Xavier Villaurrutia: una experiencia latinoamericana

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Xavier Villaurrutia ya alcanzó ese estado de la gloria –al menos en México– que suele ofrecer la quietud herrumbrosa del cuarto de los trastos, cuyo contenido no se toca, por ese temor –que ahora siento– de no decir nada nuevo. La poesía siempre plantea dificultades y tan difícil es estrenar sutilezas en rápidas aproximaciones a lo ya consagrado como lo es el no equivocarse al distinguir y elegir entre lo novísimo. De ahí que, para intentar dilucidar cuál fue la significación de su obra en el marco latinoamericano, retroceda y me justifique tras otra, que tenía una suma muy discreta de años, dieciséis o diecisiete, y una desesperada ignorancia (el fardo más pesado desde que disponía de razón).

La ignorancia puede llevarnos al juego del libro sin tapas, aventura con riesgo de errores, tiempo perdido, adquisición de vicios, pero que, al cabo de un tiempo, afirma el gusto y lleva a saber, al menos, lo que no se quiere. Se leen cosas que nada ata entre sí, buenas, malas, extrañas, duraderas o borradas de inmediato. Al fin, se establece una jerarquía y aparecen referencias que se convierten en casilleros a llenar con otro autor, otro libro, una palabra no entendida, nuevas responsabilidades pendientes. Historia cuyos deberes aun se prolongan, y es la de tantos que carecieron de un maestro de tiempo completo, no siendo los otros suficientes. Al revés de Mallarmé, no he leído todos los libros, pese al remoto propósito, y hace mucho que sé que eso está bien.

En esa época atesoré dos hallazgos sin referencias previas: uno fue una plaquette con L’art et la mort, de Antonin Artaud, de bajo tiraje, que no sé cómo llegó a una librería montevideana y me hizo señas. El otro fue Nostalgia de la muerte, de 1938, rojo ciruela con letras blancas, de Sur, la benemérita editorial argentina, cuyo prestigio cultural tantos españoles refugiados ayudaron a cimentar y en la que confié a ojos cerrados. Pocos libros estuvieron tan unidos al espacio tiempo de una casa de azotea que me ofreció dos experiencias: el paso del Zeppelin, una noche de luna, y, una tarde, el lento hundimiento del Graf Spee, barco alemán acorralado frente a Montevideo por elementos de la flota inglesa, durante la Segunda Guerra Mundial. A esa azotea llevaba ciertos libros. Los de estudio se leían abajo, porque una interrupción no importaba. Uno como el de Villaurrutia pedía soledad. Sus fronteras eran misteriosas, conflictivas, comunicaban con otros territorios no menos conflictivos y misteriosos. Allí encontré por primera vez una cita de Michael Drayton. Con el tiempo olvidé esto por completo, leí al poeta inglés y escogí a mi vez otra cita.

Devota de Darío y del panteón nacional: Herrera y Reissig, Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira; de la Mistral y de Neruda, aún no conocía a Vallejo, a Huidobro, a Girondo. Fascinada con los clásicos, el Siglo de Oro, el 98 y la generación del 27, manejaba una riqueza ordenada de formas que se someten sin tortura al pensamiento, cuyas inflexiones dominan y modulan. Quien progresa por una literatura con tan gran densidad de tradición registra cambios, a menudo notables, sin sufrir sobresaltos. Adoré los sonetos de Gerardo Diego, consciente de la acrobacia que los hacía distintos pero no menos perfectos que un soneto clásico. Y me acostumbré a esa perfección de armonía y bonanza, aunque tantas veces el dolor precediera a la serenidad de la obra acabada. El dolor romántico me parecía de mucho prestigio y aún no me tomaba en serio el delicioso capricho saltimbanqui de la Fábula de Equis y Zeda, del mismo Diego, publicada en 1930, que hoy debería saber de memoria más allá de una cita vuelta oportuna metáfora: “Todo es pendiente que al patín convida.”

Pero la angustia, congelada y estatuida (en quietud mortal y marmórea de estatua vuelta fantasma) empecé a descubrirla en Villaurrutia, aunque esto sólo sea un episodio más de ese encuentro accidental de la lluvia sobre alguien sin paraguas.

La modernidad en que se amparan las vanguardias puede reconocerse en ciertos rasgos estilísticos de invención nada reciente. No es pecado disponer de recursos prestigiados por autores, grupos, escuelas, movimientos del pasado. En cambio, lo es desentenderse del peso, en términos de novedad, de los instrumentos que ayudan a dar el paso adelante, con firma al pie, si exigimos a la creación literaria total conciencia de sus artificios y de las normas de las que se aparta y a las que modifica.

Xavier Villaurrutia, crítico sagaz, que además ejerció una crítica de sostén de sus compañeros de grupo, en Una botella al mar, dice: “Pensará usted que yo hago de la angustia una poética, y tal vez no se equivoque.” En ese mismo texto –crítica que se disfraza de carta para ser más suave– aprovecha para rebelarse contra los juegos de palabras de Ortiz de Montellanos advirtiéndole que los suyos, sí, nunca son inmotivados o gratuitos, a la vez que los reconoce como un recurso que, si en la poesía española se remonta a Lope de Vega, en las de lengua inglesa o francesa tienen antiguo e indiscutido empleo. Es verdad que el gran hallazgo del Nocturno en que nada se oye

y mi voz que madura

y mi voz quemadura

y mi bosque madura

y mi voz quema dura

(para el cual él inventará en La rosa de Cocteau la leyenda de su creación: una frase dejada caer entre dos espejos que se han mirado como enemigos mortales) no debía volverse moda vulgarizada en otro poeta. Quizás él mismo debería haber resistido la tentación de distraernos de aquel hallazgo con otro menor:

el latido de un mar en el que no sé nada

en el que no se nada

porque he dejado pies y brazos en la orilla

A veces los juegos de palabras adquieren una importancia devastadora, porque parecen resumir y consumir la experiencia íntima del poeta que los emplea en un mero agrupamiento lúdico, que retiene la atención del lector, pero lo distrae de buscar más allá de la ocurrente superficie.

Cuando Léon-Paul Fargue, en Visitation préhistorique, de 1941, en medio de una enumeración más o menos caótica, menciona “les ardoises des Ardennes”, su juego fonético ya pasa inadvertido, más inadvertido que los innumerables juegos de Rabelais. Elegí ese ejemplo al azar para insistir en una obviedad: que estos rasgos de la vanguardia no carecen de tradición, que ni empezaron con Rabelais ni concluyeron con Gastón Febus, y seguirán mientras la cultura y el ingenio asistan al poeta y lo asalten en plena instancia creativa. Sin ser imprescindibles. Y me limito al campo francés en virtud de que este parece haberle ofrecido a Villaurrutia los primeros modelos para su labor de renovación poética, aunque luego lea mucha poesía de lengua inglesa y la traduzca, lo que implica el máximo grado de acercamiento.

De todos modos, se diría que el poeta registró pronto el desgaste del recurso. Su empleo disminuye, de Otros nocturnos en adelante desaparece, con excepción del Soneto del temor a Dios. Lo reemplazan otras formas retóricas, sinestesias, paronomasias, abundantes anáforas, el juego conceptista de, por ejemplo, Soneto de la granada, donde el poeta y la granada son uno y la sed de otro se sacia con su propia sed, confundida con los granos de la fruta.

Octavio Paz, al recordar los numerosos juegos surrealistas, cita de un poema de Éluard: “Ô tour de mon amour autour de mon amour. El verso siguiente: “Tous les murs filaient blanc autour de mon silence”, donde se me sobreimprime inevitablemente el ritmo de aquella cuarteta de Rimbaud: “L’étoile a pleuré rose au coeur de tes oreilles,/ l’infini roulé blanc de ta nuque à tes reins…”, confirma que cualquier aventura literaria, como toda la cultura humana, es una cadena de transmisión. Y está bien que así sea y que el prodigio de la inventiva y de las asociaciones mentales del hombre, a veces casi secreto y disuelto en el vacío, no se pierda del todo. Su ruptura es una catástrofe irreparable.

Habiendo mencionado el Xavier Villaurrutia en persona y obra, de Octavio Paz, prólogo a una antología de Villaurrutia, después libro independiente, setenta y tantas páginas de obligatoria lectura para todo interesado en este, que también iluminan su contorno (sus amigos de Contemporáneos), no puedo menos que volver al tema de las relaciones entre Saisir, de Jules Supervielle, y el Nocturno de la estatua. La verdad es que mi otra gran lectura y gratitud, que me preparó para entrar en el aire del poeta mexicano (además de Apollinaire, que no suele ser citado a propósito de aquel), fue el francouruguayo. El testimonio de quienes conocieron a Villaurrutia advierte que la de Supervielle habría sido, al comienzo, la mayor influencia en otra lengua. Y es probable, porque quien escribiría más adelante Le corps tragique le ofrece, además de una poesía coherentemente original, una sensibilidad obsedida por el tema de la enfermedad, la muerte y la soledad, cercana, en parte, a la suya. Los padres de Supervielle, a pocos meses de haber nacido él en Montevideo, lo llevan a Pau, donde mueren con una semana de diferencia, envenenados por agua de un grifo con cardenillo o, quizá, de cólera. Criado por sus tíos, descubre por accidente que no son sus padres. Al hacer su servicio militar, sabrá también que tiene problemas cardiacos. Enfermedad, muerte serán usuales ingredientes de su obra, aunque Modesto Supervielle, como se nombra en una ocasión, tienda a abemolar todo dramatismo (y eso lo hace muy conmovedor) porque él ama y atiende al mundo. La muerte de Villaurrutia a los cuarenta y siete años se debió a un ataque a las coronarias, si bien Elías Nandino, el poeta amigo que también fue su médico, aseguró que no hubo elementos clínicos para ser considerado un cardiaco crónico. Como Supervielle, Villaurrutia dejó en su poesía varias alusiones al latido de su corazón: “Inútil languidez de infancia,/ ¿para qué el corazón entonces,/ cuando no le oía latir?” O: “…el corazón de mica/ –sin diástole ni sístole–/ enloquece bajo la aguja/ y sangra en gritos/ su pasado”. O: “ahogaré el más fuerte latido./ Oigo mi corazón latir sangrando/ y siempre y nunca igual”.

Recordemos también la marcada presencia inicial de Juan Ramón Jiménez, ese otro señor del mal presagio.

Paz, dispuesto a dejar bien parado a su compatriota, reduce el ya breve poema de Supervielle a sus dos versos primeros y a los dos últimos. Comenta: “los objetos que toca la mano del poeta se vuelven pájaros; a su vez, esos pájaros regresan al punto de partida y se convierten en lo que fueron: calles, sombras, muros, manzanas, estatuas. El poema nos presenta un cambio que se resuelve en un no-cambio, en una vuelta a la situación original”.

Para rescatar este despojo que nos deja Octavio, veamos el poema:

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,

Saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue.

Saisir le pied, le cou de la femme couchée

Et puis ouvrir les mains. Combien d’oiseaux lâchés,

Combien d’oiseaux perdus qui deviennent la rue,

L’ombre, le mur, le soir, la pomme et la statue.

Aunque poema de juventud, es de una impecable concisión y no admite que se prescinda del pareado central. Entre la enumeración primera de las cosas diversas que serán elegidas para este acto de magia y la resolución que se da en el pareado final, no hay que olvidar ese pie y ese cuello de la mujer acostada. Entre la luz de la tarde y las cosas, una mujer, no cualquiera sino la mujer amada, invade todo a través de los pájaros que nacen de ella y van a recrear el mundo, la calle, la sombra, el muro, la tarde, la manzana y la estatua. Todavía debo decir que si la calle, la rue, es fruto de la rima, la estatua, la statue es esencial, es la mujer dormida mientras se ejecutan sobre ella los pases que darán vida a ese fondo –no creo que corresponda hablar de paisaje– de cuadro de De Chirico.

Villaurrutia va a ir abandonando a Supervielle, es verdad. Son demasiado distintos: la ambigüedad de este no implica ocultamiento, sino una delicada operación que busca acercarse al misterio. Ese saisir, ese coger o tomar formulario, de receta, mágica o culinaria, se transforma en un imperativo poético más difícil: soñar. Quizá sea Cocteau, no el cercano a Apollinaire, sino el artista dinámico, cuyos ángeles escalan colinas y empalizadas y se confunden con “estatuas que prueban a aprender a caminar”, los “faux marbre fou d’ambre, d’ombre…, les revenants d’angles et d’algues/ En l’eau du plafond profond”, quien influya ahora mediante vocabulario e imágenes: “La mort fait une statue/ Sans regard et d’ombre ailée,/ Refroidie en un tours de main.

De los versos finales, sólo Villaurrutia es responsable:

y jugar con las fichas de sus dedos

y contar a su oreja cien veces cien cien veces

hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.

Villaurrutia tiene otros poemas más parejos que este: Alí Chumacero, en su excelente nota sobre “La generación de Contemporáneos”, que sirve de prólogo a las Obras de Villaurrutia en el Fondo de Cultura Económica, lo ve como paráfrasis. No hay que pesar, entonces, en el platillo mexicano de la balanza y discutirle lo suyo a Supervielle, dejado –con notables excepciones– de la mano francesa, que en un momento no lo tuvo por muy moderno, hoy por poco pintoresco (para que tanto bajar, si no, al Río de la Plata) y ni muy cartesiano ni muy surrealista.

Pero volvamos a Villaurrutia. En páginas sobre López Velarde leemos esto:

En un epigrama perfecto de luz y síntesis, un raro escritor mexicano ha concentrado el drama de ciertos espíritus diciendo de uno de ellos que nunca pudo entender que su vida eran dos vidas. En efecto, ¡cuántos espíritus llegan a la muerte sin haber prestado atención a las ideas contradictorias que entablan inconciliables diálogos en su interior! ¡Cuántos otros se empeñan y aun logran ahogar o por lo menos desoír una de estas dos voces, para obtener una coherencia que no es sino la mutilación de su espíritu!

Opone a ese no entender la “lucidez magnífica” con la que el poeta de Jerez ve sus contradicciones interiores, que justifican que el libro comentado se llame Zozobra. Y como los poetas suelen abstraer en los otros lo que los obsede a ellos, no es abusivo referir estas palabras al propio Villaurrutia. Un verso, “J’ai peur d’un baiser comme j’ai peur d’une abeille”, de un Francis Jammes que enlaza con Baudelaire, “J’ai peur d’un sommeil comme j’ai peur d’un grand trou”, flota para mí en el aire de los primeros poemas de Villaurrutia, aún tímidos, a veces ingenuos, donde todavía no se atreve a ser consciente de esas contradicciones internas, de que también él vive dos vidas en pugna.

La extraña confusión que cultivaron algunos críticos, en otros aspectos atendibles, descansa sin duda en esos poemas tempranos, cuyas referencias a sentimientos amorosos son ambiguas o en contradicción con lo que se desprende de poemas posteriores, por discretos que sean en sus alusiones. Esos textos anticipan temas recurrentes, que se manifestarán sin perplejidades en el último Villaurrutia: 1) El sueño y el insomnio, dos caras del mundo de la intimidad preservada, escenario para las distintas máscaras de la fantasía y para las manifestaciones de la angustia, ya provenga del amor inseguro o de la obsesión de la muerte. 2) A veces el insomnio arrastra el tema del tiempo, del tiempo que pasa. Y el tiempo a veces se somete al poder del amor, capaz de detener el segundero –él dirá el instantero de modo que el espacio verdadero –dirá él– (el que rige el tiempo elástico, vagamente einsteiniano) eternice el abrazo. 3) Las ventanas, división entre dos mundos, la habitación, que puede ser soledad, el aire que me encierra, o resguardo, y el jardín o el parque. 4) El mar. Hay que leer El viaje sin retorno… como en un irreal / Mediterráneo, Ulises delirante y Mar, usado como transparente metáfora que, ya antes de la publicación de Reflejos, traduce una inclinación sexual y amorosa que todavía elude hacerse pública. 5) La estatua, que primero, con pulsos de mármol helado, sugiere su muerte, y que en Nocturno amor, donde la muerte es la anulación del mundo en el acto amoroso, se convierte en la imagen del abandono: “no ser sino la estatua que despierta/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto”. Luego tendrá poema propio mucho más adelante, sugiriendo entonces indiferencia, egoísmo. Ya aparecen las abiertas confesiones, como en Ellos y yo: Ellos saben vivir, ese desgarrado dividir las aguas, para ponerse del lado desahuciado. O el tictac, angustioso, que proviene primero de un reloj viejo, en Yo no quiero…, Yo no quiero llegar pronto ni tarde (modo sinceramente original de marcar el temor juvenil ante la vida que aguarda con sus exigencias: ya inclinó su candor la mustia tarde…), tictac que luego vendrá del corazón de la pareja.

Escritor joven, pudo ofrecerse en pasto para la “separación de sustancias”, como él mismo llamó a la crítica de influencias, con gracia levemente venenosa. Como los años de peregrinación romántica solían excusar el esfuerzo requerido por el camino llevando la atención, aquí y allá, hacia el canto de un pájaro o el techo de una granja escondida, sin que todo el paisaje quedara en el registro consciente, así los años de formación suelen nutrirse de una memoria que recoge cosas en un momento de gran tensión receptiva y sumerge de inmediato el exceso. Lo dirá con gran elegancia más adelante en La rosa de Cocteau: “Todo es de todos, entre todos. Los ángeles de Milton y de Blake son ahora de Cocteau y de Alberti. Y no hay que culpar a nadie, porque a veces el poeta escoge sus objetos y a veces los objetos escogen al poeta.”

Todavía en Reflejos hay una colisión de vocabularios: el que transmite la línea Samain, Lugones, López Velarde; el que baja de Juan Ramón Jiménez. De López Velarde, la granada, el perfume de membrillo, brillos de manzana, la rueca, y las situaciones ambiguas, en que la mujer aparece azorada, enferma, devota, con el cuerpo cerca, con el alma lejos. A veces no sólo es el vocabulario: hay sesgos que evocan esa placidez y exaltan la vida pueblerina, rústica y protegida. Y formas verbales, imperfectos que funcionan como un bemol de la escritura, que se transformarán en presente al llegar a los Nocturnos. Lo que llega por vía literaria coexiste junto al uso, quizás involuntario, de modismos mexicanos: Se le fue la gente con todo y ganado. O: yo no me atrevería/ a decir en la sombra:/ Esta boca es la mía.

No sé si lo que me impresionó en aquella temprana lectura fue lo mismo, comprobado en sucesivos acercamientos a Villaurrutia, ya nítidamente planteado en Reflejos. Más allá de poemas como “Cézanne” –cuyo ejemplo vale por varios en el que la aproximación de la poesía a la pintura ya es programática–, singulariza al Villaurrutia de Nostalgia de la muerte su sincronía con el espíritu de su tiempo a través de ciertos temas, la búsqueda de un vocabulario, una tensión, una actitud guiada por el Leitmotiv del desdoblamiento, que va desde el núcleo más íntimo del yo hasta el tan barroco tema del eco, en fin, las varias formas de expresar la dualidad.

Villaurrutia suele ser poeta de acumulaciones, pero sus mejores poemas son para mí momentos de concentración, aquellos en los que el “clima del silencio” del que habla en “Muerte en el frío”, nace y se resuelve en una intuitiva tensión. Para ello debe abandonar ciertos tópicos o mejor dicho su modo de resolverlos. Frecuentes sustantivos: sueño, noche, estatua, son más significantes cuando entran en contacto con otros, que actúan como un reactivo, unos con otros. Muerte es la palabra reactivo por excelencia.

Poesía, primer poema de Reflejos, presenta de entrada lo que serán las novedades del libro, la voz nueva que se subraya a sí misma.

…me estoy mirando mirarme por mil Argos…

…sin más pulso ni voz y sin más cara.

sin máscara como un hombre desnudo

en medio de una calle de miradas.

Imagen típica de las pesadillas de la angustia, angustia que es no un tema sino la clave en que se habla de la nostalgia, del amor y de la muerte, ellos sí temas habituales.

Y llegamos a Canto a la primavera y otros poemas, donde encuentro algunos de los más perfectos de Villaurrutia. Alguien podrá pensar que las alusiones sobre si estamos ante un Él o ante una Ella no vienen al caso cuando queremos hablar de poesía, de sus recursos, de sus finalidades. Precisamente mi pasmo ante los marcos dentro de los que se mueven Dauster y Moretta, cada uno por su lado, proviene de que ambos críticos desatienden las guías que el lenguaje establece; digo el lenguaje y no el poeta, porque no descarto la labor del inconsciente, turbador poder manifiesto a través de las palabras que muchas veces el poeta descubre prontas en su camino. Veamos un ejemplo, no de un poema sino de una traducción suya, ya que si nadie puede estar seguro de la intención que está detrás de un poema, sí tenemos derecho a suponer que Villaurrutia, en cuanto traductor, es fiel a la de su traducido. Aquí se trata de su versión de los célebres versos de Le Sylphe de Valéry: “Ni vu ni connu/ Le temps d’un sein nu/ Entre deux chemises.” Cosa significativa, el seno, que tengo por un atributo exclusivamente femenino, se transforma en pecho. La ambigüedad se establece.

La ambigüedad es lo habitual en los poemas finales y a veces anteriores, pero ¿cómo hacerse ciego ante las precisiones del Nocturno de los ángeles? (Que para Salvador Novo, su amigo y corresponsal en México, se habría llamado Nocturno a los ángeles.) El tiempo no me permite leer todo el poema cuyo clima homoerótico es tal que vuelve incomprensible la incomprensión. Suponiendo que un empeñoso del transmutar insista en que sexo, deseo, hombre, carne, pareja, etcétera, son todas palabras que conciernen a ambas partes de la humanidad, ¿qué hacer con esa comparación con los Gemelos?: las cinco letras del deseo formarían una constelación más antigua y más viva que las otras. “Y esa constelación sería/ como un ardiente sexo/ en el profundo cuerpo de la noche,/ o, mejor, como los Gemelos que por primera vez en la vida/ se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.” Los Gemelos, en las mitologías en que aparecen, siempre han sido de género masculino. Los Gemelos –ardientes seres, ángeles–, al fin vienen del mar, tienen nombres como los marineros; tienen en sus cuerpos signos, estrellas y letras azules, “Caminan, se detienen, prosiguen./ Cambian miradas, atreven sonrisas.”

Los símbolos nos llegan desde épocas remotas y diversas de la nuestra sin perder su capacidad de cargar de infinitos sentidos una palabra. Entonces el mar es no sólo el mar nocturno edipo y sobre todo el lugar de los naufragios, sino la suma inacabable de todas las cosas que se adjetivan de manera semejante, las potencias en pugna encerradas en el espíritu del hombre, lo profundo e hirviente, lo secreto y misterioso, la propia sangre como una corriente heredada y comunicante, que arrastra despojos silenciosos, e incluso esa gongorina sábana nieve de hospital invierno tendida entre los dos como la duda, que separa al poeta de lo que ama. (Este Nocturno, como otros, fue escrito en ese viaje a New Haven que fue el viaje del poeta y donde encontró o afirmó su nueva voz, después de experiencias inéditas, la soledad, la nieve, sin duda, la libertad que da un espacio que nos ignora.) Las cartas de Villaurrutia a Novo, que corresponden al removedor periodo que el poeta pasa en New Haven, podrían hacer pensar que se ha dejado ganar por su otro interés, el del teatro. Al fin y al cabo, en ese momento dedica sus energías a este: la beca que lo ha llevado a esa ciudad es para estudiar un arte, que es también una técnica, que aspira a renovar. Si tenemos en cuenta el volumen que abarca en su obra total, el teatro prima sobre la reducida obra poética.

Obra poética que también está sometida a una pugna interna entre un formalismo clásico y una ruptura vanguardista. Quizás a esta altura debo arriesgar una opinión que muchos discutirán: creo que a Villaurrutia le beneficiaba la tentación de lo tradicional: la rigurosidad métrica y la música que implica. Podía combinarlas con el impulso de revisión, de renovación de los esquemas impuestos. Lo beneficiaba porque le exigía ser conciso y dar coherencia a imágenes perturbadas por el hábito de la ambigüedad. No se admira a Valéry impunemente.

En las Décimas de nuestro amor vuelve a atraerme la métrica elegida, la obligada velocidad bien explotada. Me gustaría estar más interiorizada en los pormenores íntimos de la vida de nuestro poeta, porque, desde el comienzo, veo abrirse un interrogante:

A mí mismo me prohíbo

revelar nuestro secreto,

decir tu nombre completo

o escribirlo cuando escribo.

Prisionero de ti, vivo

buscándote en la sombría

caverna de mi agonía.

Y cuando a solas te invoco,

en la oscura piedra toco

tu impasible compañía.

Un secreto que se entreabre para no ser revelado es una provocación. El inagotado interés en El misterio de Edwin Drood, de Dickens, deriva en parte de que la revelación final nos fue escamoteada por la muerte del escritor. Pero a menudo el secreto se disuelve en la tentación del enamorado de declarar, pese a todo, lo que finge querer ocultar. Las letras iniciales de los cuatro primeros versos forman un tiempo verbal, ardo, perfectamente adecuado al estado anímico o corporal en que este poema parece haber sido escrito. Es difícil no pensar que el mensaje inicial no debe tomarse en serio y que el poeta sucumbirá a su tentación. Estrofa tras estrofa observo las primeras letras de cada verso y aun las sílabas, aunque los acrósticos clásicos se limitan a letras. Gran fracaso. A lo sumo, en la última estrofa, las iniciales me dan Pepe, con mayúscula y todo. Podría ser. Sin embargo, el diccionario me sugiere no limitarme al comienzo, buscar en el medio, en los finales. Estos: o, a, e, no dan mucho de sí. Veamos la otra posibilidad, más generosa. Pienso en Décima muerte y en su dedicatoria. En el primer verso tengo la A, que ya me dio ardo, y siguiendo para abajo encuentro la R, también inicial, y así, de línea en línea, ya dentro, voy leyendo A Ricardo de Alcázar, con acento y todo, entre la primera y la segunda estrofa, Ricardo de Alcázar, amigo traductor de Valéry. Otros que probé no funcionaron de la misma manera. ¿He seguido una ruta ya recorrida? De todos modos un nombre más o menos, y un nombre reiterado, no agrega mucho a la poesía de la que nos estamos ocupando. Pero todos sucumbimos a alguna tentación.

En 1948 se publica Canto a la primavera, su último libro de poemas, compuesto por flechas que se disparan en distintos sentidos, aunque la expresión de sus amores, nunca infatuados, siga presente. Se abre con el poema homónimo, desarrollado, acumulativo sin sorpresa, pero donde encontramos esto: magia de la palabra: primavera, anticipo tímido del sentido autorreferencial de una línea poética, que llegará mucho más tarde a la poesía mexicana, pero que reaparece un poco más adelante en un poema de cuatro líneas irregulares: Palabra.

Palabra que no sabes lo que nombras.

Palabra, ¡reina altiva!

Llamas nube a la sombra fugitiva

de un mundo en que las nubes son las sombras.

Su brevedad permite analizarlo. Como otras veces en Villaurrutia, el poema nace de registrar una contradicción y se va haciendo mientras esta se dilucida. Darle a la palabra el rango de reina altiva implica que ella dicta sus propias leyes y prescinde de lo que, fuera del poema, el sentido común formula en la realidad cotidiana. La palabra es la reina; como tal, se permite la libertad, la locura de la contradicción: llama nube a una sombra, exalta, por el mero hecho de nombrar, algo que en el lenguaje de todos está teñido de negatividad, prescinde de la opinión del mundo que a lo alto, libre y cambiante, ve como sombra, como algo negativo. En el reino de la palabra, entonces, rige una ley paralela, bajo la que el poeta encuentra acogida y protección.

Creo que en este breve poema, Villaurrutia entrevió –y alcanzó– una posibilidad de más calado que en el Canto a la primavera. No dudo en colocarlo, junto con la Décima muerte, con Soneto de la granada y con Décimas de nuestro amor, incluso con los Epitafios de Jorge Cuesta, entre lo mejor de Xavier Villaurrutia, que llegó por ellos a un clasicismo renovador. Una mitad de él lo sabía. ~

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