A finales de los años veinte, Alexander Calder fabricó un circo en miniatura (hoy en el Whitney Museum de Nueva York), con equilibristas, trapecistas, forzudos, luchadores orientales y hasta aurigas hechos de alambre, cuerda y trapos. En un documental memorable, él mismo pone a actuar a estos personajes en sus respectivos números. El domador de fieras llega a meter su cabeza cilíndrica en un león de trapo (¡escalofriante!) que a continuación le ruge con hostilidad –Calder hace hasta las voces. El domador no tiene más remedio que pegarle un tiro (¡pum!). Otro de los muñecos salta sobre un caballo que da vueltas a la arena y cae con precisión sobre su lomo. El público aplaude y ríe con entusiasmo.
Las creaciones de Sean Mackaoui (que se pueden ver en el Círculo de Bellas Artes de Madrid), sus objetos-juguetes-máquinas, producen un regocijo semejante. Aunque en realidad es como si fueran un cruce entre los seres de alambre del Cirque Calder y los delicadísimos Merz de Kurt Schwitters, situado en la estela del dadaísmo, tan irreverente como lúcido. El encuentro con los collages de Schwitters, fabricados con desechos, con lo ya usado, con lo desaprovechado, fue crucial para Mackaoui. Seguramente le enseñaron la infinidad de posibilidades que entrañaba el trabajo con “la extremada, arrogante pobreza de los materiales” (Louis Aragon); le hicieron ver cuánto había en ese trabajo de juego, poesía y desafío a las convenciones, y no sólo a las artísticas.
Mackaoui fabrica collages (aproximadamente, papeles pegados sobre un soporte plano) y assemblages (ensamblajes o construcciones) con materiales, imágenes y objetos prefabricados. Su punto de partida es parecido al del readymade de Duchamp, ese término que Octavio Paz definió como “un puntapié contra la obra de arte sentada en su pedestal de adjetivos”. El trabajo de Mackaoui –como Eminem cuando compone la letra de un rap en el autobús, dejándose llevar por las sugerencias del terreno– se inspira en canciones, libros, Google, películas y, naturalmente, la basura, pues –admite– sería muy aburrido inspirarse sólo en el arte. Sus descubrimientos dependen mucho del azar, y su operación “redime” todos estos materiales y objetos (y tomo el verbo de Justo Navarro, que traduce objeto readymade, con pasmosa precisión, como “objeto redimido”). Surge así esa especie de belleza inadvertida de lo corriente, pero también un suave discurso desestabilizador.
Como buen practicante del collage, en un documental que muestra parte de su proceso creativo, Mackaoui enseña a la cámara unas tijeras, un cutter y un spray, y explica que ésas son sus herramientas. Eso es lo que habían confesado los artífices de papeles encolados desde su invención en las primeras vanguardias del siglo xx. Y esa es la razón por la que muchos artistas cubistas o dadaístas intuyeron que se trataba de uno de sus descubrimientos más revolucionarios, el que más atentaba contra los sacrosantos valores del arte vigente; empezando porque venía a afirmar que la obra de arte era precisamente el resultado del trabajo con esas herramientas, y por lo tanto, que era realmente un artificio, un cortapega, sin trampa ni cartón; que era eso, y no la creación inspirada de un “genio” narcisista sobrado de inspiración y de cargante autoexpresividad. El virtuosismo técnico quedaba así por siempre descartado; el sentimentalismo, también. En su ensayo de 1930 sobre el collage, titulado “El desafío a la pintura”, Louis Aragon había llegado a decir que esta técnica “sustituye un arte envilecido por una forma de expresión de una fuerza y un alcance desconocidos” y que “pone en cuestión la personalidad, el talento, la propiedad artística, y muchas otras ideas que calentaban sin desconfianza sus pies tranquilos en cerebros cretinizados”.
El arte de Mackaoui es heredero de esta toma de posición, pero a principios del siglo XXI su vitalidad y eficacia estriban en un sentido del humor descomunal, que si bien parece menos militante que el de los surrealistas, precisamente por eso resulta aún más perturbador de todo prejuicio y convención.
El artista enseña una de sus obras, un robot de madera, basado en el “mago electrónico”, un juego de mesa de nuestra infancia en el que una especie de sabio robot señalaba con una varita la respuesta acertada a cualquier pregunta. Lo que ocurre, dice Mackaoui, “es que mi robot no tiene ni idea de nada, o sabe demasiado”. Muestra a la cámara cómo funciona, y su perenne sonrisa se convierte en una franca carcajada, una de las risas más contagiosas que he visto en mi vida.
En el documental podemos ver que el proceso creativo de este artista pasa por la visita a un ebanista, una clínica dental y un taller de electricidad. En esos lugares se fabrican muchos de los objetos ideados por él. Porque la mayoría son máquinas, máquinas con una lógica de funcionamiento tan férrea como hilarante. Una de ellas produce el balanceo de unos cráneos de loro, ante la cual el artista comenta: “El arte de hablar mucho sin decir nada: como el que practican los políticos, que casi siempre dan la impresión de decir algo, y, cuando uno se para a analizarlo, no han dicho nada”. “¡Es increíble!”, exclama socarrón, abriendo los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba: “¡Es un arte!”
Confiesa Mackaoui que el mejor cumplido que ha recibido en su vida es el que le hizo involuntariamente un amigo que, ante su mesa de trabajo, le dijo: ¿Puedo jugar? “Si hago una exposición y la gente está riéndose y pasándolo bien, pues, entonces, he conseguido mi objetivo”.
El historiador del arte Juan Antonio Ramírez expuso una vez unos muñecos que él mismo fabrica con latas, otro objeto rescatado de la basura. Entre ellos, había gorrinillos (o algo parecido), vacas, un “Fabadillo” bastante simpático, y seres mitológicos como el centaurillo, la medusa o la hidra de tres cabezas. Venían acompañados de un tratado breve de “Latoflexia y Latotomía” que facilitaba indicaciones para su construcción.
Los artilugios de Calder, Ramírez y Mackaoui embargan de una extraña alegría. Transmiten un algo ligero, como si soltásemos lastre, como una especie de suspensión de obligaciones. Disfrute y alegre sabiduría. Parecen recomendarnos no tomar nada demasiado en serio, ni los sesudos discursos sobre el arte ni las instrucciones para la vida, practicar el gozo de crear y vivir al margen de lo establecido.
Si hasta hace aproximadamente un par de siglos se consideraba que el arte era algo demasiado importante como para dejarlo en manos de los artistas, actualmente los artistas parecen opinar que la vida es demasiado importante como para dejarla en manos de adultos. Una de las obras de Mackaoui es una versión de las placas que encontramos en los ascensores; éstas advierten sobre el peligro de dejar a los niños solos, la de Mackaoui reza: “Collages. Acérquese a la entrada. Impida que los adultos viajen solos”. Es una invitación. El arte: el juego, la libertad. ~
(Jaén, 1964) es profesora de historia del arte contemporáneo en la Universidad de Málaga. En 2008 publicó en Siruela Camuflaje.