Las veladas de San Petersburgo o Coloquios sobre el gobierno temporal de la Providencia, de Joseph de Maistre

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El conde saboyano Joseph de Maistre (1753-1821) se ha vuelto famoso y en una época como la nuestra, que encarna mucho más que todo aquello que él vio nacer y aborrecía, goza de gran predicamento. Hacia 1870, cuando se declaró la doctrina de infalibilidad del Papa, que en buena medida es obra suya, De Maistre fue releído por Lamartine y por Renan. Casi un siglo después, logró –como lo dice Julio Hubard en el posfacio a esta edición mexicana de Las veladas de San Petersburgo– que mentes tan distintas como las de E.M. Cioran (en 1957) e Isaiah Berlin (en 1960) se pronunciaran sobre él. Un tercer maestro contemporáneo, George Steiner, exploró en un ensayo de 1982 (incluido en Los logócratas, 2007) menos la paternidad de De Maistre en el origen del fascismo que su teoría primordial del lenguaje. En Francia, a su vez, De Maistre es un testigo indispensable en la presentación del caso de la Contrailustración, lo mismo para Marc Fumaroli (Chateaubriand / Poésie et terreur, 2005) que para Antoine Compagnon (Los antimodernos, 2007). Hace unos meses, no recuerdo a cuenta de qué, El País, un periódico español, respaldaba un editorial con aquella frase de De Maistre, durante el Consulado, cuando dijo: “aquello que llamamos contrarrevolución no será en absoluto una revolución contraria, sino lo contrario de una revolución”, lo cual quiere decir que tras 1789 el verdadero reaccionario es quien ha compartido los efluvios revolucionarios y se ha desengañado porque estuvo encantado. Tras la Revolución Francesa, según lo sospechaba De Maistre, no es suficiente una restauración monárquica para huir del mundo moderno: hay que huir hacia adelante.

El interés en De Maistre se debe, en alguna medida, a la larga decadencia del marxismo como el pensamiento antiliberal protagónico. Al mirar hacia De Maistre, Cioran, Berlin o Steiner subrayan la insuficiencia del optimismo ilustrado para descifrar a los totalitarismos contemporáneos. En el legañoso mundo de los pesimistas, en la compañía de los viejos derrotados de 1789-1793 podía encontrarse alguna sabiduría para decidir si el siglo XX no venía incluido en el siglo XVIII y si la modernidad no era, como lo sugería Berlin, un árbol que había crecido irremediablemente torcido.

Nacido en Chambéry, en Saboya, entonces posesión transalpina de los reyes de Saboya y Piamonte, De Maistre nunca se consideró francés, lo cual arroja luz sobre su devoción papista. Hermano mayor de Xavier de Maistre, el autor de Viaje alrededor de mi cuarto (1794), Joseph fue un personaje dieciochesco casi por completo y su leyenda sulfurosa (que lo convierte en una especie de Carl Schmitt de la Restauración) tiene poco que ver con su biografía. Dicen que el dulce De Maistre fue un soñador de gabinete, desterrado de su tierra por el expansionismo revolucionario y condenado a ser, entre 1803 y 1817, el embajador del rey Víctor Manuel i ante la corte del zar en San Petersburgo. Antes de aquella misión en Rusia que lo separó de su esposa y de sus hijos durante quince años, De Maistre había sido un magistrado local encargado de litigar a favor de la Iglesia.

De Maistre se inició como francmasón en 1773, siendo miembro destacado de logias de subido carácter místico, como la Logia de los Tres Morteros y la Logia de la Sinceridad, adictas a las ideas de Saint-Martin y de Martínez de Pasqually. Pese a que cumplió con el trámite de reconvertirse a la Iglesia Católica, no se sabe si De Maistre dejó alguna vez de ser francmasón. Nunca consideró incompatible una cosa con la otra y no fue el único entre la gente de su tiempo en creer que el francmasón debería desdoblarse en el jesuita pues para el saboyano era incontrovertible que en la religión conviven dos esferas: una oculta, secreta e iniciática y otra profana, vulgar y exotérica. Esa dualidad más o menos profesada no hacía a De Maistre muy bien aceptado entre los francmasones o los católicos de ideas estrechas, poco familiarizados con el cosmopolitismo de un diplomático, mejor preparado que nadie para ser ultramontano por antonomasia. Precisamente, fue la excentricidad de su nacionalidad y de su posición –diplomático al servicio de un reino secundario en una corte tan lejana– lo que le permitió a De Maistre el ejercicio de su heterodoxia. Y sus años en Rusia acabaron por impresionarlo: aceptando la supremacía romana, la Iglesia Ortodoxa, nutrida de apocalipsis, debería imponer su modelo, el más perfecto, a la cristiandad.

Las veladas de San Petersburgo –que aparecieron por primera vez en español en la Colección Austral en 1943– tienen lugar, en el crepúsculo del verano, en una casa de campo al borde del río Neva. Narran las discusiones y los diálogos entre el conde (en teoría, De Maistre mismo) y un par de personajes que, aunque son figuras dispuestas para el desarrollo dialéctico de la trama, están inspirados en amigos del saboyano: un senador ruso que había sido embajador en Constantinopla y un caballero francés, el marqués de Romance-Mesmon.

Como lo dice Robert Triomphe, biógrafo de De Maistre,*Las veladas de San Petersburgo (1821) son la primera pintura de los demonios intelectuales europeos tal cual los padeció el siglo XX y estremecen por estar imbuidas de terror profético. La doctrina de la expiación de los pecados mediante la sangre de los inocentes, el elogio del verdugo (que hará escuela en la literatura francesa y llegará hasta una de las conferencias de Roger Caillois para el Colegio de Sociología), la exaltación de la naturalidad de la guerra y la resignación ante las calamidades dictadas por la providencia, no son, en efecto, temas fáciles ni de lectura ingenua o falsamente neutra. Pero más allá de lo evidente, el pensamiento “reaccionario” (como lo calificó Cioran en un ejercicio de sincera admiración) de De Maistre rebasa a la Ilustración, a la que fatalmente pertenece, según decía reprobatoriamente Émile Faguet, por su pesada erudición, por su falta de sentido histórico y por su empecinamiento en ver sólo un lado de las cosas. De Maistre, al contrario, se acerca caprichosamente al mundo de Hegel, de Marx, de Proudhon o de Weber por haber abandonado la explicación mecánica y racionalista de la sociedad, substituyendo por un tipo de sociología orgánica que expresa, partiendo de la caída, una degradación histórica perceptible a través de la pérdida de ese patrimonio común que fue la lengua del paraíso.

El ultramontano De Maistre, finalmente, está más cerca de Tocqueville que de una falsa Edad Media en la que no se encontrarían ideas tan radicales como las suyas, “probadas” ante un acontecimiento casi apocalíptico como la Revolución Francesa. En Las veladas de San Petersburgo hay una teoría de la democracia, asegura Triomphe: el pueblo es soberano en su conformidad con el Mal y en el sacrificio de Luis XVI, por ejemplo, hay una culpa colectiva no muy distinta a la complicidad que se ha atribuido a la civilización, a la generalidad de los hombres, por el imperio y la difusión del totalitarismo del siglo pasado. Frente a Rusia, De Maistre iluminó el nexo (que no estaba tan claro en la época napoleónica) que unía al protestantismo con la democracia, recomendando a los rusos que se abstuvieran de fomentar el galicanismo (toda autonomía nacional de la Iglesia) e impidiesen el nacimiento de la clase media, que es, según el conde, el gobierno de los semisabios, semisabios que acabaron por ser esos lectores inteligentes que Sainte-Beuve, en 1843, pidió para Joseph de Maistre.~

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*Robert Triomphe, Joseph de Maistre. Étude sur la vie et la doctrine d’un materialiste mystique, Droz, Ginebra, 1968.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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