No puedo recordar con exactitud cuándo fue que vi a Anna Ajmátova por primera vez. Probablemente fue dos años antes de la Primera Guerra Mundial, en un seminario romano-germánico, en la Universidad de San Petersburgo. Como estudiante, yo no tenía una relación directa con este seminario, pero con frecuencia asistía: era como una especie de cuartel general del joven –y recientemente aparecido– movimiento acmeísta, y al mismo tiempo el lugar de encuentro de los primeros formalistas, que todavía dudaban de sí mismos y que desarrollaban sus teorías más por rechazo de todo tipo de cosas que por una convicción fuerte. Pero los romano-germanistas miraban con desdén la sección rusa de la facultad de historia y filología, y no les faltaba razón. Gumiliov,1 por ejemplo, contaba con maliciosa irritación que en el examen de literatura rusa –examen en que él se disponía a brillar por sus conocimientos y la agudeza de sus opiniones– el profesor Shliapkin le preguntó:
–Dígame, ¿qué considera usted que haría Oneguin si Tatiana decidiera abandonar a su esposo?2
En el seminario romano-germánico las pláticas y discusiones se llevaban a otro nivel y, para mí, personalmente, estaba rodeado de una aureola singular, misteriosa, de irresistible fascinación. Varias veces al año se armaban allí veladas poéticas –no para el público, sino para los “suyos”– y ser contado entre los “suyos” era, no sin cierta indulgencia, motivo de gran alegría. En una ocasión K.V. Mochulski, mi futuro cercano amigo de París, con toda su impetuosidad y su carácter un tanto vacilante y de una sensibilidad enfermiza, que lo incapacitaba para ser un verdadero formalista, me dijo: “Venga hoy sin falta… ¡estará Ajmátova! ¿Usted no ha leído a Ajmátova?”
¡Que si había leído yo a Ajmátova! Desde las primeras líneas suyas que cayeron ante mis ojos y su invocación al viento:
Yo era libre, como tú,
Pero quería vivir demasiado.
Mira, viento, mi cuerpo está frío
Y no hay a quién estrechar la mano…
Quedé encantado con esta intermitencia rítmica, “Y no hay a quién estrechar la mano”, y, como entonces se acostumbraba decir, quedé “atravesado” por sus versos, casi como me sucediera unos cuantos años antes, cuando estaba todavía en el bachillerato, con las primeras líneas de Blok que cayeron ante mí, de su poema “La tierra en la nieve”:
Ah, primavera sin frontera y sin final,
Sin frontera y sin final, como los sueños…
Ajmátova ya era reconocida, al menos en el mismo sentido en que Mallarmé, platicando con sus amigos, utilizó esta palabra en relación a la ville de L’Isle-Adam: “Ustedes la conocen, yo la conozco… ¿se necesita más?” En el estrecho círculo de los adictos a la nueva poesía se hablaba de ella con admiración. Gumiliov, su esposo, al principio tenía una opinión muy negativa de los versos de Anna Andréievna, y parece que incluso le “rogó” no escribir más, y es muy posible que en su apreciación se mezclaran inconscientemente razones y motivos personales, cotidianos. No eran celos literarios, no, era una animadversión indefinida y escéptica, que suscitaba la sensación de una profunda y radical diferencia que seguramente existía entre el carácter poético de Ajmátova y el suyo propio. Gumiliov reconoció a Ajmátova como poeta, de manera total, sin reservas, sólo después de varios años de matrimonio. Y “la llevó a la gente” –si es que esta expresión de Kuzmín tiene cabida en este caso–, que sin duda captó la originalidad y encanto de los versos tempranos de Ajmátova, como los captó Gueorgui Chúlkov, el “anarquista místico”, amigo y segunda voz de Viacheslav Ivanov, que alguna vez hizo reír a media Rusia con una frase inicial en un artículo largo y programático: “El verdadero poeta no puede no ser anarquista, porque ¿cómo podría ser de otra manera?” La autoridad de Kuzmín era, por supuesto, mucho más significativa que la de Chúlkov, y lo más importante es que fue precisamente él quien contribuyó al surgimiento de la gloria de Ajmátova. Recuerdo una dedicatoria escrita por Ajmátova, después de la revolución, en un ejemplar de El llantén, o tal vez de Anno Domini MCMXXI, en un envío de estos tomos que le hizo a Kuzmín: “A Mijaíl Alexéievich, mi maravilloso maestro.” Sin embargo, hacia el final de la vida de Kuzmín, en los años treinta, Ajmátova dejó de encontrarse con él, no sé por qué razón.
Anna Andréievna me sorprendía con su apariencia. Ahora, en lo que se escribe sobre ella, a veces la llaman una belleza; no, no era una belleza. Era algo más que una belleza, mejor que una belleza. Nunca vi a otra mujer que, por su rostro y su aspecto, por su fuerza expresiva, por su genuina inspiración, que de inmediato llamaba la atención, se distinguiera entre todas las mujeres. Después, en su apariencia se manifestó claramente un matiz trágico: Raquel en Fedra, como lo dijo Osip Mandelstam en una conocida octavilla después de una lectura en el Perro Vagabundo,3 cuando Ajmátova se paraba en el estrado, con su pseudoclásico chal que le caía de los hombros, parecía que ennoblecía y elevaba todo lo que estuviera a su alrededor. Pero mi primera impresión fue distinta. Anna Andréievna sonreía casi sin interrupción, sonreía sin ganas, alegre y maliciosamente cuchicheaba con Mijaíl Leonídovich Lozinski, quien –por lo visto– intentaba convencerla de comportarse seriamente, como corresponde a una poetisa conocida, y escuchar los versos con atención. Por un minuto se callaba, pero luego otra vez comenzaba a bromear y a cuchichear. Pero cuando finalmente le pidieron leer algo, de inmediato cambió, incluso palideció: en la “burlona” y “pecaminosa alegría de Tsárskoe Seló”, como Ajmátova al paso de los años se caracterizó en Réquiem, surgiría la futura Fedra. Pero no por mucho tiempo. Al salir del seminario me la presentaron. Anna Andréievna dijo: “Perdonen, parece que hoy los he molestado a todos al escuchar la lectura. Pronto no me van a permitir entrar aquí…” y, volteándose hacia Lozinski, se sonrió otra vez.
Después yo empecé a encontrarme con ella con mucha frecuencia, principalmente en el Perro Vagabundo, que ella frecuentaba. Este sotanito en la plaza de Mijailovski, con pinturas de Sudeikin en las paredes, se volvió legendario gracias a numerosas anécdotas y recuerdos. Ajmátova le dedicó a ese lugar dos poemas: “Todos aquí estamos ebrios, perdidos” y “Sí, yo amaba aquellos encuentros nocturnos”. Los encuentros eran realmente nocturnos: llegábamos al Perro Vagabundo después del teatro, luego de alguna velada o disputa, y nos marchábamos casi al amanecer. El dueño, Borís Pronin, echaba despiadadamente a quien su agudo olfato delatara como “farmaceuta”, es decir, gente que no tenía relación con la literatura y el arte. Por lo demás, todo dependía de su estado de ánimo: había casos en que un indudable “farmaceuta” recibía una alegre acogida, no se podía prever nada. El Perro Vagabundo era un lugar estrecho, sofocante, muy ruidoso, aunque no muy alegre: no, me sería muy difícil encontrar la palabra exacta para definir la atmósfera que reinaba en el lugar. Pero no es casual, sin embargo, que nadie de los que lo frecuentaban haya podido olvidar hasta la fecha ese sotanito.
El Perro Vagabundo era frecuentado por visitantes extranjeros célebres: Marinetti, agudo, sonrosado, parecido hasta la risa a una “persona en un restaurante”, al que sólo le faltaba una servilleta blanca bien acomodada en la mano; Paul Fort, por muchos años el “príncipe de los poetas” franceses; Verhaeren, Richard Strauss y muchos otros.
Para Strauss, por insistente petición de Pronin, Artur Lurié, quien era considerado en nuestro círculo como una naciente estrella musical, tocó la gavota “Gliuka” en su arreglo modernista, después de lo cual Strauss se acercó al piano, le dirigió a Lurié unas cuantas palabras muy halagüeñas, pero se negó decididamente a tocar.
A este café llegaban todos los poetas de San Petersburgo: simbolistas, acmeístas, futuristas, estos últimos todavía divididos en “cubofuturistas”, con Maiakovski a la cabeza con su chamarra amarilla, y Jlébnikov, y los seguidores de Ígor Severianin, a quienes se acostumbraba hacer a un lado y desdeñar con ligereza. Jlébnikov ya por entonces era todo un misterio. Se sentaba en silencio, inclinando la cabeza, sin advertir a nadie, hundido todo en sus cavilaciones furtivas y sueños. Su presencia irradiaba una cierta grandeza, tan incomprensible como indudable. Recuerdo una vez que Mandelstam, por naturaleza alegre y comunicativo, hablaba vivamente de algo, hablaba y, de pronto, mirando a su alrededor como si buscara a alguien, paró en seco y dijo:
–¡No, yo no puedo hablar, cuando allá Jlébnikov hace silencio!
Y Jlébnikov ni siquiera se encontraba en las cercanías, sino contra la pared que dividía el sótano en dos secciones, la segunda medio en penumbras, sin estrado ni mesitas, cabe decir “más íntima”.
El que nunca se aparecía por el Perro Vagabundo era Blok, a pesar del vasto reconocimiento de que gozaba. A propósito, sería necesario desmentir otros rumores que surgieron entre los de la emigración y que hasta ahora se mantienen con firmeza: los de un cierto “romance” entre Blok y Ajmátova, algo así como una amitié amoureuse surgida entre ellos. Nunca hubo nada parecido: nadie en San Petersburgo escuchó ni habló de esa atracción mutua. En qué se basan estos rumores, no lo sé. Probablemente en que, lisa y llanamente, es una gran tentación imaginarse semejante par de amantes como Blok y Ajmátova, aunque esto contradiga la realidad.
A Anna Andréievna, en el Perro Vagabundo, siempre se la veía acompañada, pero ya no me parecía tan sonriente como cuando la vi por primera vez. Podría ser que ella se contuviera al sentir que gente extraña la miraba con curiosidad y atención, o podría ser que poco a poco algo comenzaba a cambiar en su carácter, en su espíritu en general. A ella se acercaban personas conocidas y poco conocidas, “medio cariñosa y medio perezosamente” rozaban sus manos, entre ellos Maiakovski, quien una vez, al tomar su fina y delgada mano entre sus grandes garras, sentenció en voz alta con burlona admiración: “¡Qué deditos, por Dios, qué deditos!” Ajmátova frunció el ceño y le dio la espalda. Hubo incluso quienes, apenas habiéndola conocido, le declaraban su amor. Sobre uno de estos valientes, recuerdo que Anna Ajmátova dijo: “¡Lo extraño es que él no mencionó las pirámides…! Por lo general, en casos parecidos, le dicen a una que ya antes nos habíamos encontrado en las pirámides, en tiempos de Ramsés ii, es increíble que no lo recuerde.” Ajmátova tenía dos amigas cercanas, que eran también clientas frecuentes del Perro Vagabundo, la joven princesa Salomé Andronikova y Olga Afanasievna Glebova-Sudeikina, “Olguita”, bailarina y actriz, una de las raras actrices rusas que sabían leer versos.
En el Primer Círculo de Poetas fui aceptado un poco antes de que se cerrara: sólo estuve en cinco o seis de sus reuniones, no más. Pero las lecturas de poemas con frecuencia se realizaban fuera del círculo, ya fuera en Tsárskoe Seló, en casa de los Gumiliov, o a veces en la mía, donde en ausencia de mi madre –a quien no le gustaban mis reuniones y huía al teatro o con sus amigos– la verdadera anfitriona era mi hermana menor, a quien Gumiliov cortejaba insistentemente y a quien dedicó su volumen de versos La aljaba. Ajmátova se relacionaba con mi hermana de manera totalmente amistosa.
A cada poema leído, seguía su discusión. Gumiliov ante esto exigía “propuestas subordinadas”, como le gustaba expresarse, es decir, no exclamaciones, ni afirmaciones gratuitas, ni que una cosa es buena y otra mala, sino explicaciones que argumentaran por qué es buena o mala. El propio Gumiliov hablaba, por lo general, al comienzo, hablaba largamente, y su análisis era detallado y, casi siempre, sin duda, acertado. Tenía un oído extraordinario para los versos, un olfato excepcional para su tejido verbal, hasta tal punto –lo confieso– que por entonces me parecía que estaba más dotado para los versos ajenos que para los suyos propios. No parecía advertir ni sentir cierta insipidez en la belleza decorativa de su obra con ecos levemente parnasianos. Anna Andréievna hablaba poco y se reanimaba, en esencia, sólo cuando Mandelstam leía sus versos. Muchas veces observó que con Mandelstam, en su opinión, no se podía comparar a ningún otro, y una vez dijo incluso una frase, en la última reunión del círculo, en casa de Serguéi Gorodetski, que a mí me sorprendió:
–Mandelstam es, por supuesto, nuestro primer poeta…
¿Qué significaba eso de “nuestro”? ¿Acaso para ella Mandelstam estaba por encima de su querido Blok? No lo creo. La primacía majestuosa de Blok, aunque nos hubiéramos distanciado de su poética, la reconocíamos sin discusión, sin vacilaciones, sin reservas, y Ajmátova no era una excepción en ese sentido. Pero ante el influjo franco de alguna estrofa o línea de Mandelstam, que, apenas escuchada, se derramaba como oro espeso y fundido, ella podía olvidarse de Blok.
Después de la revolución todo cambió en nuestra existencia. Es cierto que no de inmediato. Al comienzo parecía que la revolución política no se iba a reflejar en la vida privada, pero esta ilusión no duró mucho. A propósito, todo esto es algo suficientemente conocido, y contarlo no tiene sentido. Ajmátova y Gumiliov se separaron, el Primer Círculo de Poetas dejó de existir, el Perro Vagabundo se cerró y en su lugar, aunque sin reemplazarlo, surgió el “Ático de los comediantes” en casa de Dobuichin en el campo Marte, donde al principio llegaba Savinkov, gobernador militar de la capital, y después se aparecía Anatoli Lunacharski, otra alta personalidad. Murió Blok, Gumiliov fue arrestado y fusilado. Los tiempos se volvieron difíciles, oscuros, hambrientos. Mi familia, gracias a unos mágicos pasaportes lituanos, se fue al extranjero, y yo pasé casi dos años en Novorzheve… ~
Traducción del ruso de Jorge Bustamante García
1. Nikolái Gumiliov (1886-1921), poeta fundador del acmeísmo, traductor, viajero y polígrafo, esposo de Anna Ajmátova, fue fusilado en 1921, acusado de incitar a la contrarrevolución.– N. del T.
2. Referencia a la obra Eugenio Oneguin, de Pushkin.– N. del T.
3. Famosa taberna de San Petersburgo, abierta en 1912 y cerrada por las autoridades en 1915, en donde realizaba sus tertulias la crema y nata de la intelectualidad rusa de esos años.– N. del T.