Secretos de la ultraplaya

Primera entrega de las crónicas desde París del escritor Rubén Lardín: de aeropuertos, sueños, hipernoches y todo lo que forma parte de esta alucinación colectiva que llamamos realidad.
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Soñé anoche con el Hindenburg envuelto en llamas. Era un sueño de escasa actividad, claro, un sueño mental, si eso es posible, en el que se me permitía considerar la situación. Un sueño semejante solo puede leerse como quebranto de la masculinidad, pero yo no sé, negociemos, no tiene por qué. “Al fuego, lo que pida”, recuerdo pensar para mí. Lo soñaba, supongo.

Antes de acostarme estuve viendo The Curse, una serie de Nathan Fielder y Ben Safdie con campamento base en la comedia que, en cuanto extiende la cola, se ve amplificada en una sátira de implacable verosimilitud sobre lo peor que nos compone. Es sabrosa y áspera como alternar sushi y cartón. Los protas son un matrimonio de polloperas encaprichado en sacar adelante un negocio de viviendas ecológicas en una pequeña comunidad de Nuevo México, estafa que promocionan confeccionando un programa de televisión a medida que, con mimbres de reality, diluirá ficción y realidad en sus propias máscaras. El guion encomienda todas sus decisiones a la competencia inagotable de la mezquindad humana, y en ello es capaz de simultanear el suspense, la paranoia y hasta cierta extrañeza cósmica, el vértigo de pertenecer a la misma especie que la pareja protagonista, a la que interpretan el propio Fielder y una espectacular Emma Stone, demiurgos no solo de su propia miseria sino de esta época de fatuidad, pamema y depredación.

En cuanto accedo a la zona franca del aeropuerto me cambia el ánimo, ha de ser una cuestión telúrica. Sin darme ni cuenta he pasado el control con dos piedras de playa en la mano. Es el mismo sonido que el de los botes de esmalte de uñas relacionándose. Más adelante alguien me indica que mi tarjeta de embarque es del tipo “Priority” y me orienta al caramelo envenenado del privilegio. Si lo declino, si me defiendo del bocado invisible a la decencia que es el privilegio, me sentiré ensoberbecido, será peor porque esa palabra nunca me ha gustado escribirla, está mal hecha, no sabré qué hacer conmigo; pero estoy seguro de que yo no escogí este billete, nunca he pagado cinco euros por una palabra en inglés, Premium o Infinity o no sé qué mierdas de ventajista. Yo no quiero esto. No gano nada. Con esto solo pierdo. Aunque llegaron antes que yo, las personas en la cola aceptan la ofensa porque la saben pagada, y todo lo pagado les tranquiliza. Es tranquilizador saber que las cosas, antes que un valor, tienen un precio. Es esa moral de esclavos que, según debió de advertir algún francés –seguro–, garantiza la tranquilidad de los denominados hombres libres. Todavía no han descubierto que esperar es el mayor de los lujos.

Y vuelo, en fin. Para volar es imprescindible volar. La realidad es esta alucinación colectiva, nada más bello. En algún lugar debe de estar sucediéndose el verano con sus campos de espliego.

París huele a Francia y a lo que no es Francia. La ciudad está algo inflamada. Se celebran estos días los Juegos Olímpicos, una barra libre para el estrago y el lucro, mero terrorismo de Estado que hace difícil sumergirse en el París que a mí me estimula, que es aquel melodioso y del encanto inmediato, anticlerical, el que tiene que ver con los papeles de Eric Losfeld, el adoquín, las sociedades secretas y los periódicos de sucesos, con la nostalgia del infierno y los ojos de Musidora, esa mirada de inmediaciones que conecta los tejados y las buhardillas de esta ciudad con los patios de Córdoba que pintó Julio Romero de Torres.

Me he acercado a Le Monte-en-l’air porque busco algún fanzine de Simone F. Baumann, una dibujante que me viene recomendada, pero la librería está hoy cerrada porque pasa por Ménilmontant una prueba ciclista. Si el pelotón ha de subir el desnivel de esta calle será una cuestión de paciencia y denuedo, el lugar donde el deporte se enuncia como crisis individual. En el suelo, si te fijas, alguien ha trazado una nueva constelación uniendo con una línea blanca varios chicles asimilados por el hormigón. Los ciclistas me traen siempre una sombra de sobremesa.

La aspiración de todo viaje es lo inhallable, que es una palabra que tampoco sé si admitir, vergonzosa en cuanto la escribo. Un viaje hermoso, salido de un sueño y en el que a veces pienso, es la travesía que hizo el barco de Fury Road. El barco no aparece en la película, pero consta en las crónicas que navegó los mares de Australia hasta el África meridional con más de cien vehículos en el vientre. Ciento veinte autos locos construidos con chatarra por artesanos a las órdenes de George Miller. Esos coches cruzando el océano son el sentido oculto de las cosas. No hay película, buena, mala o regular, donde la poesía no pugne. En Mad Max: Fury Road se explicaba que el amor es la única herramienta capaz de reparar lo que se ha averiado dentro de uno. Tal vez ese recado pasó desapercibido entre las pértigas, pero ahí estaba: el amor –y con amar basta– rehabilita y hace esto aceptable.

Se está haciendo de noche. Primero viene la noche y luego llega la hipernoche, que es el tiempo de las preocupaciones. El clima sin embargo es cálido y dulce. Esto si no os lo dijera no podríais saberlo. ¿Os dais cuenta ahora de la importancia de mi labor aquí?

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Rubén Lardín (Barcelona, 1972) es escritor. Dirigió El butano popular, su libro más reciente es 'Las ocasiones' y hace el podcast 'La mano contra el sol'.


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