiva Exterior noche, caleidoscópica dramatización del secuestro de Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas. En esta ocasión, Bellocchio ha rodado un drama de época que relata un sórdido episodio histórico: el secuestro de un niño judío que, a la edad de seis años, fue separado de su familia y llevado de Bolonia al Vaticano para ser educado como cristiano. Por distante que pueda parecernos lo que aquí se nos cuenta, el tema del que en realidad se ocupa la película no tiene fecha de caducidad. Vaya por delante que no me refiero a las perfidias de la iglesia católica o cualquier otra religión organizada, que Bellocchio quiere sin duda denunciar, sino al problema mucho más amplio que plantea la formación de las conciencias. Y la pregunta sobre quién puede –o debe– llevarla a cabo.

Así que no me importa demasiado la fidelidad de Bellochio a los hechos; lo que cuenta es plausible y, si no sucedió exactamente así, bien podría haberlo hecho. El rapto arranca en el año 1858: aunque el poder de los Estados Pontificios es ya declinante, el Papa Pío IX conserva todavía el dominio de la Emilia-Romagna. Habiéndose comunicado al Santo Oficio que una de las niñeras de la familia Mortara ha bautizado al pequeño Edgardo durante una enfermedad infantil, por miedo a que pasara la eternidad en el limbo, el Vaticano secuestra al niño y lo interna en una suerte de escuela vaticana donde será formado para el sacerdocio católico. Solo la conversión de los Mortara al catolicismo haría posible el regreso de Edgardo; pese al desgarro íntimo que les causa su ausencia, la familia no renuncia a su fe. Y si durante los primeros años de la estancia de Edgardo en el Vaticano tratan en vano de liberarlo, llevando la noticia de su abducción hasta la prensa extranjera, el Papa Pío IX se niega en redondo a devolverlo: el niño ha sido bautizado y la celebración de ese rito en ausencia de más testigos que la ejecutante basta para crear a sus ojos el peligro de la apostasía.

Bellocchio nos presenta al Papa como un hombre iracundo que está fanatizado por sus creencias y padece ensoñaciones punitivas inflingidas por los rabinos de la minoría judía que –recluidos aún en el gueto– habita en Roma. Cuando estos se dirigen a él en audiencia pública, Pío IX los obliga a prosternarse ante su autoridad. Y cuando su secretario le advierte del escándalo causado por el secuestro de Edgardo en la opinión pública internacional, aconsejándole que rectifique, el Papa se muestra inflexible a pesar del riesgo que para la continuidad de los Estados Pontificios representa el avance de las ideas ilustradas y la proliferación de movimientos revolucionarios en todo el continente. “Non possumus”, afirma enfáticamente: no puede someterse a ningún poder terrenal ni ceder en la defensa de aquellos principios que considera –que sabe– verdaderos. También el cardenal del Santo Oficio encargado de llevar a término el rapto, Gaetano Feletti, se expresa en esos términos cuando es juzgado por la nueva autoridad republicana instaurada en Bolonia en 1860 tras su anexión —refrendada en plebiscito— al Piamonte: el poder político secular no tiene autoridad sobre la Iglesia ni puede esperar legítimamente que un miembro de esta última colabore con sus jueces.

Por su parte, Edgardo comienza su estancia en Roma cumpliendo con lo prometido a su madre en la hora de la separación: durante el día asiente junto a los demás pupilos a las explicaciones de sus profesores, pero cada noche reza sus viejas oraciones en la soledad de su cama. Parece experimentar curiosidad ante la figura de Jesucristo, cuya crucifixión se encuentra representada a cada paso, mientras sigue los consejos de un compañero que le asegura que solo recobrará su libertad si finge devoción cristiana y aprende a decir sus oraciones en latín. En el curso de la primera visita de su madre, Edgardo se muestra frío, como si efectivamente perteneciese ya a otra familia; en el último momento, sin embargo, se echa en sus brazos y le asegura que sigue fiel al judaísmo. Ante el peligro que representa su familia para el progreso de su indoctrinación, el Vaticano restringe el contacto con ella; la elipsis que nos conduce a las vísperas de la caída del Vaticano en 1870 nos muestra a un Edgardo que se ha ordenado sacerdote.

En la parte final de la película, comprobamos que su conversión –a diferencia de lo que sucedía con el protagonista de Silencio, la película de Martin Scorsese sobre los misioneros jesuitas en el Japón del siglo XVII– es genuina. De hecho, el todavía joven sacerdote rechazará el abrazo de su hermano, con quien se encuentra en pleno asalto garibaldino al Vaticano. Y pese a la confusión que sufre durante el traslado de los restos mortales de Pío IX, cuando amaga con unirse a la turba que quiere tirar el ataúd al río Tíber, Edgardo tratará de bautizar por la fuerza a su madre moribunda. Cuando se enfrenta a él, sacando fuerzas de flaqueza, esta última dice algo relevante para nuestro asunto: “Nací hebrea y moriré hebrea”. Su propio hermano lo expulsa de casa.

Y por cierto, este último ha experimentado mientras tanto su particular conversión: abrazando los valores republicanos, es ahora un soldado imbuido de los valores ilustrados y dispuesto a poner su vida en juego con tal de liberar a los italianos del Antiguo Régimen. Es una constante del siglo XIX, que ve nacer una suerte de religión sustitutoria —el nacionalismo liberal— como reemplazo del cristianismo —sin hacerlo desaparecer— como referencia legitimadora del Estado. Ese mismo Estado, cada vez más liberal y paulatinamente democrático, asumirá la tarea de educar a los ciudadanos por medio de la instrucción pública y otras herramientas dotadas de valor pedagógico: la prensa diaria, los museos nacionales, el discurso político, las bellas artes. Había que crear al sujeto democrático, igual que los Estados Pontificios se habían esforzado por crear al súbdito cristiano y los Estados totalitarios del siglo XX se esforzarían por dar forma al homo sovieticus o al sujeto fascista según el caso.

Hay que tener cuidado con las comparaciones. La singularidad de la democracia liberal reside en que sus principios organizativos no prevén la supresión de la libertad de conciencia, sino que esta es reconocida explícitamente: que cada cual crea lo que quiera, siempre y cuando respete las leyes democráticas. En las sociedades liberales, el Estado ni siquiera se arroga el monopolio educativo y comunicativo que caracteriza a los totalitarismos; no solo se consagran en sus constituciones una serie de libertades expresivas que permiten a los ciudadanos manifestarse ante los demás, sino que el Estado renuncia a homogeneizar al cuerpo social. O sea: las buenas democracias liberales son aquellas que se sostienen sobre una sociedad heterogénea donde nadie puede obligarnos a pensar de una manera o de otra. Si aquí puede decirse non possumus, lo será en un sentido muy distinto al que manifestaba Pío IX: lo que no podemos hacer es colonizar las conciencias de los individuos mediante el uso del poder público. Aunque no sean pocos los que lo intentan.

Huelga asimismo decir que las democracias realmente existentes no han estado siempre a la altura de tan noble ideal. Han perseguido con exceso de celo algunas ideas políticas: en sus maravillosas memorias, la actriz y guionista Salka Viertel cuenta cómo el gobierno norteamericano le deniega el pasaporte en la segunda posguerra –ya se ha nacionalizado estadounidense– a causa de sus presuntas simpatías comunistas. Igualmente, el pluralismo social llega a resultar intolerable para quienes desearían que sus valores se convirtieran en los valores por antonomasia, procediendo entonces a considerarlos inherentes a la condición de ciudadano democrático y legitimando con ello su difusión a través de las instituciones del Estado. En esa línea se encuentran las declaraciones del entertainer Bob Pop, quien hace poco cargaba en la cadena SER contra la escuela concertada y reclamaba que la escuela pública se encargue de “adoctrinar” a los ciudadanos “en igualdad y en valores”.

Ocurre que suprimir la escuela concertada supone de facto eliminar la posibilidad de que exista una escuela diferente a la pública, o sea capaz de introducir en el proceso educativo acentos morales o religiosos particulares; cabe preguntarse si eso es, en sí mismo, respetuoso del pluralismo. Se entiende asimismo que el Estado puede imponer unos estándares curriculares a los que deben sujetarse tanto la escuela privada como la concertada, de manera que su eliminación no sería estrictamente necesaria. Pero el asunto es peliagudo, porque cabe aducir que la escuela pública tiene encomendada la tarea de neutralizar los particularismos familiares, introduciendo a sus pupilos en el conocimiento de una cultura de la generalidad de carácter democrático y liberal. Pero cuidado con los que enarbolan la bandera de la democracia y prescinden del adjetivo “liberal”: al fondo del pasillo está ese Rousseau que aceptaba cualquier aglutinante comunitario –entre ellos la religión y el nacionalismo– que neutralizase la tendencia del individuo a la particularidad. El fanatismo es preferible a la filosofía, llega a afirmar el ginebrino: el primero une allí donde la segunda disgrega.

De lo que no cabe duda es de que una sociedad que no esté sometida a un poder totalitario albergará familias de muy distinto tipo, cada una de ellas dedicada a la tarea de “adoctrinar” a sus miembros; ya lo hagan de manera fuerte (socializándolos en creencias religiosas o cosmovisiones ideológicas que demandan ser universalizadas) o débil (haciéndoles partícipes de valores o preferencias que pueden realizarse en la esfera privada sin molestar a nadie). Dentro de cada hogar hay, por lo tanto, una escuela; y quizá una jaula. Pero también luchan por influir en la conciencia del individuo las instituciones estatales, los partidos políticos, los intelectuales y los periodistas y los entertainers, los movimientos sociales y los activistas, las empresas que formulan eslóganes publicitarios. En una sociedad liberal, no queda más remedio que aceptar la existencia de una multiplicidad de fuentes de persuasión; lo cual es preferible a tener una sola fuente oficial de persuasión. De ahí que sea recomendable negar la mayor: no corresponde al Estado decidir qué debemos creer. Su poder legítimo no llega tan lejos, por más que abunden en nuestros días los defensores de un Estado paternalista dedicado a “educar en valores” como si estos últimos fueran evidentes u obligatorios; es el mismo impulso que quiere convertir las opiniones desagradables o inoportunas en delitos de opinión.

Cuando el Estado deja de instruir y ni siquiera se limita a educar, sino que intenta adoctrinar a los ciudadanos tratando de adueñarse de su conciencia, será ese mismo ciudadano quien habrá de decir: non possumus. Por fortuna, los casos no abundan: la escuela en la sociedad democrática rara vez posee esa cualidad asfixiante que es propia de las religiones y las ideologías organizadas. Pero alguno hay: allí donde un dogmático tiene a mano un boletín oficial, reside el peligro; solo la forma liberal de nuestras sociedades, o, si se prefiere, su faceta liberal, nos salvaguarda de aquel. Los extremistas de todas las confesiones sufren cuando comprueban que el mundo no está hecho a su medida; si pudieran, harían como el Vaticano con Edgardo en la película de Bellocchio: nos secuestrarían para convertirnos. Y quizá lo lograsen.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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