El libre albedrío y el fundamentalismo determinista

¿Somos realmente libres o nuestro comportamiento está determinado por bases físicas y biológicas? En dos libros recientes, un filósofo y un científico han abordado la cuestión con disparejos resultados. Para Roger Bartra el libre albedrío existe, pero no puede entenderse si reducimos el comportamiento humano a un fenómeno neuronal.
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El filósofo estadounidense William Egginton (Siracusa, 1969) ha abordado recientemente en un brillante libro la polémica sobre el libre albedrío. En el título de su libro y en su exploración de la causalidad usa una idea de Jorge Luis Borges para estimular la reflexión sobre el orden que impera en la realidad: el rigor de los ángeles.1 Este rigor determinista impuesto a la realidad sería acorde a un orden inhumano, es decir, divino, y por lo tanto imposible de percibir completamente. Este orden domina en el planeta Tlön y la humanidad queda admirada al observar este rigor, pero se olvida de que “es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles”. De humanos, no de seres sobrenaturales. Egginton retoma a Kant, quien ya había dicho que la infinita regresión de responsabilidades, lo mismo que la infinita regresión de la causalidad, engendra una antinomia. Egginton cree que afirmar que yo soy lo que soy debido a mis circunstancias, a los genes de mis padres o porque Dios me dio un alma en el comienzo de un tiempo que debía acabar justo de esta manera, son argumentos que sirven para rechazar la responsabilidad por nuestras acciones y pueden igualmente ser usados para apoyar la tesis de una responsabilidad última, sea de la clase de the buck stops here, dicho que indica que yo asumo toda la responsabilidad de cada decisión que he hecho, o del tipo de argumento que dice que Dios o la evolución tienen la responsabilidad. Esta antinomia surge porque hemos tomado algo situado siempre en el tiempo y en el espacio, es decir, nuestras decisiones o elecciones, y las hemos proyectado fuera de los límites espaciotemporales, como si la suma total de sus determinaciones pudiera volverse un objeto de conocimiento. Yo prefiero interpretar “el espacio y el tiempo” como lo que ocurre en el terreno sociocultural, que es el lugar donde se ubican el libre albedrío y las responsabilidades. Egginton afirma que los dos lados de la antinomia imaginan un ideal, una causa última, fuera del espacio y del tiempo, ya sea para asignar o para negar una responsabilidad; los escenarios ultramundanos que implantan un alma libre en un mundo mecanístico y que niegan toda responsabilidad a los agentes humanos caen en esa misma estrategia equivocada. Crean una causa no causada fuera del espacio y el tiempo para luego pretender que tiene un valor real en el aquí y el ahora. Imaginar una regresión infinita para probar algo implica situarse en un lugar superhumano para pretender tener una visión total de la causalidad, como el demonio de Laplace al que me referiré más adelante.

El libro de Egginton es una excelente y brillante exploración sobre la naturaleza de la realidad a partir de tres personajes, un escritor, un científico y un filósofo: Borges, Heisenberg y Kant. El libro aborda el tema del libre albedrío con frecuencia y defiende su existencia. Pero cae en la tentación de buscar la base científica de la libertad en la teoría de Heisenberg, como ya lo había hecho Tagore cuando discutió el problema con Einstein. Para ello desarrolla la idea de que la realidad no es algo estable afuera de nosotros que coincide con lo que imaginamos, sino que es como el electrón de Heisenberg: no existe hasta que lo observamos. Trae en su apoyo una frase famosa del antiguo filósofo latino Boecio que dice así: “todo lo que se conoce no se comprende según su propio poder, sino según la facultad de quienes lo comprenden”.2 Es decir, las cosas no son conocidas de acuerdo a su naturaleza, sino de acuerdo a la naturaleza de quien las está comprendiendo. El libre albedrío, concluye Egginton, no se contrapone al flujo causal que ocurre de acuerdo a las leyes deterministas de la física más que si suponemos que ese fluir es la naturaleza última de la realidad. Pero si introducimos la mecánica cuántica podemos ver que la misma observación de las cosas, dice Egginton, introduce libertad en la naturaleza, pues somos y seremos siempre participantes activos en el universo que descubrimos.

Desde la perspectiva de la mecánica cuántica, piensa Egginton, si el acto de observación conjura instantáneamente el camino de una partícula subatómica, los fundamentos de la física clásica y de todo lo que experimentamos a nuestro alrededor se derrumban. Sin embargo, recordemos que Einstein objetó: el camino sí existe previamente, solo que no lo vemos. Aquí se introduce la parábola de Schrödinger sobre la pelota que está en alguna de las dos cajas, pero no sabemos en cuál. Todo indica que hay un 50% de probabilidades de que esté en alguna de ellas. Pero los experimentos se supone que muestran que la pelota no estaba en ninguna de las cajas antes de la observación, cuando son abiertas. Sucede así con las partículas: están en muchos lugares hasta que son medidas y observadas. No es posible asumir un determinado tiempo, lugar o causa de su movimiento antes de nuestra intervención.

A mi parecer, buscar las raíces del libre albedrío en la física cuántica es tan inútil como tratar de demostrar que la libertad es un mito pues estamos sujetos a una cadena determinista de causas y efectos. De hecho, es una invitación a suponer que la mecánica física, sea cuántica, relativista o clásica, puede explicar algo sobre el libre albedrío. Esto último es lo que hace Robert M. Sapolsky (Nueva York, 1957), que trata de ahogar la conciencia en la física. Un libro de este autor3 es la expresión radical y vehemente de un fundamentalismo determinista aplicado a la idea del libre albedrío. Sapolsky es tajante: el libre albedrío no existe. Este famoso neurólogo parte de una anécdota: se cuenta que después de una conferencia sobre el universo, William James fue objetado por una vieja señora que le dijo que, en realidad, la Tierra estaba sostenida en la espalda de una gigantesca tortuga. El filósofo no quiso contradecirla y le preguntó que dónde se paraba esa tortuga. En otra tortuga, contestó ella. Pero James le volvió a preguntar: ¿y dónde está parada esa otra tortuga? Impaciente, la dama le dijo: hay tortugas hasta el final (“It’s turtles all the way down”). Esta es la metáfora de una regresión infinita. El acto de una persona está determinado por una causa anterior y esta a su vez por otra causa y así sucesivamente atrás durante millones de años. Igualmente, la actividad de una neurona es causada por la de otra neurona y así ad infinitum. Pero no todo ocurre a nivel biológico, cree Sapolsky: el acto de una persona es influido por el entorno social, que a su vez es causado por siglos de expresiones culturales de nuestros ancestros y así hasta el comienzo de los tiempos. El autor, con su peculiar estilo coloquial y ágil, va contando historias y chistes a lo largo de casi quinientas páginas para convencernos, escribe, de que el libre albedrío es un mito. Su contradicción es que quiere que creamos que no somos libres y que no hay un yo que decide los actos de las personas. Pero si no somos libres de decidir o rechazar sus ideas y su libro no es más que el fruto de una cadena regresiva de causas fuera de su control, es iluso que pretenda convencernos. Todo está ya predeterminado, incluyendo las palabras que estoy escribiendo aquí. Este es en realidad un libro sobre el destino. Pero no usa esta palabra y prescinde de toda la belleza y el misterio de la literatura basada en la noción de destino, desde los antiguos griegos hasta el amor fati de Nietzsche.

A los que creemos en el libre albedrío nos reta: “muéstrenme una neurona (o un cerebro) cuya generación de un comportamiento sea independiente de la suma de su pasado biológico”. Y enseguida cita al famoso “demonio” de Laplace, ese superhombre que conoce la ubicación de cada partícula en el universo y que es capaz por ello de predecir cada momento del futuro o representar el lugar exacto de todas las partículas en cualquier momento del pasado. Está obsesionado por el famoso experimento de Benjamin Libet y sucesores con personas aprieta-botones que muestran que el potencial de preparación neuronal ocurre milisegundos antes de que la conciencia del acto de pulsar una tecla se manifieste. Con esto pretende demostrar que el cerebro decide llevar a cabo un comportamiento antes de que pensemos que libre y conscientemente lo hemos hecho. A lo largo del libro hay toda clase de cuentos sobre apretar botones, jalar gatillos y pisar aceleradores de autos, mezclados con historias sobre personas pobres aplastadas por el destino de haber nacido en el barrio equivocado, con la cara errónea y un color no adecuado en la piel, todas las desgracias que provocan que un individuo acabe como agresor compulsivo o asesino serial. Su exploración de los procesos de socialización y de la influencia del ambiente cultural revela una gran ignorancia: todo queda reducido a la observación de actos individuales de toda clase que le permiten conectar con las neuronas que forman parte de la larga pirámide de tortugas que sostiene sus argumentos. La historia humana milenaria también es colapsada para desembocar en la idea de que las personas fueron modeladas por la evolución a lo largo de millones de años antes de que nacieran. El núcleo de esta explicación se encuentra en las interacciones entre la biología y el medio ambiente. A lo largo de esta cadena de interacciones se muestra cómo surge la “mala suerte”, una especie de azar maligno que provoca la aparición de un gen infausto y las desventuras durante una infancia difícil. Habría una especie de “suerte constitutiva”, buena o mala, que lleva a Sapolsky a afirmar que no tiene sentido creer que somos responsables de nuestras acciones.

Sapolsky no se da cuenta de que el libre albedrío es un hecho social, no un fenómeno neuronal. Para negar esta realidad recurre al reduccionismo: “la socialidad, las interacciones sociales, el hecho de que los organismos sean sociales entre sí, son un producto final de la biología en interacción con el entorno tanto como lo es la forma de tu nariz”. Y vuelve a insistir: “que me presenten la neurona, aquí y ahora, que causó ese comportamiento, independientemente de cualquier otra influencia biológica actual o histórica”. Es un absurdo, no hay tal neurona. Toda función neuronal está enmarcada en un contexto y en una red. Lo mismo se puede decir de todo proceso social: no existe ningún comportamiento o fenómeno social libre y puro de toda influencia. Pero Sapolsky supone que el libre albedrío es una creencia equivocada muy extendida en la sociedad, lo mismo que los mitos. A continuación, se lanza a argumentar extensamente que la teoría del caos no demuestra que existe el libre albedrío, lo que es una discusión que no tiene pertinencia, pues es evidente que esa teoría tiene muy poco que ver con el problema.

Más pertinente es el tema de la complejidad emergente. Sapolsky pretende demostrar que es un error creer que el libre albedrío es un fenómeno que ocurre cuando se alcanza un alto nivel de complejidad, es decir, cuando emergen las estructuras sociales humanas. Usa la metáfora de la edificación del fabuloso castillo de Versalles, construido de simples e insignificantes ladrillos que al irse apilando generan el suntuoso esplendor del palacio que mandó construir Luis XIV. Ciertamente, también las sencillas neuronas de los cerebros de los franceses del siglo XVII se fueron apilando hasta emerger como una sofisticada sociedad. Sapolsky atribuye equivocadamente a los que defienden el libre albedrío la idea de que un estado emergente puede cambiar la naturaleza fundamental de los ladrillos que la componen. Se trataría de una causalidad descendente (downward causality). No creo que nadie que defienda el libre albedrío crea que los ladrillos del castillo de Versalles cambien de naturaleza por ser parte del gran palacio, ni las neuronas que contribuyen a activar el fenómeno emergente de la conciencia humana sufran mutaciones debido a que, por ejemplo, los humanos han construido un complejo sistema democrático. Esto es un absurdo. Y los argumentos absurdos continúan cuando aborda el tema de la indeterminación cuántica, que no tiene nada que ver con una conciencia capaz de razonar y decidir libremente.

Yo creo que la complejidad emergente de la conciencia es una singularidad. Mi idea consiste en que la conciencia no se encuentra encerrada en el cráneo, sino que se extiende en lo que llamo el exocerebro, es decir un sistema simbólico de sustitución compuesto esencialmente por el habla, los diversos lenguajes artísticos o musicales y las formas de memoria externas. El exocerebro logra hacer lo que las redes neuronales por sí solas no son capaces de hacer: tener conciencia de que uno es consciente. La conciencia no es el percatarse de la existencia de un mundo exterior, sino más bien el hecho de que una parte del medio externo funciona como si fuera parte de los circuitos neuronales. El exocerebro es un conjunto de prótesis simbólicas de diversa índole: además del habla, las artes y las memorias artificiales, este conjunto incluye símbolos ligados al juego, al vestido, a la construcción de casas, a la cocina y a los sistemas de parentesco. Las decisiones no se toman exclusivamente en los circuitos neuronales –en los que domina el determinismo– sino en las redes culturales que forman el exocerebro. Y en esta conexión entre neuronas y símbolos es donde salta la singularidad del libre albedrío.

Esta singularidad debe ser explicada. Para comenzar, hay que decir que el libre albedrío es un bien escaso, como ya había intuido Spinoza cuando se refirió al conatus. No todos los actos humanos son el resultado de la libertad: solo una pequeña parte escapa de los mecanismos deterministas. El acto de escoger libre y conscientemente ocurre en la cadena que une el cerebro con el exocerebro. Es decir, en los circuitos simbólicos conectados a las redes neuronales. Es un proceso neuro-social relativamente lento que ocurre en un alto nivel de complejidad. Es allí donde la persona logra escapar del determinismo. Yo he explicado en mi libro Antropología del cerebro (2007, 2014) que la consecuencia es que ese fenómeno que llamamos libre albedrío en Occidente es un bien escaso.

Toda esta complejidad se le escapa a Sapolsky. Le importa más, por ejemplo, observar cómo la amígdala, la región subcortical del cerebro que se supone está relacionada con las emociones, es condicionada socialmente. La palabra violador, dice, activa la amígdala, pues se ha aprendido lo que esa palabra significa. Debido a eso, cuando Donald Trump señaló que los migrantes mexicanos eran unos violadores, quienes lo escucharon tuvieron una reacción condicionada por lo que les había sucedido un segundo antes, una hora antes, un año antes y así sucesivamente como las tortugas que sostienen la Tierra. Si quien escucha es un gringo blanco mal alimentado, alcohólico, macho con testosterona elevada, xenófobo y ansioso, desempleado y con una infancia transcurrida en un barrio homogéneo anglosajón –toda una serie de cosas sobre las que la persona no tuvo control–, entonces sus neuronas responderán a la asociación entre ser mexicano y ser violador, lo que lo inclinará a admirar a Trump. Este es el tipo de análisis esquemático que hace Sapolsky para afirmar que la presencia de mecanismos sociales y biológicos muestra una cadena determinista. A lo largo del libro expone ejemplos muy diversos e imagina experimentos mentales fantasiosos, desde casos de asesinato, disyuntivas imaginarias, obesidad, casos reales o inventados de atropellamiento, funcionamiento de la meritocracia cuando el mérito es inmerecido y muchos más. El más insólito ejemplo es el de un sitio en la web que consigna una discusión sobre si, después de cagar, es mejor limpiarse con un papel higiénico de adelante hacia atrás o de atrás hacia adelante (por supuesto, la causa de una u otra acción se remonta a las enseñanzas de la madre cuando eran niños). Pero resulta que una persona en Oregon y otra en Rumania coincidieron en afirmar que su madre les había dicho que si se limpiaban el culo de atrás hacia adelante no tendrían amigos. Esta y otras extrañas convergencias le parecen significativas porque revelan que no hay un significado o un sentido y que no hay otra interpretación más que eso sucedió por lo que pasó justo antes, lo cual sucedió por lo que ocurrió antes y así sucesivamente de una tortuga a otra. Su conclusión: “No hay nada más que un universo vacío e indiferente en el que, de vez en cuando, los átomos se unen temporalmente para formar cosas que cada uno llama ‘yo’.” Solo insinúa fugazmente que el hecho de que mucha gente crea en el libre albedrío se debe a que en el curso de la evolución el autoengaño generó más ventajas que creer en la verdad. El físico británico Philip Ball resumió burlonamente el argumento de este libro así: “lo que pasa pasa, y solo pasa cuando pasa” (TLS, 13 de octubre de 2023). En una entrevista Sapolsky declaró que él no tenía ningún mérito por haber escrito este libro, pues todo estaba determinado y no intervino su voluntad. Por otras razones, creo que tiene razón: el libro no tiene ningún mérito. ~


  1. William Egginton, The rigor of angels. Borges, Heisenberg, Kant, and the ultimate nature of reality. Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Sur, 68, mayo de 1940. ↩︎
  2. De consolatione philosophiae, libro 5, prosa 4, 25, “omne enim, quod cognoscitur, non secundum sui vim, sed secundum cognoscentium potius comprehenditur facultatem”. ↩︎
  3. Determined. A science of life without free will, Nueva York, Penguin, 2023, 528 pp. Hay edición en español: Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío. ↩︎
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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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