Gabriel Zaid tenía 29 años, en 1963, cuando su antiguo maestro del Club de Lectura, Manuel Rodríguez Vizcarra Jr., lo invitó a recitar sus poemas dentro del ciclo “Poesía en el mundo”, organizado por la Asociación de Estudiantes de Arquitectura del Tecnológico de Monterrey.
Pero el joven poeta se negó a recitar. En vez de eso leyó tres discursos, en tres tardes sucesivas. El primero se tituló, precisamente, “Negándose a recitar”. No es que padeciera “pánico escénico”. Años antes, en el principal teatro de Monterrey, el Teatro Rex, había actuado, escrito y dirigido un sainete, una breve obra teatral. “Si el poeta dice sus propios versos –explicó Zaid al público reunido para escuchar un frustrado recital–, escenifica la tendencia a confundirlo con su primera persona. La cosa puede tomar un aire equívoco de una confesión íntima que es una confesión pública”. Zaid no leyó sus versos para evitar que se pensara que el personaje de sus poemas era él.
Zaid no quería recitar sus versos sino ensayar en prosa una serie de pensamientos que le rondaban la cabeza, “una serie de cuestiones importantes en mi vida; cosas que me han dado qué pensar, preguntas con qué leer, contemplar o escuchar; motivos de reflexión o diálogo con amigos, asunto de notas escritas de improviso que se iban acumulando sin que yo vislumbrara su posible unidad”. El apremio de su maestro Rodríguez Vizcarra ayudó a nacer a los tres ensayos que, poco después de dictadas las conferencias, aparecieron con el título de La poesía, fundamento de la ciudad (Monterrey, Sierra Madre, 1963).
Gabriel Zaid quería exponer una serie de ideas, no recitar. Había reflexionado sobre la función de la poesía en la vida cotidiana. La manera en que cualquier acto práctico, si se hace con creatividad, puede transformarse en un acto poético, inspirado. En todo quehacer inspirado hay poesía, dijo Zaid esa tarde en Monterrey.
No dijo que en todo lo que uno hace hay poesía (porque hay actos mecánicos, rutinarios, torpes, desganados) sino que lo que uno hace, si se hace creativamente, con imaginación, puede transformarse en un acto poético, transformarse en poesía.
Transformar la vida en poesía, ideal romántico. Raro en un joven ingeniero. Menos raro si se piensa que ese joven ingeniero administrador era poeta. Había sido un lector y escritor precoz. Comenzó escribiendo juguetes teatrales en primaria. Más tarde, en su temprana adolescencia, conoció la poesía y comenzó a escribirla. Alguna vez pasaron por mis manos un par de sonetos de Zaid, poemas de juventud no recogidos en libro, dedicados a recordar a su mamá bailando, con él en brazos, un danzón. Seguramente, como todo joven inspirado, pensó en ser poeta. Tuvo contacto cercano con Pedro Garfias, exiliado español, poeta vanguardista, anclado en Monterrey. Garfias ha aceptado, dice Zaid, “vivir al margen, se ha vuelto un personaje bohemio, ha quedado investido de la figura del poeta in aeternis, que no le da cabida práctica en el mundo, que lo deja en la calle económicamente”. Gabriel Zaid se había graduado ya de ingeniero administrador, era un hombre práctico. Escribía poesía, pero esta no redituaba económicamente. ¿Qué hacer? Escribió notas sueltas. Su maestro lo invitó a recitar. Unificó sus apuntes. Leyó tres conferencias que en realidad son tres ensayos. Tratan de responder a la pregunta: ¿puede transformarse la vida en poesía? ¿Cómo?
Zaid leyó sus conferencias, expuso lo que pensaba, ante la ciudad que rechazaba a los poetas. Una de las cosas que más me impresionan de la obra de Gabriel Zaid es que, a diferencia de tantos, él siempre quiere tener razón: “Yo pretendo nada menos que tener la razón. No me interesa sostener posiciones meramente provocativas, con la buena intención de sembrar inquietudes… o de hacer pensar… Me interesa entender cómo son las cosas en verdad” (“Las ganas de creer”, Vuelta 151). Así que Zaid se dispuso a pensar frente al público. En prosa y con su nombre. Sin confusión posible entre el autor y el protagonista de su ensayo, que es él mismo. Porque desde Montaigne el ensayo habla en primera persona. El ensayo discurre, “se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre”, para decirlo con Paz. El ensayo expone el yo del autor. En este caso de un autor que quiere explicar a su público regiomontano porqué el poeta ha dejado de tener un lugar en la ciudad. No lo expulsan como en La república de Platón: lo dejan morir de hambre. Lo que tiene qué decir no interesa a la ciudad, no es negocio, no da de comer. Lo dice Zaid con crudeza: “Las dificultades económicas aparecen como expresión del rechazo social.”
No es un problema causado por la poesía o los poetas, propone Zaid, sino de apreciación económica: “Si la gente creyera que los sonetos son indispensables, como las corbatas, los sonetos también serían negocio.” Lo cierto es que los libros de poemas se venden muy poco y los poetas no viven de su poesía, trabajan en otras cosas, cosas inferiores a la poesía pero que sin embargo pagan mejor que la poesía. El valor que genera un negocio es distinto al valor que genera la poesía.
La poesía hace más habitable el mundo. Hay poesía en todo quehacer inspirado, en toda actividad que se hace creativamente, es decir, con imaginación, rigor y libertad.
Eso les fue a decir, durante tres tardes sucesivas, el joven ingeniero y poeta Gabriel Zaid a su público regiomontano, eso les fue a decir el Poeta a la Ciudad. Que podemos vivir poéticamente en la cotidianeidad, en momentos de quehacer inspirado. Que todos podemos hacer poesía de nuestra vida. Que todos podemos acceder a la gracia, aunque sea por momentos, porque da alegría aunque no sea negocio. ~