Judío francés de origen alsaciano, Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908) marcó intelectualmente toda la segunda mitad del siglo XX. Amante del campo más que del mar, enamorado de la geología y de la música, este complejo relativista y ecologista no ha dejado de ser un referente a la hora de pensar cuestiones fundamentales relativas a la naturaleza del hombre y de la historia. La obra de Lévi-Strauss produce una suerte de vértigo intelectual, paralelo al de ciertas grandes construcciones científicas, aunque, al igual que éstas, no deje de apoyarse en unas ideas relativamente sencillas. La sencillez de la idea (digamos improvisadamente: el estructuralismo de Lévi-Strauss se basa en la noción de que la cultura, los signos y los significados son una traducción de superestructuras naturales, regidas por un código, en la que lo individual se sume en una relación que, al tiempo que le da sentido, posee un significado estructural: no hay historia sino naturaleza) puede llevar a muchos malentendidos y a un reduccionismo que lejos de comprender juzga. Aunque Lévi-Strauss es citado por activa y por pasiva desde que en 1949 publicó Las estructuras elementales del parentesco, pocos que no sean de la profesión se han internado en esa selva selvaggia donde la clasificación más reflexiva puede hacernos perder el pie y ser devorados por ella si ignoramos el hilo que recorre el laberinto: en el fondo, la idea es más visible que el bosque. Pero el hilo sirve para llegar al centro, es decir, en este caso: para leer su mundo con claridad. Desde que surgió su obra inicial, Lévi-Strauss provocó fascinación y polémica. Se recordarán las páginas de El pensamiento salvaje en las que se discute la filosofía de la historia de Sartre (el hombre es un ser dialéctico, la dialéctica tiene historia) que, a su vez, había arremetido sobre el mito, precisamente por su ahistoricidad, relegándolo a una especie de rito para homúnculos. El etnógrafo, un materialista clásico, venía de descubrir que los pueblos salvajes (sin escritura, sin historia) actuaban como grupos con tanta lógica o más que Sartre, y esa realidad, la de la racionalidad que informa a los mitos y costumbres del hombre salvaje, había sido inadvertida o despreciada. Fue un curioso enfrentamiento entre dos pensadores que, de modo muy diferente, se apoyaban en Marx (Lévi-Strauss nada políticamente). Enseguida, el estructuralismo, más o menos riguroso, se convirtió en moda, ajeno a la tradición de Benveniste y Dumézil. La moda derivó en tópicos que, en la crítica literaria, hicieron estragos en relación a los aspectos subjetivos y el lugar del yo en el texto. Si el realismo socialista pasó como una aplanadora sobre la libertad creadora, la crítica estructuralista y semiótica más vulgar -es decir, la mayoría- convirtió a la novela y a la poesía en un retruécano habitado por el viento y la pedantería. Pero el autor de Tristes trópicos (1955) continuó sus investigaciones en Mitologicas: Lo crudo y lo cocido (1962), De la miel a las cenizas (1967), El origen de las maneras de mesa (1968) y El hombre desnudo (1971). De ellos se deduce, además de muchas otras ideas, una crítica feroz del progreso, así como una desmitificación de los prestigios de la complejidad como depositaria de un mayor conocimiento. Por otro lado, el moralista que no ha podido dejar de ser Lévi-Strauss, se ve enfrentado como etnógrafo a una observación objetiva, convirtiéndose en un instrumento de lo observado al servicio de la mera racionalidad. De ahí también la defensa (imposible) de su “objeto” de las posibles alteraciones fastas o nefastas de la civilización moderna.
De sus libros menos científicos, entre los cuales La mirada lejana (1983) y Mirar, escuchar leer (1993) ocupan un lugar destacado, numerosos lectores en muchas lenguas tenemos debilidad por las indelebles memorias de un antropólogo que son Tristes trópicos. Este viajero que odiaba los viajes y a los exploradores ha sido, sin embargo, un aventurero que ha incursionado en diversos mundos. Él mismo confiesa que tenía (¡y tiene!) una “inteligencia neolítica”: devasta territorios y los germina para dejarlos luego atrás. Uno de los aspectos que sorprenden es la acusada sensibilidad de su autor, y no sólo con relación a los indígenas. Su atención a los olores y a los colores es fantástica, y no es extraño que reiterara, como nos recuerda su estudiosa y amiga Catherine Climent, que “aprender pasa por el cuerpo”; también, pensar tiene cuerpo. Son memorables las páginas dedicadas a los mercados orientales y occidentales que visitó (y fueron muchos).
Con algunos matices, sus ideas fundamentales nunca cambiaron, a pesar de las hondas reservas, amables o agresivas, que su obra suscitó. En nuestra lengua, Claude Lévi-Strauss o El nuevo festín de Esopo (1967), de Octavio Paz, sigue siendo un libro importante, más allá de algún que otro matiz, tanto por su claridad analítica como por su lucidez crítica. En una carta a Tomás Segovia, Paz le comenta que recibió del gran sabio francés una larga respuesta a la lectura de su libro, “que me ha conmovido de verdad”. Es conocida la posterior amistad entre ambos: un diálogo que algunos oyeron pero que, como tanto de lo que importa, carece de historia. Ambos compartían el amor a la culturas distintas y distantes (en las que encontraban parecidos y cercanías), fueron amigos de Breton y del surrealismo, los dos conocían y amaban el mundo japonés, los dos profesaron un interés crítico por la filosofía y curiosidad por las ciencias; los dos, en distinto grado y con lecturas y experiencias no del todo coincidentes, se interesaron por el budismo y fueron tocados por la India. Otras cosas los diferenciaban: en Paz la música (Lévi-Strauss es un melómano, apasionado de la ópera) no fue central sino un acompañamiento tardío. El mexicano fue menos conservador, y tuvo menos respeto intelectual por las instituciones. Aunque pensó que el hombre no era una esencia sino una historia, no creyó que fuera mera historia ni un momento de la lógica de la naturaleza, y eso fue motivo en Paz de una continuada reflexión que en el escritor francés tuvo una presencia episódica. Por último, y sin necesidad de agotar las afinidades y diferencias, los dos exaltaron la importancia de la mujer. Hay que recordar que Lévi-Strauss ha sido y es un gran defensor de la presencia de la mujer en la sociedad, de ahí su crítica al Islam al hacer del mundo de la mujer un espacio cerrado; Paz al pensar en la tradición y el significado del enamoramiento, señaló que sus momentos más ricos coinciden con un grado mayor de la libertad femenina.
La parte última de Tristes trópicos puede figurar entre las páginas más bellas que la literatura francesa ha dado en su siglo. En ellas afirma: “Si el individuo ya no está solo en el grupo y cada sociedad ya no está sola entre las otras, el hombre no está solo en el universo”. Sin tener en cuenta esto quizás no podamos alcanzar a comprender del todo al hombre que ha sido y es Lévi-Strauss y los motivos más personales de su obra. Más allá de las afinidades o diferencias últimas, es difícil leerlas sin emoción y admiración. Creo que ambos términos son los adecuados para cerrar estas líneas sobre tan grande escritor. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)