John Corigliano –uno de los diez compositores más interpretados en las salas de conciertos de Estados Unidos– contesta a un entrevistador en la radio con una verdad de Perogrullo: la regla básica para convertirse en un clásico es haber muerto. Roberto Bolaño entró al mundo literario norteamericano cuando ya había cumplido con el requerimiento infame. En vida fue reconocido en el mundo hispanohablante, en Alemania, en Francia y en otros países antes de tocar costas inglesas pero, aunque la recepción fue espléndida en la pérfida Albión, la publicación neoyorquina no ocurrió de inmediato; entre una y otra el autor murió.
Bolaño entró a Nueva York con el aura de ya pertenecer al Parnaso; el primero de sus libros llegó en diciembre de 2003. A Nocturno de Chile le siguió Amuleto y a ésta una selección de cuentos, todos en la prestigiosa New Directions. El sello –y un elogio de Susan Sontag en la contraportada– fue, más que una palmada en el hombro, un salto en trampolín.
Chris Andrews, su traductor, es otro factor importante en esta historia. El australiano, marginal de origen como lo fue Bolaño de espíritu, capturó la ironía y el escapismo virtuoso de éste. Verdaderamente camaleónico, su inglés es Bolaño. Un gran autor necesita de un gran traductor, tanto como de un crítico: el lector no puede prescindir de éstos –ni mucho menos el autor.
Bolaño se convirtió en un autor de culto para los conocedores. Llegaba como el relevo de Sebald, otro que como él había sido un extranjero viviendo fuera de base, también muerto prematuramente, también en la cúspide de su carrera. Claro, para Bolaño había un punto extra: llegó a Nueva York cuando ya tenía la estatura de clásico, una especie de bebé milagroso que toca tierra andando con total dominio sobre pasarelas y tacones de aguja sin dejar de ser un troglodita. Un ser que no tiene rival porque pertenece a otro mundo.
En 2007, con la publicación de Los detectives salvajes en una editorial con mucho más “músculo” que la primera, su nombre se impone en boca de todos. Farrar, Straus and Giroux la publica de la mano de una nueva traductora; la versión de Natasha Wimmer es más descafeinado que exprés, pero fue con esta que Bolaño se convirtió en el tema de conversación obligada. The New Yorker, Slate, Bookforum, The Washington Post, el NYRB, The Nation, The New Republic, Esquire: decenas de reseñas elogiosas. The New York Times incluye a Los detectives salvajes en su lista de los diez libros del año, nombrado entre los cinco primeros; Los Angeles Times lo pone también en su top ten; y The Washington Post le otorga el cuarto lugar en la lista.
Farrar, Straus and Giroux cosechó el cuidadoso preparativo labrado por New Directions, supo utilizar la corriente y agregarle agua al molino. Lorin Stein, editor de Los detectives salvajes, distribuyó entre los críticos setecientas galeras encuadernadas (no tres mil como escribió David Lida) y, cuando apareció el libro, lo apoyó con una intensa campaña de anuncios en los medios impresos, páginas completas en periódicos, suplementos y revistas. La poderosa editorial apostó el todo por el todo.
Pienso en las primeras impresiones de Bolaño en español y me pongo melancólica. ¿Cuántos tiró Juan Pascoe en el Taller Martín Pescador, en sus prensas manuales? Consulto con él números precisos. Me permito citar su respuesta:
Bolaño: 225 ejemplares / nunca se agotó: no se vendieron jamás: en su primera época (se trataba de mi tercer impreso público) quizá podíamos haber vendido 7 u 8 ejemplares, quizás a 40 pesos el ejemplar. Más bien, Roberto pasaba por el Taller, se llevaba 10 ejemplares, y los regalaba; cuando se le acababan esos 10, venía por más. Yo también regalaba. Finalmente él se fue a España, y desapareció por tantos años. Me acuerdo que una vez te dije: “Qué raro lo de Bolaño; entró a nuestras vidas como alguien que sin duda la iba a hacer, y han pasado tantos años y nada…” Y tú dijiste: “Ten paciencia: ya verás.” Y tuviste razón… Se puede decir, quizá, que “se agotó” en 1995, pero simplemente porque alrededor de ese año terminamos de regalar los ejemplares.
De eso ya llovió.
Hasta donde vamos, la crítica gringa quiere a Bolaño sin reservas. Críticos literarios –como James Wood en The New Republic–, novelistas –como John Banville en The Nation– y periodistas le han otorgado la estatura del clásico y tendido sobre él el manto del mito. Como si no bastara tanto que tiene que roerle, The New Yorker lo convirtió, en un acto de verdadero malabarismo, en heroinómano. Topo con algo que espero sea broma, porque de verdad no tiene un pelo: un doctor en letras argumenta que Rockdrigo, el compositor e intérprete roquero mexicano que murió enterrado por su propia casa en el terremoto del 85, en realidad sólo fingió su desaparición, viajó a España y se travistió en Bolaño. Todo coopera a sumarle una altura mitológica. Bolaño circula en el territorio de la fábula.
La última perla llevará a nuestro querido autor al doceavo cielo: acaban de prohibirlo en una cárcel texana pues “la página 39, en un bar, escena de sexo colectivo” ha bastado para que se le censure, ya que puede “alentar comportamiento homosexual o desviaciones sexuales criminales… en detrimento de la rehabilitación de los trasgresores de la ley”. Como apunta la revista Slate, hay una paradoja: el acto al que hacen referencia es entre un hombre y una mujer. Es la escena de sexo oral que me parece tan importante desde un punto de vista crítico, pues el lector se pregunta: “¿A quién se le ha ocurrido decir que ésta es la novela que hubiera querido escribir Borges? Nada le interesaba menos al ilustre ciego que el mundo bolañesco, sexy, ofensivo y marginal.”
Nadie duda que estamos frente a un futuro bestseller. Aún no me toca el momento de subir al subway de Nueva York y encontrar en el vagón a los lectores con un ejemplar de Bolaño en las manos. Ocurrirá muy pronto. Pregunto a Lorin Stein cómo van las ventas: “Hemos vendido 35,158 en hard-cover”, tal es el número exacto hasta hoy, cuando aún no aparece la edición de bolsillo. Vendrá la película, que ya se está levantando aquí y allá; falta por traducir una parte considerable del cuerpo de su obra. 2666, su obra maestra, sale con Farrar, y estos días llega a librerías su Literatura nazi de América, editado por New Directions –ya me pidieron nota en The Nation, ya la entregué: la reseñará todo el mundo–. La sinfonía gringa de Bolaño apenas comienza. ~