Y yo grité:
¡Ay, la culebra! […]
Cuidado con la culebra que muerde los pies
Ay, si me muerde los pies
No puedo yo bailar si me muerde los pies
Ya no voy a poder gozar
Ay, si me muerde los pies
Yo la tengo que matar
“La culebra”, canción de Banda
Machos que sonaba en los altavoces
de Lomas Taurinas, Tijuana, cuando
mataron a Luis Donaldo Colosio el 23
de marzo de 1994.
No sé si sea un hecho del todo evidente en un primer acercamiento, pero en este país abrazamos una obsesión por cierta rama de la zoología. Una inclinación, al menos histórica, por un grupo de vertebrados escamosos, ápodos y de lengua bífida, digamos que no del todo favorecidos por el ciudadano promedio del siglo XXI, sin embargo, predominantes en el patrimonio y legado cultural que nos rodea. Además, claro, de hasta cierto grado ineludibles en términos del paisaje ecológico (y megadiverso) sobre el que se extiende este intento de nación. Me refiero, por supuesto, a la fijación ofídica, cuya presencia resulta ubicua en el territorio hoy llamado México desde sus primeros asentamientos, y cuyas abundantes huellas se muestran por doquier: desde Kukulcán y Quetzalcóatl –principales deidades mesoamericanas con forma de serpiente emplumada– hasta las vitroleras de cristal de las cantinas norteñas en las que se maceran víboras en mezcal.
Guardianas pétreas de innumerables vestigios arqueológicos, protagonistas asiduas de cumbias y corridos. Su ondulante figura es aludida en rituales de fertilidad de la tierra aún vigentes, en amarres y embrujos, en el lenguaje cotidiano (generalmente de manera peyorativa), así como en mitos y leyendas. Su conspicuo perfil estampa muros y botellas, sus colmillos sobresalen de fuentes y esculturas públicas, sus intrincados patrones de coloración enhebran prendas y textiles a lo largo y ancho del país; vamos, que los reptiles sin patas aparecen incluso en nuestra bandera.
Hasta donde alcanzan mis pesquisas, solo trece banderas nacionales alrededor del orbe incorporan aves (es decir apenas el 6% de los 194 países independientes reconocidos por la ONU), a saber: águilas de diversos tipos aparecen en las de México, Egipto, Zambia, Kazajistán, Serbia y Albania. Cóndor de los Andes en la de Ecuador, quetzal en la de Guatemala –Papúa Nueva Guinea, ave del paraíso; Dominica, loro imperial; Kiribati, fragata; Uganda, grulla real gris; Zimbabue, pájaro de Zimbabue–. En unas cuantas más aparecen otras clases de animales: leones en la de España y Sri Lanka, ganado en la de Andorra, las islas Malvinas y otros pocos protectorados. Pero, que yo sepa, serpientes solo en la mexicana. Y no se trata de cualquier serpiente, sino de una icónica y venenosa: una víbora de cascabel de cola negra, Crotalus molossus para ser más preciso. No solo eso, sino que con toda certeza puedo asegurar que nuestra bandera es la única en el mundo que plasma una estampa de la cadena alimenticia: esa orgullosa águila devorándose a la serpiente postrada sobre un nopal.
¿Qué significado ulterior tiene esto? ¿Qué designios ocultos se enmascaran en el hecho de que nuestro escudo nacional rinda pleitesía a la red trófica de los matorrales? ¿Habrá influido de algún modo tal singularidad en que, tanto en la actualidad como en el pasado, figuremos como una de las naciones más sanguinarias del planeta? Me resisto a creerlo. Pero ¿acaso no son eso las banderas? ¿Símbolos de lo que nos identifica? ¿Efigies de lo que nos representa colectivamente?
Meditándolo un poco, me parece que, más allá de limitarse a recapitular el mito fundacional de los hijos de Aztlán (leyenda de origen de la gran Tenochtitlan, hoy Ciudad de México), nuestro lábaro patrio atina a reflejar de manera fidedigna dos cosas que distinguen a estas tierras de eterna transición entre Latinoamérica y Norteamérica: por un lado, la abundancia de serpientes que pululan en toda la extensión del territorio mexicano y que, sumando unas 453 especies descritas hasta la fecha, nos elevan al primer lugar en diversidad de dichos organismos a nivel mundial –destacando precisamente el grupo de los vipéridos, cascabeles, nauyacas y cantiles, que con 73 especies registradas nos coloca de igual modo en el pico de riqueza global–, y por otro, la estrecha relación que hemos entablado a lo largo de los siglos los pobladores de los treinta y dos estados que integran la república mexicana con los vertebrados sin patas y sus parientes más cercanos.
Desde dioses mexicas, mayas, olmecas y zapotecas, pasando por la danza de petición de lluvia o de la Serpiente –aún puesta en práctica anualmente por los mero ikoots de San Mateo del Mar, Oaxaca–, hasta aquella fabulosa criatura de sombra que desciende por los escalones de la pirámide principal de Chichén Itzá cada equinoccio de primavera y otoño. Desde la poderosa dinastía Kaan, los señores de la serpiente que gobernaron el esplendoroso reino de Calakmul durante siglos, hasta las botas, cinturones y sacos de piel de víbora que presumen los patrones del narco (cuando menos en el arquetipo del viejón que replican las narrativas populares) y sus crecientes huestes de sicarios. Desde el origen de todo el mal, según los cánones de la religión hegemónica impuesta hace quinientos años a este continente, hasta los laboratorios de extracción de veneno para producir antídotos (industria de la que México figura desde hace varias décadas como líder mundial).
Delicatessen de la sierra (donde su carne se come tatemada a la brasa, en tacos o desmenuzada para sazonar caldos), remedio de medicina tradicional, fetiche de brujería. Controladoras de pestes y plagas en los campos, depredadoras versátiles, diestras y eficaces; desatadoras de fobias, emisarias de la lluvia y de los cambios estacionales; embajadoras también, en algunas ocasiones desafortunadas, de intoxicación, convalecencia y muerte. Temidas, veneradas e incomprendidas. Sacrificadas sin razón, codiciadas por las redes del tráfico ilegal de especies y los coleccionistas, investigadas con ahínco. Devoradas, explotadas, empleadas como adjetivo. Realmente se me ocurren muy pocos grupos de animales con los que los habitantes de este país interactuemos más seguido, ya sea de manera física, metafórica o alusiva, y que, en suma, se hayan impregnado de manera tan profunda en nuestro imaginario colectivo. Organismos de los que, a la vez, ignoramos casi todo.
Cuatro narices, mano de metate, terciopelo, hocico de cerdo, masacuata, llamacoa. Las hay acuáticas, selváticas y de montaña, las cornudas que nadan sobre las dunas del desierto y las que jamás descienden del dosel forestal; hay las que se alimentan exclusivamente de caracoles, las que se tragan huevos completos, las que cazan murciélagos pendiendo sobre la entrada de las cavernas y aquellas ofidiófagas que prefieren engullir a otras de su tipo; algunas son constrictoras poderosas, otras letales pero retraídas, hay las que nunca emergen del subsuelo, las que surcan los aires planeando entre los árboles y hasta las que son estrictamente marinas. Unas son diminutas, ciegas y partenogenéticas (especies unisexuales compuestas solo por hembras que engendran descendencia sin la intervención de espermatozoides) y que merodean en las macetas de nuestras plantas de ornato; otras, como las boas y los tilcuates, superan con facilidad los dos metros de largo.
Aunque a momentos podamos olvidarlo, la verdad es que esta es la nación de las serpientes y siempre lo ha sido. Una nación que carga irremediablemente atravesada la colisión entre dos cosmovisiones diametralmente opuestas: la ofidiofílica, propia de los pobladores mesoamericanos, quienes se inclinaban por un visión animista y que casi sin excepción entre las diferentes civilizaciones precolombinas colocaban a las serpientes como una de sus máximas divinidades, y la ofidiofóbica, característica de los colonizadores europeos, quienes trajeron consigo una religión que fomenta el desprecio extendido por las criaturas rastreras, salamandras, ajolotes, lagartos, arácnidos y mariposas negras, tachadas sin sentido de ser entidades diabólicas o de mal agüero, al grado de señalar a las serpientes como la génesis de todos los males. No sé ustedes, pero algo me dice que en estos tiempos de extinción masiva y crisis ambiental generalizada, ya viene siendo momento de volver a nuestros orígenes y reconsiderar a las serpientes que nos identifican. ~
Biólogo y escritor, fundador de la Sociedad de Científicos Anónimos. Conduce el podcast Masaje Cerebral y escribe libros de liternatura para personas pequeñas y grandes.