Entrevista a James Oles. “Las zonas fronterizas son espacios de enorme creatividad”

A lo largo de este año se han montado en algunos de los principales museos de Estados Unidos exposiciones de arte mexicano: en Houston se expone Paint the Revolution: Modern Mexican art 1910-1950 –que antes pasó por Filadelfia–, en Dallas se exhibe México 1900-1950: Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, and the Avant-Garde y en Austin el Harry Ransom Center muestra Mexico modern: Art, commerce, and cultural exchange, 1920-1945. Además de las distintas exposiciones de arte mexicano que recorren los museos de Estados Unidos, este mes inicia Pacific Standard Time: Los Angeles/Latin America (PST: LA/LA), la serie de programas y muestras de arte latinoamericano en Estados Unidos más ambiciosa de las últimas décadas. La visibilidad del arte latinoamericano y mexicano que impulsa desde hace tres años la Getty Foundation pasa por los centros culturales más importantes de Los Ángeles y de otras ciudades del sur de California. Los Ángeles es una ciudad históricamente relacionada con México, pero también es el epicentro de la industria del entretenimiento estadounidense, que ha creado y diseminado la mayoría de los estereotipos de lo “mexicano” y lo “latino”. Es difícil determinar en qué medida las exposiciones de PST: LA/LA pueden desplazar los estereotipos; sin embargo, PST: LA/LA es un escenario importante para que el discurso del arte le haga contrapeso al discurso aislacionista de la actual política estadounidense. El arte parece abrir las posibilidades que el discurso político se empeña en clausurar. Marfa, en Texas, está a menos de cien kilómetros de la frontera con México. En la ciudad, Jorge Méndez Blake expone A message from the emperor. La pieza central es un muro de ladrillos, basado en el relato “La gran muralla china” de Kafka, que atraviesa las distintas salas del Marfa Contemporary. La promesa de Trump de construir un muro entre México y Estados Unidos le ha dado un nuevo sentido a la pieza de Méndez Blake. Esto, en cierta medida, ejemplifica la relevancia política que ha estado adquiriendo el arte mexicano en Estados Unidos como respuesta a las políticas trumpianas. En 1990, dos años antes de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) que Donald Trump ha prometido cancelar o renegociar, se presentó en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York una exposición de arte mexicano, México: Esplendores de treinta siglos. La muestra seguía el discurso curatorial instaurado en los años cincuenta y sesenta por Fernando Gamboa: arte prehispánico, virreinal y moderno. Roger Bartra, en su crítico “Oficio mexicano: miserias y esplendores de la cultura”, advertía que, al “pavonear los esplendores de su arte”, el gobierno mexicano intentaba al mismo tiempo “afirmar su identidad mediante la confrontación con la cultura angloamericana” y trataba de “fortalecer con ello la legitimidad menguante del sistema político mexicano”. En 2017, en contraste con esa visión que Bartra consideraba edulcorada y simplificada del arte mexicano, se exhiben también obras como The wheel bears no resemble to a leg en el Americas Society de Nueva York, del artista mexicano Erick Meyenberg, que es –en sus propias palabras– “una especie de termómetro de la desolación, melancolía y terror colectivos por los que atravesaba la sociedad mexicana ante la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa”. El arte mexicano que se exhibe en Estados Unidos a veintisiete años de México: Esplendores de treinta siglos ya es múltiple y plural, aunque todavía hay omisiones y desafíos. Arte contemporáneo, arte moderno y arte prehispánico configuran un rostro crítico, vibrante y menos uniforme de México en Estados Unidos. No se puede hablar del arte mexicano en la era Trump sin acudir a los historiadores y curadores de los dos países que están al frente de los esfuerzos más ambiciosos de las relaciones artísticas a ambos lados de la frontera. El historiador James Oles y los curadores Idurre Alonso, Jesse Lerner, Donald Albrecht y Thomas Mellins hablan del discurso paralelo entre el arte y la política, el arte a contracorriente de Donald Trump.
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James Oles es uno de los especialistas más reconocidos del arte moderno mexicano. Es profesor de arte, curador adjunto de arte latinoamericano en el Museo Davis en el Wellesley College (Massachusetts) y curador en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (UNAM). En 1993 curó una muestra de arte sobre México y Estados Unidos que hasta la fecha es una referencia para los estudiosos del tema, South of the border: Mexico in the American imagination 1914-1947, que abordaba el intercambio artístico entre ambos países en la primera mitad del siglo XX. Recientemente apareció su libro Arte y arquitectura en México (Taurus, 2016), un recorrido fascinante y riguroso por la historia del arte mexicano desde la Conquista hasta nuestros días.

Cuando se inauguró South of the border, el TLCAN llevaba vigente apenas un año. ¿Ese contexto cambió la lectura de la exposición y la manera de entender las relaciones culturales entre México y Estados Unidos?

Empecé a investigar sobre los vínculos culturales entre los dos países desde finales de los ochenta, antes de que se abrieran formalmente las negociaciones del TLCAN. Sin embargo, para cuando se inauguró South of the border el tratado ya estaba en marcha. Así que los temas de la exposición –el turismo, los estereotipos vigentes y las relaciones e intercambios artísticos entre México y Estados Unidos desde la Revolución hasta finales de la Segunda Guerra Mundial– coincidieron con el momento, pero también complicaron el nuevo contexto histórico, durante la administración de Bill Clinton. Se debe recordar, sin embargo, que a principios de los noventa Estados Unidos y México empezaron a tener un intenso intercambio cultural, no solo institucional sin también a nivel individual, por parte de académicos, artistas y curadores. El corazón sangrante, que se expuso en el Institute of Contemporary Art de Boston, fue otra muestra que estaba “cruzando la frontera” en esos mismos años. Esto es: después de un periodo de relativa separación o distancia, había una intención cada vez mayor de mirar a ambos lados de frontera.

Pero, más que en las relaciones económicas y políticas entre Estados Unidos y México, South of the border tuvo como marco el multiculturalismo en boga a principios de los noventa: los museos estaban buscando diversificar sus colecciones, sus programas y sus públicos, y South of the border ofreció un contexto histórico de cómo se entiende en Estados Unidos lo “mexicano” y “México”. Me parece que se creó una base para comprender los malentendidos y las fantasías que aún afectan las relaciones entre los dos países y, por ende, a las poblaciones mexicanas y mexicoamericanas en Estados Unidos. Es decir, desde la Revolución, si no es que antes, “México” ha sido tanto idealizado como demonizado por Estados Unidos: es un paraíso (los mercados de artesanías o la Cuernavaca “de la eterna primavera”) pero también un lugar de posibles peligros (desde Pancho Villa hasta el alcohol adulterado).

Poco después de firmar el TLCAN se creó inSite, el programa de intervenciones artísticas entre la frontera de Tijuana y San Diego. ¿De qué manera se relaciona la idea de frontera, como una zona que conecta a dos países, con la de una zona que los separa?

En el mundo de hoy conviven dos sectores sociales en disputa: un grupo de personas que abraza las mezclas –culinarias, lingüísticas, musicales, culturales en general– y otro que las odia o les teme, que quiere preservar alguna “pureza” que nunca existió, pero que lo hace sentir culturalmente cómodo. Las fronteras son zonas imprecisas donde esas fuerzas se exageran, pero también se moderan. Al inicio de mi carrera influyó mucho el concepto de frontera de la escritora y activista chicana Gloria Anzaldúa: la frontera como algo rígido pero poroso. Es una división política –la línea que delimita a los países–, pero también es una zona conceptual –las borderlands–. En este sentido, East L. A., ciertos barrios de la Ciudad de México y algunos pueblos de Oaxaca pueden formar parte de un mismo territorio, uno conectado por los migrantes. La exposición Chicano art: Resistance and affirmation se inauguró tres años después de la aparición de libro Borderlands/La frontera: The new mestiza de Anzaldúa. Así que South of the border era solamente uno de varios proyectos –articulados desde diferentes puntos de vista– que estaban abordando las relaciones culturales entre México y Estados Unidos a finales de los ochenta y principios de los noventa. Se comenzaron a gestar teorías alrededor del arte chicano o latino que enfatizaron la riqueza del mestizaje contemporáneo en la frontera, ya vista como un espacio de intercambios, confusiones, malas traducciones, invenciones, descubrimientos, turistas y narcos, amores y terrores. Los artistas se suelen beneficiar de la cultura abierta, complicada; de los ambientes de mezclas, circulaciones, intercambios y montajes. Las zonas fronterizas son espacios de enorme creatividad. Los muros reales e impenetrables, las divisiones raciales o sociales controladas de manera rígida, las zonas de guerra y odio no son espacios fructíferos para el arte.

Ha investigado mucho sobre Dive bomber and tank, el mural que José Clemente Orozco pintó para la exposición Twenty centuries of Mexican art del Museo de Arte Moderno (moma) de Nueva York en 1940.

Se sabe que el moma organizó esa exposición con el apoyo del gobierno de Cárdenas y con la participación de varios intelectuales mexicanos. La Segunda Guerra Mundial había iniciado y era imposible hacer proyectos con Europa, lo que provocó que Estados Unidos empezara a volver la mirada al sur; por otra parte, miembros de la familia Rockefeller –patronos del moma, pero también dueños de Standard Oil– querían mejorar las relaciones con México después de la expropiación petrolera de 1938.

Esa exposición era un panorama general del arte mexicano y, como suele suceder con ese tipo de muestras, terminó por subrayar las diferencias del vecino. México era el país antiguo, tropical, indígena, católico, comunista y surrealista, poco moderno, poco industrial. Era 1940, justo cuando el Blitzkrieg alemán destrozaba Francia, y esta exposición era de alguna manera un modo de escapar de la brutal realidad política europea; pero también permitió algo más: puso énfasis en la complejidad y densidad de la cultura visual mexicana, y muchos estadounidenses entendieron, quizás por primera vez, que el arte mexicano era mucho más que los estereotipados campesinos con burros y sarapes coloridos.

En Dive bomber and tank, un fresco en seis tableros portátiles, Orozco se esforzó en crear una imagen en contra del discurso general de la exposición. No es escapista ni ajeno a la política: aunque no hay referencias nacionales –no se ven esvásticas, por ejemplo–, la obra es una condena de la guerra o, en todo caso, una alegoría del peligro de la era de las máquinas. Se trata de una obra ambigua, que evita la propaganda simplista –a diferencia de algunas obras contemporáneas de Diego Rivera o Thomas Hart Benton que también tratan el tema de la guerra, pero son más didácticas, incluso racistas.

La América de Diego Rivera, la exposición que ahora está organizando en el Museo de Arte Moderno de San Francisco (sfmoma), se centra en algunos murales de Diego Rivera. ¿Aportará algo distinto a la comprensión de las relaciones artísticas entre México y Estados Unidos?

Es una exposición que abrirá en 2020. Abordará la obra de Diego Rivera desde su regreso a México en 1921 –después de más de una década en Europa– hasta principios de los años cuarenta. Durante ese periodo hizo dos viajes a San Francisco, en 1930-31 y luego en 1940-41, y realizó obras importantes de caballete, además de sus frescos en México. En esas dos décadas, Rivera era el muralista más conocido en América, por lo menos para los líderes cívicos estadounidenses que buscaban exaltar la grandeza de sus ciudades y sus industrias –esto pese a los esfuerzos de Orozco, cuyos murales en Estados Unidos son más críticos, incluso cínicos–. Los murales de Rivera en ambos países estructuran la exposición en vez de ser relegados a espacios paralelos. Toda muestra seria puede servir para mejorar relaciones culturales, pero en esta vamos a enfatizar temas difíciles en la obra de Rivera, como la raza, el trabajo, la opresión y la resistencia, que están especialmente vigentes hoy. Al introducirlos en un museo en Estados Unidos, seguro vamos a fomentar la discusión inteligente de esos temas en un año electoral que podría ser brutal.

En estos últimos años ha habido una afluencia de proyectos enfocados en el arte mexicano y latinoamericano en California –un estado históricamente liberal que Donald Trump perdió en las elecciones de 2016–. Como botón de muestra está PST: LA/LA. ¿Es posible entender California no solo como un punto de resistencia ante las políticas aislacionistas de la derecha sino también como el terreno en que se planteará la necesidad de exhibir y promover el arte mexicano y latinoamericano en Estados Unidos?

California es un estado enorme y diverso, ligado con México en el pasado y el presente. A veces opera casi como un país independiente, en parte porque su economía lo permite. En Los Ángeles, las instituciones están invirtiendo mucho en arte y cultura latinoamericanos, porque ya es una ciudad latina –algo parecido pasa en Miami, pero en menor medida–. La “latinoamericanización” de las instituciones estadounidenses dedicadas al estudio del arte –museos, universidades o ferias– se origina en la creciente diversificación cultural del país, que tiene su lado noble para muchos, pero para otros –que muchas veces operan fuera de esas instituciones– es inquietante. Para los intelectuales y los artistas, quienes se benefician de un clima de intercambio, es positivo, pero esa tendencia ha sido cuestionada, negada e incluso odiada por ciertos sectores –sobre todo rurales, incluso en California– que se sienten amenazados por el clima de intercambio, por la migración o por todo lo que pueda poner en juego sus privilegios –el llamado white privilege–. Es maravilloso que tengamos grandes exposiciones de Diego Rivera y nuevos restaurantes de alta cocina mexicana, pero hay gente que tiene otras prioridades o que, por razones económicas o por una visión limitada, no participa en la euforia cultural urbana que celebra el arte y la cultura mexicanos. No viven en la misma burbuja que nosotros. Un reto para los museos es comunicarnos con ellos.

Usted ha vivido y trabajado por más de dos décadas entre México y Estados Unidos. Ambos países ahora viven un momento tenso de relaciones políticas y diplomáticas. ¿Este contexto, inédito, ha cambiado su forma de trabajar?

Es común que la política sea un factor más significativo en México –donde tenemos que lidiar con la burocracia, la infraestructura y el presupuesto según el partido en el poder– que en Estados Unidos –donde existe una diversidad de instituciones culturales y académicas– casi todas independientes del gobierno federal; lo que significa que operan con otras prioridades. Estoy seguro de que la exposición de Rivera en el sfmoma se presentaría igual si Hillary Clinton hubiera ganado la presidencia. Claro, si el Partido Republicano quita los apoyos del National Endowment for the Arts (nea) y del National Endowment for the Humanities (neh) –fideicomisos estatales que apoyan las artes y las humanidades–, entonces sí vamos a tener problemas de financiamiento para la cultura, a pesar de la generosidad del sector privado. Pero algo sí ha cambiado: el posible impacto del proyecto. En el clima político actual, una exposición sobre Rivera adquirirá una mayor relevancia para algunos de los asistentes, en particular la comunidad mexicana en San Francisco que enfrenta la amenaza de la deportación o las consecuencias de la gentrificación.

De cualquier manera, rara vez escojo proyectos basados en su relevancia coyuntural –quizás los curadores de arte contemporáneo actúan de manera distinta–. No estoy seguro de que esto tenga que ver con que trabaje en los dos países, sino con que mi principal preocupación como historiador es plantear la historia de manera precisa, realizar los proyectos con rigor intelectual más allá de las necesidades políticas del momento o del nacionalismo; no me interesa crear mitos, solo exponerlos y entenderlos. Vivir y trabajar en ambos países simplemente me permite tener una mayor flexibilidad, pero también una perspectiva más amplia que obviamente me deja ver las cosas desde dos ángulos distintos.

La población latina se ha incrementando en los últimos años en Estados Unidos. Ese cambio demográfico ¿determinará las políticas de exhibición de los museos y la imagen que los estadounidenses tienen del arte latinoamericano?

A lo largo de Estados Unidos –no solo en California–, los museos han diversificado sus colecciones, también sus posturas curatoriales e instalaciones. Podría ubicar el momento de cambio en los años ochenta. En esa década ganaron importancia los discursos del multiculturalismo y muchos museos importantes entendieron que necesitaban modificar y extender el canon tradicional de la historia del arte. Todavía hay mucho por hacer, pero la tendencia multicultural –reforzada por las políticas de identidad– se ha acelerado, en parte porque –al menos entre muchos intelectuales, élites urbanas y personas que aceptan la realidad– ha cambiado el modo en que entendemos lo que significa el término “American” o “americano”, cada vez con más atención a su aspecto continental. El Metropolitan Museum of Art ha empezado a adquirir y exhibir pinturas coloniales mexicanas, y el Whitney Museum of American Art recién inauguró una retrospectiva del brasileño Helió Oiticica, quien vivió una década en Nueva York, pero no es un “americano” en el sentido en que el Whitney había definido el término hasta ahora. Paulatinamente las personas –aunque no todas– han comenzado a aceptar que Estados Unidos no es un país esencialmente “blanco” o “europeo”, y además muchos estamos cansados de la vieja historia del arte que nos enseñaron de chicos, que era básicamente lo que había sucedido en Europa y en Estados Unidos. El arte latinoamericano –o el arte moderno de África o de la India– ofrece nuevos referentes para los públicos curiosos, nos permite considerar las redes artísticas desde una perspectiva más global que revela complejidades y contradicciones fascinantes, y pone en entredicho lo que creemos saber. La academia también ha cambiado; hay muchas más universidades que ofrecen cursos sobre la historia del arte latinoamericano que cuando comencé a hacer mi posgrado, en los años ochenta, cuando solo se abordaba el arte prehispánico. Y la bibliografía en inglés sobre arte latinoamericano ha crecido de manera alucinante. Pero, sobre todo, la apertura hacia Latinoamérica refleja el cambio demográfico del país: se intenta llegar al público con obras surgidas de sus propias tradiciones y a los futuros donantes que quieren ver su experiencia reflejada en las historias que cuelgan de los muros de las galerías. En el futuro podemos esperar que crezca el espacio del arte latinoamericano e incluso que el arte latinoamericano deje de asignarse a salas específicas y sea parte de todo el museo.

Las exposiciones México 1900-1950 y Paint the Revolution han centrado su atención en la modernidad mexicana. Otras muestras se enfocan en el trabajo de artistas jóvenes –como el de Tania Pérez Córdova en el Museum of Contemporary Art en Chicago–. Incluso en el programa de PST: LA/LA se mostrarán exposiciones de arte mexicano de finales del siglo XX y de principios del siglo XXI, esto es, arte moderno pero también contemporáneo. ¿Qué capítulos del arte mexicano aún faltan por ser mostrados en Estados Unidos?

Las exposiciones de Filadelfia y Dallas representan un modelo que, en mi opinión, se ha sobreutilizado: mostrar la grandeza del arte mexicano de 1910 a 1960. Incluso era un modelo que ya estaba avejentado cuando Olivier Debroise y el equipo que trabajó en el Museo Nacional de Arte al inicio de los noventa lo refinaron con la exposición Modernidad y modernización en el arte mexicano, 1920-1960. Si bien los curadores en Estados Unidos no tienen –o no buscan– otros modelos, hay curadores en México que lo prefieren porque les da una visión muy sencilla y pulcra del México moderno durante un periodo dominado princi- palmente por el sistema posrevolucionario que culminó en el PRI.

El proyecto de Filadelfia fue más ambicioso. Aunque los ensayos en su catálogo son de los mejores textos que se han escrito sobre el tema y el equipo curatorial –dos curadores de Estados Unidos y dos de México– encontró algunas pinturas que habían estado perdidas por años, no creo que la exposición haya cambiado el modo en que entendemos la historia del arte mexicano en Estados Unidos. Las reseñas positivas tienden a decir lo mismo: “¡Vaya! ¡El arte moderno mexicano es más que Diego y Frida!” Es más: la atención que han recibido tanto la exposición de Filadelfia, que ahora está en Houston, como la organizada por Agustín Arteaga exhibida en París, que ahora está en el Museo de Arte de Dallas, vuelve a encasillar el arte mexicano en un periodo donde predominaba el arte figurativo, realista o surrealista.

¿Qué queda por hacer? Quizás exportar más. Las muestras más atrevidas y reveladoras sobre el arte mexicano moderno han sido organizadas en México –El éxodo mexicano. Los héroes en la mira del arte (2010) o Vanguardia en México 1915-1940 de Renato González Mello (2013) son dos casos excepcionales– y no llegaron a Estados Unidos. Me pregunto: ¿será porque son exposiciones muy sofisticadas, demasiado sutiles o complejas para el público en Estados Unidos? Creo que la mayoría de los directores de museos en Estados Unidos dirían que sí.

Otra área, quizá más crucial, que aún espera ser abordada en los museos en Estados Unidos es el arte de la posguerra –un término que se aplica más a la historia cultural en Estados Unidos y Europa que en México, pero que arranca a partir de 1945, especialmente en los años cincuenta, sesenta y setenta–. Por distintas razones, el modelo de los “esplendores del arte posrevolucionario mexicano” dominó durante mucho tiempo en Estados Unidos y se apoyó de manera tan abrumadora en el arte figurativo que hubo una reacción en contra liderada principalmente por Mari Carmen Ramírez como curadora y Patricia Phelps de Cisneros como coleccionista. Esa reacción se enfocaba sobre todo en el arte abstracto sudamericano, desde Joaquín Torres-García hasta el cinetismo parisino de Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez. Ha sido un cambio importante porque ha echado nueva luz sobre el arte de Brasil, Argentina, Uruguay y Venezuela. En esta nueva perspectiva, México ha sido más bien ignorado así que ahora lo que necesitamos quizá sean muestras que revelen el modo en que los artistas mexicanos encaran temas como la abstracción, el arte y la tecnología, el arte conceptual o el pop art. Es asombroso que no se haya montado en Estados Unidos una exposición realmente importante de la llamada “Ruptura” de la década de los cincuenta y sesenta, o de los movimientos artísticos de los setenta. Apuesto a que Mathias Goeritz pronto tendrá una gran retrospectiva en el país. Exceptuando a Rufino Tamayo, ninguno de los principales artistas de la posguerra en México son suficientemente conocidos por el público de Estados Unidos.

El arte contemporáneo mexicano, por otro lado, recibe bastante atención internacional y opera en una red mucho más global –de ferias de arte, galerías y museos– donde es muy visible, incluso más que el de otros países.

¿Impulsan algún tipo de transformación social las nuevas “narrativas” que están adoptando los curadores para mostrar el arte mexicano en Estados Unidos?

El arte es un factor crucial en las relaciones internacionales. Los grandes relatos curatoriales –incluso las manidas retrospectivas de Frida Kahlo– amplían el entendimiento, la simpatía y hasta el turismo. Pero hay que reconocer que los problemas entre los dos países no provienen de un sector muy grande que ama México y el arte mexicano, que hacen reservaciones en los restaurantes de Gabriela Cámara y Enrique Olvera, pasan veranos en Oaxaca o van a las exposiciones de arte diseminadas por todo Estados Unidos. Los problemas surgen de una parte amplia pero marginada de la población estadounidense que quizá tiene colegas mexicanos, en la fábrica o en el campo, pero que también por distintas razones les han creído a los políticos de derecha cuando les dicen que la migración mexicana y las políticas comerciales –como el TLCAN– son una amenaza a su bienestar personal. Trump utiliza a los mexicanos –así como a gays, transexuales y otros grupos– a manera de chivos expiatorios. El problema es que en Estados Unidos no estamos abriendo las conversaciones complejas y a menudo enredadas sobre cuáles deben ser las mejores políticas binacionales, ya sean fronterizas, comerciales, migratorias o culturales. En cambio, estamos peleando por lo que cada uno de los bandos está “convencido” de que es verdad. En cuanto a qué tanto pueden ayudar las exposiciones de arte, no podría decirlo, pero creo que son los artistas los que promueven las conversaciones más complejas y difíciles. ~

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Es candidato a doctor en historia del arte por la Universidad de Texas en Austin. Recientemente compiló "Ida Rodríguez Prampolini. La crítica de arte en el siglo XX" (Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Estéticas, 2016)


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