Vida y destino, de Vasili Grossman

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Dice Chesterton, con una mezcla muy suya de teología y de humorismo, que lo más raro de los milagros es que ocurran. Un milagro o algo muy parecido está ocurriendo por fin en el ámbito literario de la lengua española –no muy propicia a ellos– con la nueva edición de Vida y destino, la novela inmensa de Vasili Grossman que acaba de publicar Galaxia Gutenberg. Es, como se sabe, la primera traducción directa del ruso, y llega más de veinte años después de la primera, que estaba hecha del francés y pasó inadvertida. El libro en sí, materialmente, es un gozo: sólido, de tapa dura, impreso en buen papel, con letra grande, con una portada atractiva, un milagro. Y otro milagro es que Vida y destino, en esta su segunda salida, en vez de perderse en la marea de las novedades editoriales y de la indiferencia, haya recibido una atención entusiasta no sólo de la crítica sino que además –milagro sobre milagro– esté apareciendo en algunas listas de libros más vendidos.

A veces ocurre lo que parecía imposible, y esta novela es el resultado de la ruptura de una serie inaudita de imposibilidades. Pero quizás puede decirse algo semejante de muchos de los mejores libros: su misma existencia prodigiosa desafía la verosimilitud. Era imposible que Vida y destino se publicara en la Unión Soviética, y a pesar de eso Grossman tuvo la valentía insensata de escribirla. El funerario ideólogo Suslov leyó el manuscrito y dictaminó que debería esperar para publicarse al menos doscientos años. Y era imposible, si uno se para a pensarlo, que un escritor tuviera no ya el talento y la constancia para escribir una novela así, sino que lo hiciera venciendo la sospecha, la convicción sombría, de estar trabajando en vano. La amplitud y la complejidad de Vida y destino se miden con las del mundo real por un acto deliberado de ambición al que se han atrevido muy pocos escritores: Dante, Balzac, Tolstói, Proust, Joyce, Mann, Galdós. Resumir el mundo –la vida y el destino– en un solo relato. A la dificultad –casi imposibilidad– de la tarea en sí misma, en el caso de Grossman se añade el coraje de hacerlo sabiendo que muy probablemente tanto esfuerzo será inútil. La vida humana es demasiado corta y demasiado frágil para esa clase de reparaciones justicieras que sólo trae el lento paso del tiempo: Grossman murió creyendo que su novela, arrebatada por la policía secreta, estaba perdida para siempre. ¿Dónde hay consuelo para esa injusticia?

El segundo milagro, pues, es que gracias a Sájarov una copia microfilmada del manuscrito pudiera salir de la Unión Soviética. Que la novela tardara tanto en aparecer por primera vez en español –la edición de Seix Barral es de 1985– tiene menos que ver con el relativo aislamiento intelectual de nuestro país, me temo, que con las hegemonías culturales que se mantuvieron intactas en el paso de la resistencia a la democracia. La cultura antifranquista española, tan admirable en muchas cosas, tan limitada y obtusa en otras, estaba impregnada de ortodoxia comunista, y no hacía falta que uno fuera miembro del partido o simpatizara con la Unión Soviética para que sintiera un rechazo instintivo hacia las obras que de un modo u otro se vincularan con la disidencia. Hablo por mí mismo. Yo no necesitaba considerar que Solzhenitsin era un traidor o un mentiroso: simplemente, eludía sin ningún esfuerzo ni remordimiento su lectura, igual que no leía a Reynaldo Arenas, aunque ya no sintiera simpatía por el régimen cubano. Recuerdo perfectamente que tuve en mi biblioteca aquella primera edición de Vida y destino y que no sentí la menor necesidad de leerla.

Lo mismo le sucedió a la mayor parte de sus lectores potenciales, y de los críticos que hubieran debido reseñarla. En esa época, además, la historia europea del siglo XX quedaba muy lejos de las imaginaciones españolas, empobrecidas por un aislamiento político que venía del franquismo, y que la democracia no corrigió. Los debates sobre el gulag y sobre el Holocausto no existieron entre nosotros. En España casi nadie en la clase intelectual quiere arriesgarse a que lo llamen reaccionario o sionista, y se vive más descansado si no se equiparan los crímenes del comunismo con los del nazismo, o si cualquier mención del Holocausto viene acompañada de la pertinente condena al Estado de Israel.

Vida y destino confronta al lector con esos dos horrores, y lo hace con una clarividencia política y moral que sólo es comparable a su categoría literaria como obra de pura ficción. La fuerza suprema de Grossman es que combina en un solo acto de escritura la mirada exacta del testigo y la invención del novelista. Dice la verdad a la manera de Primo Levi o Evgenia Ginzburg, por poner dos ejemplos de testigos insuperables, pero también la dice a la manera de Tolstói y de Joyce, lo cual sucede muy raramente en un solo escritor, en un solo libro. Cuenta lo que vio durante sus años como corresponsal en el frente junto al Ejército Soviético pero también lo que no pudo ver nadie, porque está más allá de la experiencia de los vivos. Como cronista, su relato tiene que detenerse a este lado de la antesala última del infierno: como novelista, acompaña a los personajes que ingresan en la cámara de gas y cuenta desde el interior su agonía y su muerte.

Por eso Vida y destino no sólo es una grandísima novela, sino una prueba de las posibilidades máximas de la ficción. Una novela puede contar cualquier cosa, pero hay un paso más allá en el que nos acercamos a algo mucho más serio, lo que sólo puede ser contado en una novela. La novela como verdadero conocimiento, y no sólo como mimesis, el artificio que nos cuenta eso que parece tan simple al enunciarlo en el dicho común: las cosas como son.

Cuando uno es joven y quiere ser novelista está tan enamorado de la ficción que ama sobre todo su sobreabundancia, su misma evidencia. Con los años se va volviendo escéptico y descubre que hay narraciones muy poderosas que no son novelas, y experiencias que no necesitan ser mejoradas ni manipuladas por los caprichos o las estrategias al fin y al cabo artesanales de la ficción. Uno descubre, simplemente, que el mundo es más rico que la literatura, y que en el prestigio de la imaginación del escritor hay una parte de tonta vanidad gremial. Vida y destino, como Ulysses, como Guerra y paz, como À la recherche, como To the Lighthouse, nos devuelve la conciencia del poderío de la novela como forma suprema de narración del mundo. Palabras mayores. ~

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