Mendoza se divierte

Tres enigmas para la organización

Eduardo Mendoza

Seix Barral

Barcelona, 2024, 408 pp.

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Tres enigmas para la organización, la última novela de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), combina como otras de sus obras anteriores la intriga y el humor. Una organización gubernamental secreta –“una policía paralela”– debe resolver tres casos que quizá guardan relación entre sí: la aparición de un cadáver (en un hotel de Las Ramblas llamado El Indio Bravo), la desaparición de un millonario británico en su yate y la situación financiera de Conservas Fernández. Nueve agentes, entre los que hay un jorobado que está convencido de albergar en su interior al Increíble Hulk, un jefe bastante poco eficaz y siempre agobiado por la falta de presupuesto, una mujer madura llamada Grassiela, una chica joven y espabilada llamada Boni, el anciano Buscabrega, el japonés-catalán Monososo, el experto en tipologías Pocorrabo o el nuevo, que a ratos funciona como hilo conductor. El nuevo ha estado en la cárcel; uno de sus problemas principales es su hijo adolescente, con quien no sabe comunicarse y a quien insiste en que haga los deberes, en parte para alejarse del mal camino. Más adelante, otro personaje corrige: hacer los deberes solo sirve para que te pongan más.

La investigación avanza (o transcurre) parodiando un relato policial. A ratos hay un aire costumbrista, a veces estás en una novela con un aire inglés, en ocasiones en un tebeo antiguo. Los personajes tienen nombres estrafalarios, su excentricidad se asume con una naturalidad desarmante y con frecuencia el elemento que impulsa la trama, según los cánones del género mixto, tiene un componente grotesco o desenfocado. (Se ve en la triada de muerte, desaparición y finanzas de una empresa de conservas.) Las conversaciones poseen también ese aire paródico: “desconfío de las coincidencias, y aquí hay muchas”, dice el jefe, casi como un actor doblado. El humor a menudo se consigue a través de la incongruencia. El jefe explica, mostrando una foto: “Quizá no me reconozca porque la foto tiene años y yo entonces llevaba bigote. No como disfraz o camuflaje. Simplemente, llevaba bigote. Cuando murió mi esposa, me lo afeité. Un viudo con bigote me pareció una redundancia.” A Grassiela le dice sobre su perro: “Se ve enseguida que no tiene pedigrí, ladra cuando no toca y sus flatulencias saturan el ambiente como un Botafumeiro infernal.” Luego filosofa: “El tiempo pasa con increíble celeridad, y si uno ha sabido enriquecer su entendimiento con lecturas sustanciosas, viajes instructivos y serenas reflexiones, al final recibe la recompensa del sabio que consiste en comprobar que todo lo aprendido es inútil, toda experiencia es tardía y toda vida es de una vulgaridad sin paliativos.” En una entrevista reciente Mendoza decía que “los años dedicados a la literatura me han servido para no entender nada”.

Mendoza no es un autor que busque enfrentarse directamente a lo políticamente correcto, pero su universo no se somete a las modas y esquiva sus monsergas con la agilidad con que evita otras servidumbres narrativas. Es su mundo reconocible, disparatado y un poco anticuado, con un aire barojiano y un clima de fantasía cómica en una Barcelona (y alrededores) geográficamente precisa, con algunos momentos a lo Wodehouse y otros que podrían hacer pensar en comedias clásicas de acción o experimentos de los hermanos Coen, que recuerda a los cómics de Ibáñez y que los lectores conocen porque es el de otras novelas suyas. En el edificio donde la Organización tiene su oficina, hay un despacho anunciado como “Arritmia. Obesidad. Demencia. Todo lo cura el doctor Baixet”, mientras que el piso superior alberga la “Academia Zoológica Neptuno: Se adiestran Simios”; Borrachuelo & Associates, en la planta tercera, se encargan de resolver “Delitos fiscales, embargos, decomisos, expedientes”. Una prostituta que los agentes encuentran en sus pesquisas les cuenta que es una valiosa compañera de un notario en el juego, “porque soy licenciada en Ciencias Exactas. Él apostaría todo su capital a un solo número y perdería hasta las pestañas en medio minuto. Yo le digo cómo diversificar las apuestas y así se arruina igual, pero tarda un rato”. Hay referencias juguetonas a la actualidad: “¿Por qué te has disfrazado de puta?”, se interesa. “¿No doy el pego?”, pregunta la Boni. “Quizá en un programa infantil de TV3”, responde la prostituta.

La trama está llena de acontecimientos, interrupciones y recovecos, pero tampoco importa demasiado. El lector va como un copiloto que se fía del conductor, que conoce el camino; lo interesante, saben los dos, son los meandros y los disparates, la parodia y la incongruencia. Se trata de frustrar (levemente) la expectativa del lector: un personaje se pone a reflexionar en un momento de acción, se actúa con flema y naturalidad ante lo extraordinario y peligroso, se entra en pánico frente a lo burocrático o cotidiano, se teoriza sentenciosamente sobre nimiedades, el obstáculo que bloquea la investigación se sortea con un procedimiento tan descaradamente bromista que resquebraja la cuarta pared (parte del encanto del libro también reside en esa ruptura, y en la complicidad que crea con el lector). Por supuesto, la expectativa es también esa, y el placer es volver a un terreno familiar: a nombres extravagantes y seres a medio camino entre el superhéroe y el tarado, y a una mirada sobre el mundo tan inteligente como aparentemente despreocupada, un asombro divertido que sugiere una especie de encogimiento de hombros. Lo importante es el juego a veces esperpéntico y a veces vodevilesco de detectives, secuestros, ataques fulgurantes, falsos culpables; en todo el relato hay una sensación de ligereza, de distancia: no tanto con la forma, porque Mendoza es un maestro en la artesanía del ritmo, el chiste y los resortes de la narración, como con la materia. El riesgo es, por un lado, caer en lo que decía Ian McEwan de las novelas humorísticas fallidas: que al lector le parezca estar atado mientras le hacen cosquillas con una pluma. Por otro, que esa ligereza se convierta en una carga: que lo que sucede sea banal, gratuito y no importe. No siempre es posible evitar esa sensación en una novela como esta. Pero el género y el dominio narrativo sostienen el ingenio generoso y a menudo brillante de Mendoza, y el lector disfruta mientras el novelista se divierte. ~

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