Del Edén a la Comedia

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Giorgio Agamben

El Reino y el Jardín

Traducción de Ernesto Kavi

Madrid, Sexto Piso, 2020, 132 pp.

Los libros de Giorgio Agamben que prefiero son casi todos breves, como La muchacha indecible en colaboración con Monica Ferrando, Ninfas y Autorretrato en el estudio. La alianza del filósofo, el filólogo y el historiador de las ideas y mitos está en todos ellos. Es más: en lo mejor de su obra siempre se da la presencia de la poesía, en el sentido de que lo propio de esta forma parte de las obsesiones del pensador.

Agamben estudia fundamentalmente en los textos de Ambrosio, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino la idea del paraíso y de la culpa, de la naturaleza humana, por tanto según la tradición cristiana, y luego nos muestra el modo en que Dante los concibe en su Comedia, al parecer no entendida en este aspecto rectamente, porque ha sido interpretada desde Tomás, cuando en realidad hay un elemento creador mucho más potente y revulsivo. La pulcritud de su investigación es admirable y valiosa porque desbroza con habilidad e imaginación una cuestión que ha sido importante en la concepción occidental de la naturaleza humana. Ciertamente, es un tema histórico, y hoy día solo puede interesarnos de verdad en cuanto a las metamorfosis de un mito: el paraíso, por un lado, y por el otro, la tensión entre animal y alma (animal-humano), que Agamben no explora aquí pero a la que dedicó Lo abierto. El hombre y el animal.

La palabra paraíso, que aparece por primera vez en griego en Jenofonte, es copia del término avéstico y designa un jardín amurallado. En algunos libros de la Biblia fue elegido el término: “Y Dios plantó un paraíso en Edén.” Es el jardín de Dios. Jerónimo le añadió algo en su traducción del hebreo: delicia. También es así en la vulgata: locus voluptatis. Jardín o lugar de las delicias. Hasta aquí parece que vamos sin problemas, pero ya en los primeros tratados sobre el paraíso, como el de Ambrosio, comienza a haberlos. El paraíso es visto como alegoría del alma humana, y Adán y Eva son leídos como las dos facultades del alma: el intelecto y la sensación. Ya estamos cerca de la tensión duple de la historia del cristianismo que Agamben resume así: “la justicia originaria de la criatura, su pérdida a causa del pecado y su recuperación salvífica por obra de Cristo”. Ambrosio dice con gran belleza que o bien el hombre (Adán) “es la sombra de una vida a causa de la vida futura” o “es una especie de prueba de la vida”. “No era todavía un pecador sino aquel que más tarde habría de pecar.” Doble exilio, apunta Agamben: el hombre es un expulsado de su patria edénica, peregrino en la tierra y consciente de que su paraíso es exterior a la misma: celeste. Es un mito que ha marcado la cultura occidental, “condenando –dice nuestro autor– a la derrota toda búsqueda de felicidad sobre la tierra”. Este es un punto importante de su investigación, porque esa condena formará parte de la economía de la culpa de la Iglesia, es decir, de la respuesta político-teológica del cristianismo.

El pecado original supone la corrupción de la naturaleza humana. Al parecer se debe del todo a Agustín la creación de esta doctrina, o “dispositivo” como la llama siguiendo a Foucault, aunque en realidad quiso hacer pensar que estaba en Hilario, en Ambrosio y en Cipriano, y que esta había sido siempre la doctrina de la Iglesia católica. Agamben sigue de manera monacal los entresijos textuales, corrupciones y alteraciones para indicarnos que Agustín tergiversa la interpretación de la Primera Epístola a los Corintios para que haya una sola lectura: “el pecado de Adán contamina la naturaleza humana misma y se convierte en el ‘pecado original’ de toda la humanidad”. Orígenes no pensó en estos términos, porque para él no son iguales los que contagiados (de manera “leve”) se mantienen en la virtud que los que son prevaricadores: sabiendo, pecan. Volviendo a Agustín, que era un buen teólogo, y por lo tanto capaz de cortar un pelo en siete, este afirma, refutando la negación pelagiana, que “si la naturaleza humana puede ser justa, entonces Cristo murió en vano”. Claro, ¿para qué? Pero no es tan fácil, porque Agustín está pensando en la necesidad de la Iglesia y sus sacramentos, en los que puso su empeño. Para el autor de las Confesiones, el pecado es una herida cometida por el primer hombre, algo que transformó nuestra naturaleza haciéndola pecadora y generando pecadores. Para Agamben queda claro este extremo: el hombre solo no puede curar su naturaleza herida, solo la Iglesia, a través de los sacramentos, puede facilitar la gracia. Esto es Agustín, en contra de lo que pensaban Pelagio y Celestino, que no aceptaban que un acto pudiera convertirse en sustancia, y por lo cual recusan el pecado original. Triunfó, sin embargo, la visión agustiniana: el pecado impide al hombre disponer del paraíso, y la necesidad de la gracia solo puede obtenerla de la Iglesia. Anselmo trató de terciar en este aspecto oscuro, pero solo mostró aún más las contradicciones entre naturaleza única y personal, entre el determinismo y la libertad individual, para elegir entre el pecado y la virtud.

Para Escoto Erígena, que concebía vida y alma como idénticas, el hombre nunca ha vivido en el paraíso, y la vida paradisíaca de Adán se refiere al futuro, “cada uno según su propia proporción”. Para Erígena el paraíso no es un lugar real sino alegórico, como la propia naturaleza humana (alegoría de Dios). Pero si el Jardín es la verdadera naturaleza humana futura, entonces el hombre siempre estuvo fuera de su naturaleza, y el pecado ocurrió fuera del paraíso. Lo humano íntegro, pues, nunca ha estado afectado por el pecado. Agamben dice que es un pelagismo extremo. Erígena afirma que el pecado no es una sustancia sino que su naturaleza es “un defecto de potencia”, y nuestro autor piensa que se adelanta a la doctrina de Spinoza. El pensamiento de Erígena no triunfó, porque la naturaleza humana ya está para siempre salvada. ¿Qué negocio iban a hacer entonces los mediadores?

Ahora pasamos de la teología eclesiástica a la imaginación teológica asistida por la poesía, es decir, a Dante. El centro de la Comedia es la floresta donde está Matelda, criatura que concilia la acción y la contemplación. El poeta florentino interpreta la imagen del Jardín del Génesis y la subvierte: no está vacío, o apenas habitado fugazmente por Elías y Enoc, sino por una mujer enamorada, que baila y canta. Para Dante el amor es conocimiento (filosofía) y de él se deriva felicidad. El paraíso terrenal es una alegoría de la beatitud de la naturaleza humana, cuyos dos rostros son la vida civil y la contemplación. Agamben incide en este punto en la importancia de la dimensión transpersonal del paraíso de Dante, que implica lo político. En este paraíso del poeta hay dos ríos (no uno que se abre en cuatro como en la Biblia) y uno es el Leteo, “que corta en la gente la memoria del pecado”, algo que no podría ocurrir en el paraíso del Génesis. A diferencia de Agustín, Beatriz “atribuye a la encarnación del Hijo una restitución integral de la naturaleza humana en su dignidad original”. Para Tomás, los sacramentos son necesarios después de la llegada de Cristo, pero para Dante la encarnación cancela el pecado. Dante, pues, elige el paraíso terrenal para expresar “un mensaje teológico y político”, nada ortodoxo y con un sentido profético. El paraíso terrenal como figura de la beatitud contradice las tesis escolásticas, sobre todo la de Tomás, que negaba la posibilidad de la felicidad del hombre en esta vida.

Agamben dedica un capítulo a mostrar la concepción escolástica de la naturaleza humana, sin duda importante por su repercusión en el imaginario social, político y filosófico posterior. El centro de esta idea es que la naturaleza humana, para esta tradición, es lo que queda si se la separa de la gracia. Así pues solo hay naturaleza corrupta. La gracia es lo que aparece ante el abandono humano. Para salvarnos, hay que agregar la gracia a la naturaleza, pero entonces, ¿cuál es la naturaleza humana? El cuerpo estaría por encima de la materia gracias a una virtud (al fin y al cabo, debía acoger al alma). Si al cuerpo le quitan la gracia, nunca será del todo cuerpo, porque es carencia precisamente de esa gracia. Así pues, el paraíso solo expresa una carencia y una escisión constitutiva. Y lo que viene a decirnos Agamben, y sin duda fue la intuición inicial que le llevó a esta investigación, es que el pensamiento de Erígena y de Dante supone una refutación de esta doctrina. Añadiré que en el caso de Dante, la refutación supone además una creación: un mito poético. Lo que Agamben quiere postular, como en otros libros suyos, a veces solo sugiriéndolo, es que, contra la interpretación tomista, de largo alcance, “el hombre puede, como hace Dante, entrar nuevamente en el Jardín, para hallar la inocencia y la justicia original, personificada en Matelda, la muchacha enamorada que nunca ha salido de ahí”. Nuestro autor, un creyente sin iglesia, defiende que se accede a la naturaleza humana solo históricamente, pero el contenido de esta es el paraíso, “la beatitud en esta vida”. No negaré el contenido de la felicidad, que pasa por el placer, pero creo que no forma parte de nuestra naturaleza como noción totalizadora sino que se vincula a nuestra imaginación ética; a su vez, esta forma parte de nuestra identidad histórica, pero es cambiante. ¿No hay aquí coincidencia con la contradicción de Heidegger entre historicismo y Ser? ¿Justicia e inocencia originarias? Agamben tal vez soluciona la escisión a la manera de Spinoza, sumiéndola y disipándola en la lógica del lenguaje, pero el pensamiento siempre necesita, para probar su verdad, de la realidad, de la historia, y ahí, en la Historia, la felicidad (beatitud, en el sentido de Dante) es siempre un momento poético. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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