En defensa de la Ilustración

Vivimos en tiempos tan confusos que analfabetas como Michelle Bachman,  Sarah Palin y sus adláteres del Partido del Té en los Estados Unidos deploran el Renacimiento.
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Son muchos los factores que mantienen hundidas en el atraso económico y político extensas porciones del planeta. La geografía y la herencia colonial, inacabables guerras fratricidas, la ausencia de un estado de derecho, hábitos económicos premodernos o la incapacidad de diversificar economías monoproductoras, son apenas algunos de ellos. El dominio de la teología ocupa generalmente un lugar de honor en esas sociedades donde ha sido imposible que el Medievo de paso a la Modernidad: supersticiones que sustentan diferencias inaceptables de clases, castas y género. La estrecha alianza entre la religión y el poder que obstaculiza el imperio de la ley y la supervivencia de usos y costumbres ancestrales pero deleznables, justifican el atraso y el creciente deterioro de muchas colectividades en la periferia del mundo industrializado.

La diferencia fundamental entre esas sociedades y los países que conforman lo que se conoce como “Occidente” (Europa, Estados Unidos y aquellos países que adoptaron alguna modalidad del sistema democrático occidental), es que aquellas no vivieron la Ilustración que transformó a las naciones industriales desde sus cimientos hace más de dos siglos.

Quienes vivimos en Occidente, bajo la benévola sombra de las ideas de los Ilustrados, tenemos una inmensa deuda con esos pensadores que encabezaron, primero, una revolución en las ideas e inspiraron otra después, a partir de fines del siglo XVIII, en la práctica política, económica y social. Spinoza y Descartes, D´Holbach, Diderot, Voltaire, Mary Wollstonecraft, Hume y Adam Smith, entre muchísimos otros, colocaron los cimientos de la Modernidad.

En el prefacio de A Revolution of the Mind, el compendio de más fácil manejo y lectura que Jonathan Israel hizo de sus enormes tomos sobre la Ilustración Radical, el autor sintetiza en un párrafo la deuda que la civilización occidental tiene con los Ilustrados: Inauguraron la era de la tolerancia. Les debemos las ideas de la democracia, la libertad de expresión, creencias, pensamiento y prensa; de la igualdad, más allá de raza, clase y sexo, y la erradicación de las autoridades religiosas de la política y la educación. Fueron ellos los que inventaron las sociedades seculares y la separación de la iglesia y el estado, pusieron los cimientos de la ciencia actual, y descubrieron los mecanismos de la mano invisible: los resortes que mueven a los mercados.

No sorprende que Israel, y más recientemente Neal Gabler en las páginas del New York Times (The Elusive Big Idea, agosto 14), deploren los nuevos ataques al pensamiento ilustrado y añoren aquellos tiempos donde se pensaba y se construía un nuevo orden social a riesgo de la libertad, la condena al silencio o la pérdida de la vida.

Vivimos en tiempos tan confusos que analfabetas como Michelle Bachman,  Sarah Palin y sus adláteres del Partido del Té en los Estados Unidos deploran el Renacimiento y la Ilustración sin darse cuenta de que en el Medievo, en los inacabables siglos previos a la Modernidad, ellas mismas hubieran estado condenadas a una vida de perpetua  procreación, crianza, punto de cruz y silencio.

Pero no son solo estas mujeres las que atentan contra la modernidad ilustrada. Son muchos los que votan por partidos racistas y xenófobos, creen que la palabra de Dios debe guiar la política y pretenden restablecer órdenes de vida absolutistas y medievales en países democráticos. No está de más recordar lo que perderíamos si volviera a establecerse el imperio de la teología. ¡Dios nos libre!

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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