Cuando los transgénicos se suban al tractor

Los dirigentes europeos parecen asumir que, para ganar elecciones, la agenda verde europea y las demandas de los agricultores chocan.
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El debate en torno a las revueltas de los agricultores enfrenta a quienes las tildan de populismo reaccionario y aquellos que las ven como el grito heroico de los desposeídos por culpa de los intermediarios y el establishment europeo. Pocos advierten que son el enésimo síntoma de la decadencia de un sector que avanza con paso firme hacia la obsolescencia. A pesar de que cada año succiona casi la mitad del presupuesto de la UE, el campo vive atormentado por los costes y por la sombra cada vez más cercana del cambio climático. Como cabía esperar, la primera respuesta gubernamental es cortoplacista e insatisfactoria para los demandantes. Reducir la burocracia y los impuestos a los hidrocarburos y a los fertilizantes no alcanza ni para empezar. La clase política lo sabe: el sector necesita reformas estructurales. El desafío, parafraseando a Jean-Claude Juncker, es cómo hacerlo y salir reelegidos en el intento. El problema es que los dirigentes europeos parecen asumir que, para ganar elecciones, la agenda verde europea y las demandas de los agricultores chocan. Por eso han accedido atemorizados a replantearse el objetivo de reducir a la mitad el uso de pesticidas para 2030. Y mientras esta falsa intuición prevalezca, el sector agrícola europeo (y, por tanto, el español) será incapaz de proveer un modo de vida económica y medioambientalmente viable a sus practicantes.  

Aunque algunos agricultores y partidos políticos no lo reconozcan, no hay agricultura de futuro sin unas condiciones medioambientales óptimas para su ejercicio. Y, aunque el grueso de los ecologistas no quiera aceptarlo, esta agricultura tendrá que ser más pragmática y menos prisionera de su moral. La agenda verde europea no triunfará si es percibida como un capricho de los ecologistas alemanes, y los agricultores no podrán aspirar a ganarse la vida con dignidad mientras permanezcan sumidos en la conspiranoia y se valgan del chantaje. Para desencallar el asunto, es necesario aunar audacia y sensatez política. Audacia para reformar sin temor y afrontar proactivamente los desafíos; sensatez para implementar tecnologías que, aun probadas y disponibles, están proscritas por la legislación europea contraviniendo el consenso científico existente sobre su seguridad. La ingeniería genética es el ejemplo más importante: su producto más reconocible son los transgénicos, que permiten crear variantes de cultivo según las necesidades de cada entorno mediante la aplicación de técnicas de recombinación de ADN de varios organismos. 

La Unión Europea es el bastión de la oposición a los transgénicos en el mundo desarrollado, pero un cambio en ese sentido contribuiría a compatibilizar las necesidades medioambientales y económicas. La apertura a esta tecnología permitiría que se empleasen variantes de cultivos más resistentes a virus, bacterias, malas hierbas, sequías o inundaciones y aumentaría el rendimiento en menores extensiones de tierra. Como consecuencia, el medio natural se liberaría progresivamente de la tarea de alimentar a los ciudadanos. El beneficio para los agricultores sería patente: la productividad aumentaría, puesto que podrían al menos mantener su producción requiriendo menos terreno y reduciendo sus costes en combustible, fertilizantes y plaguicidas. Esto haría que viesen con otros ojos la rotación de cultivos, esencial para mantener la fertilidad del suelo. La mejor evidencia disponible indica que, aun siendo sistemáticamente boicoteada, la adopción mundial de los transgénicos ha reducido en un 37% el uso de pesticidas, ha incrementado los rendimientos de las cosechas en un 22% y ha aumentado los beneficios de los agricultores en un 68%. No hay razón de peso para privar a los agricultores europeos de estas potenciales ventajas y, de paso, quitarse de encima la sensación de que los deberes medioambientales son molestos y hercúleos. Décadas de oposición mundial han lastrado el desarrollo del potencial de los transgénicos. Por ello, un cambio de rumbo requeriría más recursos y permisividad para la investigación y los ensayos de campo con las variantes deseadas. Los resultados no serían remotos; los costes y los tiempos de la investigación aplicada se han acortado dramáticamente. 

Las trabas a los transgénicos son principalmente psicológicas, políticas y éticas. La primera son los miedos y prejuicios de una parte considerable de la población, cuyas intuiciones morales eclipsan la evidencia sobre la seguridad para la salud humana de estos productos. La segunda, lidiar con los más perjudicados tras el cambio; en especial la industria fitosanitaria, que podría, no obstante, contar con los incentivos necesarios para reconvertirse. La tercera y más importante es establecer los límites de este nuevo elemento para evitar que se convierta en un instrumento monopolístico: especificar y decidir colectivamente qué se pretende conseguir con los transgénicos, por qué y bajo qué circunstancias. La transición ecológica no puede ser más gradual de lo que ya es. La agenda verde europea no es la nueva Torá, pero marca un horizonte temporal que conviene tomarse en serio, a menos que la idea sea jugar a ver qué pasa más allá de ciertos umbrales de calentamiento global. El norte europeo puede permitirse comprar boletos para esa lotería, pero el sur no. Y tampoco habría necesidad de hacerlo, superada la vergüenza de nuestra propia creación.

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Daniel Lara de la Fuente (Madrid, 1989) es doctorando en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Málaga.


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