La guerra sin ataduras: Gaza, Ucrania y el quiebre del derecho internacional

El derecho internacional humanitario nació para salvaguardar a los civiles de las peores calamidades de un conflicto. No obstante, el desgaste sufrido por aquel cuerpo de leyes, a partir de la guerra contra el terrorismo, ha hecho pensar que actualmente sirven de poco para proteger a los no combatientes.
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Los ataques de Hamás a Israel y la respuesta israelí han sido desastrosos para los civiles. En la masacre del 7 de octubre, Hamás atentó contra civiles desarmados, entre ellos, mujeres, niños y ancianos, lo que resultó en mil 200 personas muertas y alrededor de 240 rehenes. La subsecuente campaña militar por tierra y aire en Gaza desde marzo de 2024 ha matado a más de 30 mil personas, un tercio de ellas mujeres y niños. La ofensiva israelí ha desplazado a alrededor de dos millones de personas (más del 85% de la población de Gaza), ha dejado a más de un millón de personas en riesgo de inanición y ha dañado o destruido unos 150 mil edificios. A día de hoy no hay un hospital funcionando en el norte de Gaza. De acuerdo con el gobierno israelí, Hamás usa edificios civiles como escudos y opera desde ellos o en los túneles debajo de ellos, quizá porque, en el marco del derecho internacional, esos edificios han sido considerados fuera de los límites de las operaciones militares.

El derecho internacional humanitario, también conocido como las leyes de la guerra o la ley de los conflictos armados, existe supuestamente para proteger a los civiles de las peores calamidades de un conflicto. El objetivo de este cuerpo de leyes siempre ha estado claro: los civiles que no se han involucrado en la lucha merecen ser protegidos de todo daño y gozar de acceso libre a la ayuda humanitaria. Pero en la guerra entre Israel y Hamás la ley ha fallado. Hamás continúa reteniendo rehenes y ha usado escuelas, hospitales y otros inmuebles públicos como escudo de su infraestructura militar, mientras que Israel ha desplegado una guerra sin cuartel en áreas densamente pobladas y ha reducido el flujo de la necesitada ayuda a un goteo. El resultado ha sido una devastación extrema para los civiles en Gaza.

El conflicto en Gaza es un claro ejemplo del colapso de las leyes de la guerra, pero no es un caso aislado. Es el más reciente dentro de una larga serie de guerras posteriores al 11-S, desde la guerra estadounidense “contra el terrorismo” hasta la guerra civil siria o la guerra rusa en Ucrania, que han mermado la protección de los civiles. Por este sombrío expediente, es tentador concluir que las protecciones humanitarias que los gobiernos se esforzaron tanto por convertir en leyes desde la Segunda Guerra Mundial ahora tienen poco significado. Sin embargo, un deficiente sistema de derecho internacional humanitario ha vuelto más humano el conflicto. De hecho, a pesar de ser quebrantadas a menudo, la existencia de estas protecciones legales ha ejercido una presión continua sobre los combatientes para que limiten el número de bajas civiles, ofrezcan zonas seguras para los no combatientes y permitan el acceso a ayuda humanitaria, a sabiendas de que su incumplimiento tendrá consecuencias internacionales.

Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y sus aliados establecieron los Convenios de Ginebra, los cuatro tratados de 1949 que establecen elaboradas normas que rigen la conducción de la guerra. En un momento donde las leyes de la guerra son severamente puestas a prueba, Estados Unidos, quien especialmente en los años posteriores al 11-S ayudó a debilitarlas, ahora debe actuar para renovarlas y fortalecerlas.

Licencia para matar

Las leyes de la guerra ofrecen un intercambio. Los soldados de naciones soberanas pueden ser legalmente asesinados en conflictos armados. A cambio, obtienen una inmunidad que les permite cometer actos que en otros contextos serían considerados crímenes, es decir, no solo tienen permiso para matar, sino también para invadir, allanar, robar, agredir, mutilar, secuestrar, destruir bienes y provocar incendios. Esta inmunidad aplica tanto si su causa es justa como si no.

Existen límites, que han sido modestos si pensamos en toda la historia. Hugo Grotius, el diplomático holandés de inicios del siglo XVII considerado “el padre del derecho internacional”, escribió que los soldados debían tener prohibido el uso de veneno, matar mediante engaño (por ejemplo, después de fingir la rendición) y la violación. En el marco legal de Grotius, estas tres ofensas eran las únicas excepciones en las licencias para matar de los soldados. Podía permitirse la esclavitud, la tortura, el robo y la ejecución de prisioneros, así como matar intencionalmente a civiles desarmados, incluidos mujeres y niños. A pesar de que algunos tratados regulaban la conducción de la guerra en su tiempo, los países de Europa occidental aceptaron ampliamente estas reglas como derecho internacional consuetudinario.

De acuerdo con Grotius, los soldados no tenían permitido masacrar civiles cuando quisieran. Estaban legalmente autorizados a dar los pasos necesarios para aplicar los derechos que el enemigo había infringido –y nada más–. Si matar a mujeres y niños no contribuía al esfuerzo bélico, entonces no había justificación para hacerlo. Incluso si la masacre insensible de civiles inocentes era técnicamente ilegal en el derecho internacional de la época, quienes las llevaran a cabo no podían ser considerados responsables. Aquellas faltas, observó Grotius, podían “cometerse con impunidad”. La falta de un recurso legal contra los ataques a civiles empezó a atenderse a mediados del siglo XVIII, cuando los países adoptaron de manera gradual el principio de distinción, el cual supone hacer una diferencia entre combatientes y civiles.

Las leyes que gobernaban la guerra continuaron evolucionando a lo largo del siglo XIX. La primera Convención de Ginebra, firmada en 1864, prohibió los ataques a hospitales, personal médico y pacientes. La Declaración de San Petersburgo de 1868 prohibió el uso de municiones de fragmentación, explosivas o incendiarias para armas pequeñas. Las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907, ratificadas por la mayoría de las potencias del momento, prohibieron los ataques a pueblos y edificios que no estaban defendidos por fuerzas militares. También saquear, ejecutar a los prisioneros de guerra y presionar a los civiles para que jurararan lealtad a un poder extranjero.

Pero los países que estaban en guerra se esforzaban por averiguar cómo hacer cumplir estas leyes. Su solución solía ser una represalia: si un adversario violaba las leyes de la guerra en una operación militar, el país podría responder con otra violación. A menudo las represalias podrían ser infligidas a los prisioneros de guerra, que estaban cerca y podían ser fácilmente ejecutados. Pero los civiles no estaban aislados de los ataques. Cuando los guerrilleros españoles atacaron la columna francesa en el Valle de Sil en 1808, durante las guerras napoleónicas, el general francés Louis-Henri Loison ordenó a sus soldados prender fuego al campo.

El balance de la posguerra

Durante la Segunda Guerra Mundial más de treinta millones de civiles fueron asesinados. Tras esa violencia catastrófica estuvo claro que nuevas y más severas leyes eran necesarias para regular la guerra. En 1949, una serie de conferencias internacionales convocadas por el Comité Internacional de la Cruz Roja estableció los cuatro Convenios de Ginebra en un esfuerzo para prevenir la violencia más brutal de la guerra. A pesar de que Grotius propuso solamente tres prohibiciones para guiar a los Estados en guerra, los Convenios de Ginebra y, más adelante, sus tres protocolos adicionales llenaron cientos de páginas con reglas específicas para casi cualquier escenario. Los nuevos estatutos se enfocaron en el tratamiento de personal militar enfermo o herido en el campo o en el mar, prisioneros de guerra y civiles.

A diferencia de las primeras leyes de la guerra, los Convenios de Ginebra prohibieron no solo la violencia injustificada, sino ciertas formas de violencia asociadas a los objetivos bélicos. Para cumplir los convenios, las partes en guerra deben distinguir entre civiles y combatientes y entre lugares civiles y militares. Sobre todo, no deben intencionalmente atacar a civiles u “objetivos civiles”, como escuelas, residencias, equipo de construcción, negocios, lugares de culto y hospitales que no contribuyan directamente a la acción militar. Y los civiles nunca deben ser blanco de las represalias. El principio de la proporcionalidad, establecido en 1977 en el Protocolo Adicional I, reconoce que algunas veces los ejércitos van a herir a civiles y objetivos civiles cuando persiguen objetivos militares. Pero la norma requiere que el daño no sea “excesivo en relación con la ventaja concreta y directa prevista”. Por otra parte, el principio de precaución exige que los ejércitos velen constantemente por preservar a los civiles y sus bienes, aunque eso pueda ralentizar las operaciones militares.

Los Convenios de Ginebra y sus protocolos, así como la ley internacional adicional que ha surgido a raíz de ellos, dieron un paso adelante en comparación con las normas anteriores. Su objetivo es proteger a los civiles del daño incluso cuando este podría servir a un propósito estratégico. Así, un ataque contra un objetivo militar que ayudaría al esfuerzo bélico de un beligerante está prohibido si perjudicará a demasiados civiles. En muchos sentidos, los Convenios de Ginebra han sido notablemente exitosos. Los cuatro convenios han sido ratificados por todos los Estados miembro de Naciones Unidas. La mayoría de los países han adoptado manuales militares que traducen los convenios en reglas concretas hechas para guiar la conducta de sus ejércitos. Muchos han reforzado estas leyes en contra de sus propios soldados. Sin embargo, estas elaboradas y ambiciosas normas fueron diseñadas para conflictos que eran muy distintos a los del presente.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las guerras entre Estados han descendido dramáticamente, pero los conflictos que involucran a grupos armados se han incrementado. Los Convenios de Ginebra dicen poco acerca de estos últimos. Solo un artículo, el artículo 3, afecta específicamente a grupos no estatales. Proteger a los civiles en una guerra resulta mucho más difícil cuando uno de los actores no es un Estado. Los combatientes que pertenecen a grupos no estatales generalmente no visten uniformes. A pesar de que sus miembros se agrupen, entrenen en campamentos y se organicen en una estructura jerárquica, tienden a operar en lugares donde los civiles también están presentes. Como resultado, puede ser extremadamente difícil diferenciarlos de los civiles ordinarios.

Tipos de legítima defensa

Los ataques del 11-S y la respuesta estadounidense inauguraron una nueva era de guerra que ha llevado al derecho internacional humanitario a un punto de ruptura. Antes de 2001, el derecho internacional entendía que se trataba de legítima defensa solo cuando un país se estaba defendiendo del ataque de otro. Hasta entonces, pocos países habían mencionado a los actores no estatales como su primera razón para usar la fuerza en legítima defensa. (Israel era una excepción notable, sus adversarios incluían fuerzas irregulares establecidas en Egipto, Jordania, Líbano y Siria.)

Después del 11-S, las reclamaciones de legítima defensa cambiaron. Estados Unidos justificaba su invasión a Afganistán argumentando que estaban respondiendo, como la administración de Bush informó al Consejo de Seguridad de la ONU, a la “amenaza continua a Estados Unidos y sus ciudadanos por parte de la organización Al-Qaeda”. En un año, Australia, Canadá, Francia, Alemania, Nueva Zelanda, Polonia y el Reino Unido también presentaron reclamaciones de legítima defensa contra Al-Qaeda. Y no pasó mucho tiempo antes de que los países hicieran lo mismo contra otros grupos no estatales. En 2002, por ejemplo, Ruanda citó el derecho a la legítima defensa contra la Interahamwe, un grupo paramilitar. Y en 2003, Costa de Marfil citó el mismo derecho en contra de las “fuerzas rebeldes”.

Para enfrentarse a grupos como Al-Qaeda y el Estado Islámico, también conocido como isis, Estados Unidos y sus aliados se basaron en lo que denominaron la “doctrina de la incapacidad o la falta de voluntad”, es decir, la teoría de que la acción contra una amenaza no estatal está justificada siempre que el país en el que se encuentra el actor no estatal no quiera o no pueda suprimir la amenaza. En la mayoría de los casos, Estados Unidos buscó el consentimiento de los gobiernos para atacar grupos no estatales en sus territorios. Irak, Somalia, Yemen y, mientras los talibanes estuvieron lejos del poder, Afganistán aceptaron la intervención estadounidense. Cuando los Estados no otorgaban su consentimiento –por ejemplo, Siria–, el gobierno estadounidense recurría a la doctrina de la incapacidad o de la falta de voluntad, explícitamente respaldada por una docena de países, para justificar el uso de la fuerza militar.

Cuando Washington entró en guerra con actores no estatales tuvo problemas para distinguir entre los civiles que podía matar según los Convenios de Ginebra –aquellos “que participaban directamente en las hostilidades”– y los que no. Si un civil que no era miembro de isis realizaba una tarea para el grupo –por ejemplo, colocar un artefacto explosivo improvisado en una carretera– y luego volvía a su trabajo como un obrero normal, ¿podía ser atacado?

En 2009, el Comité Internacional de la Cruz Roja publicó una guía para los gobiernos sobre cómo proteger a los civiles en caso de combatir contra actores no estatales. El documento del CICR reiteraba la ley según la cual los civiles deben ser protegidos del ataque directo “a menos que durante un tiempo participaran directamente en las hostilidades”. Eso estableció el principio de que los civiles que no participan directamente en las hostilidades deben distinguirse no solo de las fuerzas armadas, sino también de quienes intervienen en las hostilidades “únicamente de forma individual, esporádica o no organizada”. El diablo está en los detalles.

El CICR concluyó que la participación directa en las hostilidades “se refiere a actos específicos llevados a cabo por individuos como parte de las hostilidades entre los implicados en un conflicto armado”. Una persona que forma parte de un grupo armado tiene una “función de combate continua” y puede ser atacado durante la guerra.

Por lo tanto, los combatientes de isis eran considerados objetivos militares legítimos siempre y cuando el conflicto con isis continuara. Pero los miembros de isis que proveen apoyo no combativo, incluidos reclutadores, entrenadores y financiadores, no lo son. Un civil que coloca un explosivo improvisado en apoyo a isis participa directamente en la guerra cuando coloca el arma y en el camino a cumplir con la tarea. Pero una vez que esta ha concluido, termina también su participación en la guerra, así que ya no puede ser atacado. Muchos países rechazaron las orientaciones del CICR, entre ellos Estados Unidos y Reino Unido, que propusieron sus propias reglas para sus campañas antiterrorismo en Medio Oriente.

¿Líneas borrosas?

Para abordar la realidad cambiante del combate urbano, Estados Unidos y otros países adoptaron nuevas políticas que una vez más pusieron a los civiles en el punto de mira. En el centro de su propuesta estaba el concepto de los llamados objetivos de doble uso. De acuerdo con el derecho internacional humanitario, todos los sitios son militares o civiles, no hay punto medio. Objetivos que normalmente se usan con fines civiles, como lugares de culto, residencias o escuelas, se asumen como civiles. Pero pueden perder este estatus si se utilizan para propósitos militares.

La clara división entre civil y militar a menudo no se corresponde con la realidad en el terreno. Hay muchos sitios y estructuras que cumplen con propósitos civiles importantes, pero por tener cierto uso militar pueden ser considerados objetivos militares, por ejemplo, trenes, puentes, estaciones eléctricas y la infraestructura de comunicaciones. Incluso un edificio de apartamentos, si parte de él se usa para almacenar armas, puede ser considerado de doble uso.

Y lo que es más controvertido: Estados Unidos ahora considera como objetivos legítimos los sectores económicos del adversario que puedan contribuir a financiar la guerra. En el transcurso de sus operaciones contra isis, por ejemplo, Estados Unidos atacó pozos petrolíferos, refinerías y camiones cisterna. Los Estados suelen estar de acuerdo en que las industrias directamente relacionadas con la milicia o la defensa pueden ser atacadas, como aquellas que producen armamento o que suministran combustible a los vehículos militares. Pero discrepan sobre si se puede atacar a una industria que solo contribuye indirectamente a las actividades militares, proporcionando apoyo financiero, por ejemplo. El Manual de Derecho de Guerra del Departamento de Defensa sostiene que la “contribución efectiva de una industria o sector determinado a la capacidad de combate o de mantenimiento de la guerra de una fuerza adversaria es suficiente”. Esto significa que bancos, negocios e incluso cualquier fuente de actividad económica que contribuya a las capacidades del adversario para mantenerse pueden ser objetivos justificados. Y ya que los miembros de los grupos no estatales usualmente se apoyan en los mismos recursos que los civiles ordinarios para obtener comida, combustible o dinero, estas áreas de la economía esenciales para la vida civil están habitualmente en la línea de fuego.

Como resultado, el concepto del doble uso ha hecho que una gran variedad de actividades civiles sean objeto de acciones militares potenciales. Una empresa que es principalmente usada para fines civiles, como una refinería o incluso una panadería, puede convertirse en un objetivo de guerra si contribuye de alguna manera en los esfuerzos del enemigo. Sigue siendo válido que el daño causado a la población civil y a las infraestructuras civiles debe ser proporcional a la ventaja militar potencial obtenida. Pero Estados Unidos e Israel consideran que cualquier sitio que pueda calificarse como de doble uso es legítimamente un objetivo militar. El daño a ese objetivo, desde ese punto de vista, no es parte del cálculo de proporcionalidad. Si se prevé que se perjudicará a civiles no combatientes, hay que sopesar si lanzar el ataque, pero no así la pérdida a largo plazo de servicios civiles vitales, como los que proporciona una planta de tratamiento de agua, una red eléctrica, un banco o un hospital.

La lógica militar detrás de la campaña israelí por aire y tierra en Gaza es, en parte, resultado de estos cambios incrementales a los cuales Estados Unidos e Israel han contribuido durante décadas. Hamás es a su vez un actor no estatal y de facto una autoridad gobernante en Gaza. Establecer quién es un combatiente de Hamás y quién no, particularmente desde el aire, es difícil. Incluso en tierra, a menudo las fuerzas israelíes han fallado a la hora de distinguir entre civiles y combatientes, como en diciembre de 2023, cuando las tropas israelíes dispararon a tres rehenes mientras ondeaban una bandera blanca. E incluso cuando las fuerzas israelíes han hecho todo el esfuerzo posible para diferenciar entre combatientes y civiles, disparar a uno sin matar al otro ha demostrado ser casi imposible. Dada la extraordinaria densidad poblacional de Gaza, casi cualquier objetivo militar está cerca, encima o debajo de edificios donde un gran número de civiles vive o trabaja.

En Gaza hay pocos objetos o estructuras que Israel no considere de doble uso. Israel ha empeorado la crisis humanitaria de Gaza al retener en la frontera artículos como bombonas de oxígeno y postes para tiendas de campaña. Mientras tanto, trata a los hospitales, escuelas, edificios de apartamentos y lugares de culto como objetivos militares legítimos si Hamás los ha usado con propósitos militares. Israel sostiene que Hamás conoce la ley de guerra y que ha buscado proteger su infraestructura militar al ocultar sus actividades en túneles debajo de estructuras civiles, como hospitales, porque la ley las protege del ataque. El gobierno israelí enfatizó este punto en su defensa ante el Tribunal Internacional de Justicia contra las acusaciones de Sudáfrica de que está cometiendo un genocidio en Gaza.

La decisión de Israel de tratar las ubicaciones tradicionalmente protegidas de los ataques como objetivos legítimos ha significado la devastación para los civiles en Gaza. Hospitales y escuelas donde los desplazados por la guerra buscaron refugio han sido objeto de ataques a gran escala, provocando la muerte de miles de personas. El problema ha sido resultado de la interpretación expansiva del principio de proporcionalidad. Como Eylon Levy, portavoz del gobierno israelí, dijo a la BBC, la proporcionalidad en la perspectiva de Israel significa que el daño colateral de dicho ataque debe ser proporcional a la ventaja militar esperada. “Y la ventaja militar esperada aquí –explicó– es destruir la organización terrorista que ha perpetrado la más mortífera masacre de judíos desde el Holocausto.”

Israel ha convertido un principio que estaba hecho para proteger a los civiles en una herramienta para justificar la violencia. Su enfoque para calcular la proporcionalidad –no ataque por ataque sino a la luz del objetivo de la guerra entera– no es como se supone que los militares deben realizar sus evaluaciones. Además, de acuerdo con el derecho internacional codificado en el Protocolo Adicional I, el principio de proporcionalidad prohíbe un ataque donde el daño esperado a civiles y lugares sea “excesivo” en comparación con la “ventaja militar directa” que el ataque supuestamente debería alcanzar. A la hora de sopesar cualquier daño causado a civiles frente a una amenaza existencial percibida, Israel puede justificar prácticamente cualquier ataque que cumpla con los requisitos de la proporcionalidad: los presuntos beneficios siempre superan los costes. Como era de esperar, este enfoque ha desembocado en una guerra con pocas restricciones.

Atrapados en el fuego cruzado

Aunque la cifra de civiles muertos en la guerra de Gaza es extraordinaria, no se trata de un caso excepcional dentro de los conflictos recientes. Durante la guerra civil en Siria, el gobierno sirio ha gaseado repetidamente a su pueblo y ha borrado vecindarios completos en un esfuerzo por suprimir a la oposición. En 2018, un informe de la ONU reveló que las fuerzas sirias, apoyadas por la milicia rusa, habían atacado hospitales, escuelas y mercados.

Arabia Saudí también ha sido acusada de violar la protección jurídica a los civiles en sus operaciones en contra de los rebeldes hutíes respaldados por Irán en Yemen. En 2015, Arabia Saudí lideró una coalición de Estados en una campaña para hacer frente a los hutíes, quienes habían lanzado un ataque entre las fronteras y tomado la capital yemení, Saná. Un equipo de investigadores de la ONU halló que los ataques aéreos de la coalición –los mismos que Estados Unidos apoyó con reabastecimiento de combustible, inteligencia y venta de armas– golpearon zonas residenciales, mercados, funerales, bodas, centros de detención, embarcaciones civiles e instalaciones médicas, matando a más de 6.000 civiles e hiriendo a más de 10.000. Los ataques a infraestructura esencial, como plantas de tratamiento de agua, provocaron una epidemia de cólera que mató a miles de personas, principalmente a niños.

Ucrania también ha sido escenario de ataques bárbaros contra civiles. Las fuerzas rusas llevaron a cabo ejecuciones sumarias, desapariciones y tortura en Bucha y otras zonas. Bombardearon de manera indiscriminada Mariúpol, dañando el 77% de las instalaciones médicas. A lo largo de la guerra, los ataques de Rusia a instalaciones eléctricas de Ucrania han dejado a millones de civiles sin electricidad, agua o calefacción.

Mientras tanto, las innovaciones tecnológicas han amenazado con erosionar la línea que separa a civiles y combatientes. En Ucrania, por ejemplo, la misma aplicación que los ucranianos usan para declarar sus impuestos puede ser usada para rastrear tropas rusas. Al usar la función “e-enemigo”, los ucranianos pueden compartir informes, fotos y vídeos de los movimientos de las tropas rusas. Sin embargo, esto hace a esos mismos civiles vulnerables a ataques, ya que cualquier civil que use la aplicación para alertar a las fuerzas ucranianas de actividad rusa puede ser etiquetado como “participante directo en las hostilidades” y, en consecuencia, ser considerado un objetivo legítimo. Los servidores de datos ucranianos almacenan tanto información militar como civil, lo que probablemente convierte las redes informáticas y la información almacenada en ellas en objetos de doble uso. Ucrania ha creado un “ejército informático” de más de 400.000 voluntarios que trabajan con el Ministerio de Defensa ucraniano para lanzar ciberataques a la infraestructura rusa. Estos ucranianos quizá no se han dado cuenta de que al ofrecer sus servicios voluntariamente, de acuerdo con el derecho internacional, se han convertido en combatientes en un conflicto armado.

Motivo de restricción

Una conclusión pesimista de las guerras de Gaza y Ucrania puede ser que se han olvidado las duras lecciones de la Segunda Guerra Mundial y que los esfuerzos por utilizar el derecho para proteger a los civiles de la guerra son inútiles. Pero, a pesar de lo brutales que son los conflictos actuales, posiblemente serían más horrorosos sin estas leyes. Una lectura cuidadosa de la era actual podría demostrar que, lejos de abandonar las protecciones a los civiles ensalzadas en la Convención de Ginebra, los beligerantes en las guerras recientes han hecho esas protecciones menos efectivas al restringir severamente la definición de civil. Y Estados Unidos ha jugado un papel crucial en este cambio.

Desde el 11-S, Washington ha usado su poder para debilitar las restricciones al uso de la fuerza, al interpretar agresivamente el derecho a la autodefensa y al permitir ataques más expansivos a los sitios y estructuras de doble uso. Estas posiciones han otorgado una mayor flexibilidad al ejército estadounidense, pero también han puesto a más civiles en peligro. Siguiendo el liderazgo de Estados Unidos, otros países, como Francia, Israel, Arabia Saudí, Turquía y el Reino Unido, también han debilitado las restricciones a su propia milicia.

Para revertir esta tendencia y fortalecer el derecho en los conflictos armados, Washington debe aceptar que las restricciones y la presión a otros a hacer lo mismo son esenciales para los principios fundamentales de la dignidad humana que tanto ha defendido. La administración de Biden ha dado pasos modestos en esta dirección. En 2022, el Departamento de Defensa anunció un plan detallado para que el ejército estadounidense protegiera mejor a los civiles y el pasado mes de febrero la administración de Biden dijo que exigiría que los gobiernos extranjeros prometieran que cualquier arma estadounidense que recibieran no sería usada para violar el derecho internacional. Pero hace falta mucho más.

Para empezar, Estados Unidos debe profundizar la colaboración y cooperación con el Tribunal Penal Internacional, el mecanismo más efectivo para reforzar el derecho internacional humanitario. De hecho, algunos miembros del Congreso estadounidense han apoyado el ejercicio de la jurisdicción del TPI sobre Rusia por los crímenes cometidos durante la guerra en Ucrania y han aprobado una ley que permite a Estados Unidos compartirle a su fiscal pruebas de los crímenes rusos en ese país. No obstante, en 2020, la administración de Trump sancionó a los jueces y abogados del TPI en respuesta por haber investigado si los soldados estadounidenses habían cometido crímenes de guerra en Afganistán. Para el resto del mundo, la hipocresía es flagrante e instructiva. Una manera en la que Estados Unidos puede mejorar su relación con el TPI podría ser rechazando la Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, una norma de 2002 conocida como “el acta de invasión de La Haya” que permite al presidente ordenar una acción militar para proteger a los estadounidenses de la persecución del TPI. Además, prohíbe a las agencias gubernamentales colaborar con el TPI, a menos que esté específicamente permitido, como en el caso de la investigación sobre Ucrania.

Estados Unidos también debería reconsiderar algunas de las posiciones jurídicas expansivas que adoptó tras el 11-S. Por ejemplo, debería respaldar límites más estrictos sobre cuándo se puede apuntar a objetivos de doble uso. También tendría que revisar el tratamiento de los principios de proporcionalidad y precauciones factibles en el Manual de Derecho de Guerra del Departamento de Defensa, para reflejar mejor el derecho internacional humanitario. Y debería implementar por completo un nuevo plan para mitigar el daño a civiles durante operaciones militares.

Además, Estados Unidos tendría que restringir su apoyo militar únicamente a aquellos países que respeten el derecho internacional humanitario, no solo con el suministro de armas, sino también cuando ofrece apoyo financiero, inteligencia y entrenamiento. El gobierno estadounidense tiene programas de respuesta al terrorismo en ochenta países en seis continentes. Si Washington condiciona su apoyo a una mayor adhesión al derecho y lo retira de aquellos países que no lo cumplan, el efecto sería potente e inmediato. E Israel no estaría exento de esas normas; Estados Unidos debería insistir en que el país deje claras las medidas concretas que piensa adoptar para garantizar que su conducción de la guerra en Gaza se ajusta al derecho internacional.

Esos cambios no se deben hacer solo en forma de acciones, sino que se deben convertir en ley. Cuando el poder ejecutivo ofrece explicaciones legales al comportamiento de Estados Unidos, casi siempre lo hace para justificar sus acciones militares, a menudo traspasando los límites legales existentes. En contraste, cuando apoya las restricciones que protegen mejor a los civiles en la guerra, por lo general enfatiza que lo hace como política, no porque se lo hayan requerido sino como una decisión. Esto significa que las restricciones pueden fácilmente descartarse cuando son inconvenientes. Mientras tanto, los fundamentos jurídicos de sus acciones servirán de precedente para justificar futuras operaciones militares de Estados Unidos y otros países del mundo.

Para que el derecho de la guerra sobreviva a los desafíos existenciales de hoy, Estados Unidos y sus aliados deben verlo no como una restricción opcional que puede ser moldeada o eludida en función de las necesidades, sino como un pilar inamovible del orden jurídico mundial. Es cierto que habrá participantes en la guerra que quebranten la ley y, en consecuencia, civiles que sigan sufriendo. Pero, antes de que Estados Unidos llame a esos infractores a rendir cuentas, debe mostrar que está preparado para exigirse a sí mismo, y a sus aliados, los mismos estándares. ~

Traducción del inglés de Karla Sánchez.
Publicado originalmente en Foreign Affairs.
Distribuido por Tribune Content Agency.

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es profesora de derecho internacional en la Facultad de Derecho de Yale y autora, al lado de Scott J. Shapiro, de The internationalists. How a radical plan to outlaw war remade the world (Simon & Schuster, 2017).


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