Paul Auster, un profesional del ilusionismo

Lo importante en las obras de Auster suele estar tras bambalinas, oculto, escrito en clave.
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para Carlo y Carlos Altamirano

El pasado 30 de abril recibimos la noticia de la muerte de Paul Auster, el escritor nacido en New Jersey, en 1947, que desde los años ochenta nos fue conquistando con sus novelas, ensayos, poemas y obras autobiográficas. Sus películas, en particular Smoke y Blue in the face, escritas por él y codirigidas junto con Wayne Wang en 1995, también son imprescindibles en el universo austeriano. Sencillas e ingeniosas, brutales y encantadoras, incluyen actores de la talla de Harvey Keitel, Forest Whitaker, Lou Reed e incluso Madonna. Paul Benjamin es un escritor que ha perdido a su esposa y a su hijo y asiduo cliente de Auggie, dueño de una tabaquería en Nueva York –en ambos filmes–, quien ve desfilar una serie de personajes que cuentan sus historias mientras él narra otras más, una de las cuales se vuelve un relato independiente: el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”. Todos los días toma una fotografía de la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida a las ocho de la mañana, durante cuatro mil días seguidos; aun así, cada una es diferente de las demás: “La tierra da vueltas alrededor del sol y cada día la luz del sol da en la tierra en un ángulo diferente”, explica el tendero, “el tiempo avanza a un paso muy lento”.

Auster padecía cáncer de pulmón desde finales de 2022, y su esposa, la escritora Siri Hustvedt, lo hizo público el año pasado. No obstante, en 2023 vieron la luz dos de sus publicaciones: el ensayo Un país bañado en sangre y la novela Baumgartner. El primero alude, naturalmente, a Estados Unidos, en donde Auster creció viendo El llanero solitario. Él y legiones de chicos se disfrazaban de texanos y “poseían con orgullo un sombrero de vaquero y una pistola de juguete barata enfundada en una cartuchera”. Su familia, como supo años más tarde, aborrecía las armas por un motivo de peso. En enero de 1919, su abuela mató de un tiro a su abuelo. Para ese entonces, la pareja se había separado y sus cinco hijos vivían en la casa materna. Un día, el padre fue a visitarlos a Kenosha, Wisconsin, y su exesposa le pidió que arreglara un interruptor de luz. Mientras lo hacía, ella fue por la pistola que guardaba bajo la cama de uno de los niños, volvió a la cocina y disparó varias veces hacia su exmarido. La abuela del escritor fue absuelta por motivos de “locura temporal” y la familia se mudó a Newark. En el libro se reflexiona acerca de la popularidad de las armas en Estados Unidos y se hace un repaso por algunos episodios de la vida nacional, todo ello intercalado con los recuerdos del autor, que no cesa de escribirse a sí mismo en su proceso de ordenar el mundo mediante la palabra.

En Baumgartner, como en tantas de sus producciones literarias, el protagonista es un hombre que guarda similitudes con el escritor: un profesor retirado, solitario, que ha sufrido pérdidas importantes y trata de paliar un dolor que lo punza en diferentes sitios. “Vivir es sentir dolor”, nos dice Baumgartner, “y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir”. Anna, la esposa del personaje, fallecida años antes del presente narrativo, era escritora, y él reconstruye parte de su vida por medio de los textos que ha dejado. Estos se transcriben en la novela y son parte del universo narrativo; tienen el mismo peso, o más, que la trama, la cual se limita a algunas interacciones con un trabajador, un amigo, una estudiante.

Lo importante en las obras de Auster suele estar tras bambalinas, oculto, escrito en clave. Es ocioso empeñarse en armar el rompecabezas que es su obra y en descifrar las pistas conformadas por acrónimos o las iniciales: la Iris de Leviatán es Siri; Peter Aaron lleva las siglas de Paul Auster; Paul Benjamin es el seudónimo con el que firmó su primera novela –Benjamin era su segundo nombre–, el pequeño David es su hijo Daniel –muerto trágicamente en 2022 y envuelto en un diversas polémicas del submundo neoyorquino desde su adolescencia–; Sonia es su hija Sophie –actriz y cantante–; Henry Dark, el nombre que adopta Fanshawe en La habitación cerrada, reaparece en Leviatán. En la ficción, Hector Mann es el director de La vida interior de Martin Frost, que Auster dirigiría años después de que publicara El libro de las ilusiones. Y así nos podemos seguir jugando al detective, como en la novela Fantasmas, hasta darnos cuenta de que no hay ninguna luz al final del túnel. No hay una sola verdad.

Las obras de Auster tienen un valor individual y sus motivos obedecen a sus preocupaciones, obsesiones, vivencias e intereses. Estas incluyen a sus autores más admirados, como Edgar Allan Poe –de quien habló largo y tendido la única vez que lo vi en persona, en la FIL de Guadalajara de 2017–, presente en el seudónimo de Quinn en Ciudad de cristal, “William Wilson” –relato de Poe sobre el motivo del doble–, y una de sus viviendas es visitada por Willy, en Tombuctú; Chateaubriand, cuyas Memorias de ultratumba traduce el profesor Zimmer en El libro de las ilusiones; Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, Walt Whitman y muchos más. Su afición por el cine es evidente y es el material de algunas de sus ficciones. Además de los filmes ya mencionados, dirigió Lulu on the bridge, en 1998, que incluye una participación de su hija Sophie –Daniel había aparecido brevemente en Smoke–. Tratar de unir las pistas conduce a un laberinto o una inmensa telaraña que, lo digo por experiencia, no conduce a buen fin. Como escribe Auster en La habitación cerrada: “lo esencial se resiste a ser contado”.

La prosa de Paul Auster es atrevida, vertiginosa y a veces nos hace caer en los abismos de sus personajes. Acompañarlos en un coche a toda velocidad durante meses, como le ocurre a Jim Nashe, en La música del azar, quien recorre el país huyendo de su infortunio. Vamos en el asiento del copiloto sufriendo su desgracia y recogemos junto con él a Jack Pozzi, el joven jugador de póker que cambiará su destino: “Jackpot”. Miramos sobre su hombro las cartas durante esa partida en la que se juegan su futuro y deseamos con todas nuestras fuerzas que la suerte lo acompañe cuando se va all in.

Sus últimas novelas son más pausadas. Ya no demuestra esa prisa por desprenderse de todo, por prenderle fuego a las cosas ni poner bombas en la Estatua de la Libertad. Es más reflexivo y sus personajes también lo son. Así lo demuestra August Brill, quien recrea una historia mientras padece insomnio una noche en casa de su hija, en Vermont, en Un hombre en la oscuridad, de 2008, o el profesor Baumgartner –crítico del presidente Trump–, quien no comete las extravagancias de la Trilogía de Nueva York ni cae en las ingenuidades delirantes de Willy, el dueño de Mr. Bones, el entrañable perrito que conduce nuestros pasos en Tombuctú.

Los libros de memorias –La invención de la soledadDiario de invierno– son una buena base para esta reconstrucción imposible, pero estas también se bifurcan y trifurcan en un laberinto que puede no estar exento de ficción. “El cuaderno rojo”, en donde toman nota sus personajes, fue incluido en Experimentos con la verdad y revela el detonante de una de sus narraciones. Después, el volumen narra una serie de coincidencias de la vida real más inverosímiles que algunos relatos. Hay realidad en las novelas y ficción en la autobiografía. No hay que olvidar que los escritores son mentirosos profesionales. Gran conocedor del alma humana y de sus torturas, Auster creó un universo lleno de ilusiones para una vida que en ocasiones se oscureció y se convirtió en una caída en espiral dando tumbos por los recovecos de la memoria, pero las más de las veces removió el alma de su público, la enriqueció y la iluminó. Hasta siempre, querido Paul. ~

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es escritora e investigadora. Doctora en letras por
la UNAM, en donde imparte clases de literatura, e investigadora posdoctoral en El Colegio de México. Su más reciente libro de cuentos es Los desterrados (FCE, 2023).


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