Como en sí mismo, al fin

El silencio que no muere. Poemas (1953-1964)

Severo Sarduy

Traducción por Edición y prólogo de Enrico Mario Santí

Huerga y Fierro Editores

Madrid, 2022, 210 pp.

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A casi treinta años de su muerte, resulta oportuno preguntarse qué modalidad del clásico “purgatorio” temporal –aquel que todo autor, se dice, sufre indefectiblemente tras su desaparición física– ha experimentado la obra del cubano Severo Sarduy (Camagüey, 1937-París, 1993). Hay razones para sostener que ese purgatorio, en su caso, parece tan singular como la propia obra de Sarduy. Quiero decir que el poeta, novelista y ensayista acerca del cual aseguró García Márquez que era “el mejor escritor de la lengua, aunque el menos leído” no tiene una posteridad muy distinta a la realidad que como escritor tuvo en vida. Tel qu’en Luimême enfin l’éternité le change… No la eternidad, desde luego, sino la posteridad inmediata ha confirmado lo que antes de 1993 ya sabíamos sobradamente: que el autor de Cobra y de Un testigo fugaz y disfrazado es uno de los escritores más puros y exigentes de la galaxia latinoamericana del siglo XX, en la que ocupa, sin duda, un lugar propio e inconfundible. Y es que, de hecho, ni Sarduy era el mejor escritor de la lengua ni era tan escasamente leído como se pensaba y tal vez se piensa aún hoy. Sus novelas, es cierto, circulan en este momento ante todo en colecciones universitarias, y sus ensayos son referencia obligada cada vez que se habla de la estética barroca, hasta el punto de saturar monografías y tesis doctorales en todo el mundo.

Por otra parte, sorprendentemente sus poemas son cada día más valorados. No hace mucho, quien esto escribe escuchó en una sobremesa al profesor y crítico mexicano Rubén Gallo recitar de memoria, íntegramente, uno de los admirables sonetos del cubano. El conocido político y economista español Ernest Lluch aseguró que había quedado impresionado al leer un buen día, en La Nación de Buenos Aires, el poema titulado “Morandi”, en el que Sarduy, escritor de vanguardia, mostraba una perfección formal digna del más riguroso autor clásico, y sin dejar de ser por ello un escritor de vanguardia. El español Enrique Juncosa le rinde continuos homenajes en El pangolín (2022), y el argentino Arturo Carrera se ha nutrido de la escritura de Sarduy hasta hacerlo carne propia. Abundan, sí, los ejemplos, las lecturas y los testimonios de este tipo.

El “vanguardismo” de Sarduy merece (y aun exige) matizaciones que no caben en esta nota. En cuanto a la sorpresa que representa el que sus poemas sean hoy, en efecto, cada vez más celebrados y estudiados, ya en su momento la sorpresa fue, precisamente, la reacción general entre lectores y críticos al enfrentarse a libros como Big Bang (1974), Un testigo fugaz y disfrazado (1985) o Corona de las frutas (1990). De pronto, un novelista y ensayista comprometido con las formas expresivas más radicales se mostraba, como poeta, dueño de un rigor formal y de una inusitada “técnica perfección”, como él mismo decía al hablar del pintor Ramón Alejandro. El propio Sarduy lo explicaba de este modo en su conferencia titulada “Poesía bajo programa”, dictada en fechas cercanas a su muerte: “Hoy en día, como el pintor y el poeta disfrutan de una libertad total, hay una crisis de sentido. Hay que crear, para producir sentido, una libertad vigilada.” A partir de este “programa” de rigor constructivo, de exigencia estética extrema, Sarduy escribió, entre otras piezas poéticas notables, sonetos y décimas que llamaron –y siguen llamando hoy– la atención del lector más intemperante (más “severo”, diría el autor, con ese humor paródico y autoparódico que es, sin duda, una de las notas más características de toda su escritura). Ocurre sin embargo que ese rigor y esa exigencia son, también, rasgos definitorios de sus novelas y sus ensayos. Sarduy o la rigurosa severidad.

¿Cuándo empezó el autor a desarrollar esas peculiaridades? El poeta, profesor y crítico Enrico Mario Santí acaba de recoger en un volumen las primicias de Sarduy y su evolución en la escritura de poesía desde 1953 hasta 1964, fechas que señalan, respectivamente, su más antiguo poema conocido y la plena cristalización del autor como poeta. “Severo empezó y terminó como poeta”, escribe Santí en el estudio introductorio. Tiene razón. Conviene aclarar que se habla aquí del Sarduy “poeta en verso”, porque la tensión poética –el fraseo, de un barroco geometrizante y neogongorino, la tensión verbal, la escritura ecfrástica, las alegorías continuas, el obsesivo “diseño” sintáctico– define igualmente sus narraciones y sus ensayos críticos.

Existía ya una recopilación de 44 poemas pertenecientes al período 1953-1959 (Cira Romero, Severo Sarduy en Cuba, 2007), pero la investigación de Santí ha recogido muchos más frutos. Distingue el crítico tres “etapas” más o menos definidas en esos años de formación: la de Camagüey, la de La Habana y la del viaje y llegada a Europa. En la primera, Sarduy aparece vinculado al diario El Camagüeyano y al grupo Novación, interesado por la teosofía, momento en que ve la luz el cuaderno Tres (1953), integrado por poemas de “sorprendente sofisticación” y marcada teatralidad que parodian rituales masónicos y que giran en torno al paisaje, el deseo y la vocación poética. Trasladado a La Habana con su familia en 1955, y matriculado en medicina, Sarduy inicia entonces sus colaboraciones en la revista Ciclón y se integra en el grupo Archipiélago, una fase en la que, bajo el admirado ejemplo de Emilio Ballagas (1908-1954), también camagüeyano, tiende a facturas “clásicas” y descubre el poema en prosa; el tema quizá más significativo de este momento es el de la lucha con el ángel, en que este aparece como “cifra” del homosexual incomprendido por la sociedad burguesa. A fines de 1959 el poeta viaja a Europa y, a raíz de una visita a Estambul y a la iglesia ortodoxa de Santa Sofía, escribe la serie Poemas bizantinos, textos decididamente experimentales y de carácter culturalista. La poesía de Sarduy entraba en sazón: quedaba ya atrás el período formativo y un lenguaje propio y original hacía posible ahora una escritura que iba a volverse inconfundible.

Si nos interesa el poeta de Daiquiri (1980), Un testigo perenne y delatado (1993) o Epitafios (1994), también nos interesan, necesariamente, los poemas de El silencio que no muere. Enrico Mario Santí ha llevado a cabo un trabajo útil y meritorio. Más allá de los balbuceos, de los borradores, de las tentativas aún no plenamente cuajadas o de los logros (numerosos) en el camino hacia una escritura propia, hay en estos versos de la etapa formativa del escritor cubano una verdad incontestable. Una verdad, además, decisiva: lo que él mismo iba a llamar, años después, “la fe en el lenguaje y sus facultades”, la fe en la palabra. La lucha con el ángel y su “cifra” fue también, de manera inseparable, una lucha por la adquisición de un lenguaje. En cada línea se advierte, en efecto, un arduo combate con aquello que debía dar al autor el acceso no a determinados temas, actitudes o “gestos” personales, sino a una sintaxis, esa que lograra arrancar un lenguaje, como Morandi una imagen, a “la noche de lo no manifiesto”, un lenguaje que le hiciera oír –y con él a su lector– “el estampido de la vacuidad”. ~

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(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).


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