La destrucción de todas las cosas, de Hugo Hiriart

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Ante la pregunta de cómo explicar y explicarnos, tanto los mexicanos como los españoles, lo que fue el choque de las mentalidades que se encontraron en Tenochtitlán, en el siglo XVI, Hugo Hiriart (Ciudad de México, 1942) responde con una novela que en lugar de recrear el pasado lo coloca en perspectiva desde el futuro. Y el símil perfecto, la gran herramienta que permite a esta novela explicar el trauma de la fundación mexicana así como el panorama de su modernidad más reciente, es el recurso de la invasión extraterrestre. Si una civilización más avanzada llegara por fin a la tierra, a un país que todavía no es una potencia mundial, pongamos México, en un tiempo en que las cosas, para variar, no van nada bien, digamos a finales del siglo XX, ¿qué pasaría?, ¿las culturas se podrían entender?, ¿con qué se encontrarían los seres de otro mundo? Así como sucedió con la conquista de México, los “otros” hacen su aparición como amigos y se terminarán imponiendo por la fuerza. Las culturas se comunican pero al final serán incapaces de comprenderse, separadas por años luz de historia.

Y no cabe duda de lo que habrían de encontrar los “marcianos”, como les llama el Secretario de Gobernación en la novela. El gobierno del PRI: la inconsciencia de todos sus partícipes, que ante un suceso tan importante y enigmático sólo piensan en mantener sus privilegios de poder, en el provecho que pueden extraerle a la situación con vistas a un mejor futuro político, en las ventajas económicas que el “contacto” podría reportarle al país, dejando clara la verdadera inanidad de las intrigas nacionales cuando se les compara con un verdadero problema existencial, así como la enorme injusticia que puebla el país. Lo dice Ester, la esposa del protagonista: tal vez si México no fuera un país tan injusto, los “otros” no hubieran decidido conquistarlo. Ester no sólo se refiere a la injusticia proverbial y ya muy vieja de un sistema emergido de otra conquista y de un largo proceso de mestizaje, sino a un fenómeno histórico que se repite en La destrucción de todas las cosas: la división de la sociedad conquistada. Así como los tlaxcaltecas se unieron a los españoles confiando en que la intervención de esta nueva y desconocida fuerza pudiera traducirse en una ventaja futura para ellos, una vez eliminados o menguados los aztecas, sus eternos enemigos y represores, así los más explotados y desfavorecidos de entre los mexicanos de finales del siglo XX deciden ayudar a los extraterrestres, ilusión de libertad dictada por la desesperación de vivir en lo infrahumano. Es decir, los invasores se encuentran con una humanidad, representada por México, que vive sumergida en la desigualdad, la pobreza, la injusticia y el autoritarismo.

En cuanto a la ciencia ficción, estamos en el terreno del humor pesimista. Lo que vemos es el heroísmo subvertido de la raza humana, el antirromanticismo optimista de Hollywood, el camino contrario al de H. G. Wells. Los extraterrestres no llegan a Estados Unidos primero que a cualquier otro país y no son reducidos por el ingenio humano que puede sobreponerse a su propia desventaja tecnológica. Muy por el contrario, los mexicanos son aplastados por una tecnología que va más allá de su comprensión (explicar lo que antes no existía, como tuvieron que hacer los aztecas frente al caballo, la armadura y el arcabuz, es un fenómeno que por fuerza aboca a los personajes a un depresivo desfase existencial y que la novela hace comprensible del todo), y se enfrentan a una especie Prusia de otra galaxia tan sólo blandiendo una serie de rasgos culturales que desde el principio sabemos que los conducirán al fracaso: la mezquindad, cobardía y mera improvisación (eso sí delirante, infantil y ritual, muy ritual) de todos sus políticos, por ejemplo, o la incredulidad ante la mala leche de los conquistadores y la fe ciega de todos los niveles de la población en lo inofensivo de este contacto, o la lucha desesperada de un grupo de valientes que no cuenta ni con las armas ni con la organización necesarias.

Otro detalle importante respecto a la práctica de la especulación científica: Hiriart se plantea con una lógica despiadada la cuestión de las divergencias culturales, irreconciliables, que Hollywood quizá considere aburridas pero que, suponemos, a la mayoría de los espectadores nos llenan de curiosidad a la hora de plantear hipótesis sobre una posible invasión alienígena. Los “otros”, por ejemplo, califican de aberrante la distribución de nuestras casas, con la cocina tan escondida (cuando debería figurar, dice un personaje, junto a la puerta de entrada), consideran el hábito de fumar una aberración de aberraciones y nuestra formar de bailar (ellos bailan en perfecta quietud) una falta total de gusto y expresión de salvajes. Guiños todos a la literatura de la conquista, a las crónicas y cartas en las que eclesiásticos y militares españoles despreciaban las costumbres de los indios que no se parecían a las propias o que se regían por otro código. Al final, el problema que Hiriart plantea es justo ése: quizá cuando dos códigos culturales son tan distintos es imposible pensar en la concordia.

En términos de estructura, la novela se plantea a sí misma como un juguete posmoderno por su abundante intertextualidad (hace referencia constante a las crónicas de la conquista y pone en boca de los extraterrestres argumentos para el exterminio y la explotación muy parecidos a los que esgrimían los conquistadores y evangelizadores), por su historicismo, que mira el pasado de forma oblicua, a través del espejo del futuro, y por su ironía incansable que desemboca muchas veces en el humor más negro. La propuesta de novela como espacio narrativo no podría ser más disfrutable; la invasión es la excusa y el escaparate perfecto para que Hiriart hable de todas las cosas de México, para que intente aforar los gestos, las sumas y las restas que diferencian a esta cultura de otras, así que, muy aparte de la trama, el barroquismo de su narrativa se debe a esa particularidad que no suele abundar en los textos de especulación científica: a que el autor se da el tiempo para la reflexión filosófica, literaria, sociológica, incluso se puede decir que gastronómica y estética, llegando a recodar a veces a Stanislaw Lem o Philip K. Dick, por mencionar sólo algunos de los más raros escritores del género. Pero esta novela no se puede inscribir ahí del todo, escapa y recuerda también las excelentes burlas de costumbres mexicanas que hiciera Ibargüengoitia, la novela filosófica, el texto de imaginación de Arreola o de Borges. Hiriart es un escritor difícil de clasificar y cuya lectura paga con creces.

Por eso resulta inconcebible que antes de ésta (editada originalmente por Ediciones era, de México, en 1992) no se hubiesen publicado en España otras novelas del autor, así como sus impagables libros de ensayo y obras dramáticas. Tenía que ser Mario Muchnik, un editor con mucha experiencia y aún mayor ojo crítico, el que decidiera abrir la puerta peninsular a Hiriart. Esperemos que el mismo editor se decida a recuperar todas sus obras. ~

 

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