Die hexe, la bruja, o la novia del viento

Aunque durante mucho tiempo no tuvo nombre y fue considerada indigna de figurar en la cultura del libro impreso, la bruja sería una de las grandes protagonistas de la historia europea.
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Mucho antes de que el mito fáustico llegara a la cultura del libro impreso, mucho antes de que los talleres de Johann Spies imprimieran la primera versión completa de la Historia von D. Johann Fausten (ca. 1587), el imaginario popular ya hablaba de ella: “Die hexe, die hexe, / Lüfte schöne freundin. / Die hexe, die hexe, / Teufels schöne liebhaberin” (“La bruja, la bruja, / La hermosa novia del viento. / La bruja, la bruja, / La hermosa amante del diablo”). Los habitantes de la Baja Sajonia medieval habían inventado toda clase de canciones populares (lieder) en las que ella era la protagonista. Ella no tenía nombre, los que se atrevían a buscarla le llamaban simplemente “mi bella dama”, “mi señora”. En los tratados más importantes sobre la demonología se decía que entregaba su alma al diablo a través de un infame pacto. No necesitaba firmar una cédula o pergamino para entregarse a él porque el pacto diabólico se realizaba en su cuerpo. Casi todos los tratados de demonología subrayaban esto: “ella copula con el diablo”. Era su amante y su hija al mismo tiempo.

En los grabados que acompañan a la primera edición del Malleus maleficarum (“Martillo de las brujas” de 1487) ella danza y se entrega al demonio. Su figura recuerda a las ménades poseídas por Dioniso. Ella baila en medio de la noche. La luz que alumbra su cuerpo recuerda también a Sibila. Para los inquisidores del Renacimiento encarna a “la novia del viento”, “la novia de Corinto”, que seduce a los hombres antes de su lecho de bodas. A ella se había referido también santo Tomás en la Suma teológica al llamarla “hija de Lilith” y, como toda mujer, estaba maldita desde su nacimiento. A diferencia de los hombres, subraya, “la mujer no tiene libre albedrío”, y no solo eso, sino que otro teólogo, Heinrich Kramer, en su Malleus maleficarum había convencido a sus contemporáneos de que la palabra “femenino” no provenía de fevo, como se creía, sino de feminus (menos fe). Es decir, que el nombre mismo que registraba su existencia en el mundo determinaba ya su tendencia a la apostasía.

Ella no tenía nombre, no era lo suficientemente digna para que sus historias llegaran a la cultura del libro impreso. Y, sin embargo, será una de las grandes protagonistas, no de la literatura de los siglos XV y XVI sino de toda la historia europea. Su historia encarna uno de los rostros del miedo. Ella, el rostro oscuro del Renacimiento; su voz, los rumores del viento que debían ser acallados. Aquella cultura humanista, de filósofos magos, de hombres que exploraron el universo, es la misma que se apropió de los conocimientos adquiridos por ella, y después la negó y condenó al calor de las piras.

Ella, pariente lejana de las magas de Persia, de la encantadora Circe, de la hermosa Sibila, no conservaba ya nada de su estirpe. No había conocido ni palacios ni templos, su lugar se había reducido a sitios aislados, en lianas, entre ruinas y escombros. Aunque perteneciera a un pueblo, este la había conminado a los arrabales. Ella era el rostro del mundo medieval. Y por eso había que quemarla. Aquel mundo tan lleno de fantasmas y demonios; de mujeres que copulaban con caballos, como la monja Micaela de Aguirre; mujeres que bailaban poseídas por algo en medio de la pradera; mujeres que se entregaban a lo que yacía detrás de la figura del macho cabrío.

Sin embargo, en la sociedad feudal, ella había sido una de las mujeres más poderosas, lo sabía todo, la gente se confesaba con ella más que con el cura. Ella, die hexe, la única verdadera médica del pueblo; si alguien no podía concebir le iba a llorar; si alguien quería abortar, la buscaba; ella había visto toda clase de enfermedades íntimas, desde las más simples, hasta cosas que la medicina de hoy llamaría monstruosas: sarpullidos inimaginables, infecciones que se extendían como costras en la vagina, bolas en las ingles. Ella lo curaba todo o, al menos, ayudaba a morir rápido. Sus bebedizos alucinógenos calmaban el dolor. Más adelante, uno de los médicos del Renacimiento, Paracelso, al escribir su tratado de las plantas mágicas (Botánica oculta), reconocería que todo lo que sabía lo había aprendido de ella, quien curaba no solo males físicos sino también espirituales: acudían aquellas que querían al marido de su vecina o quienes buscaban un maleficio para vengarse de sus enemigos. Ella conocía las partes íntimas de los habitantes de su pueblo, pero también conocía sus secretos espirituales más oscuros.

En su libro La sorcière, Jules Michelet mostró que la sociedad feudal no la podía condenar; aunque le temieran, aunque había a su alrededor un aura negra que no podían comprender, nunca fueron capaces de perseguirla. No podían hacerlo porque ella era la única que comprendía su dolor. Estaban atrapados en un mismo laberinto, un mundo lleno de dioses antiguos que no terminaban de irse, un mundo donde el señor feudal, los condes y marqueses los usaban como juguetes de sus placeres más retrógrados.

Nadie sabía mejor que ella la historia real de las llamadas “cacerías salvajes”. Si bien es cierto que su nombre, “cacería salvaje”, proviene de las leyendas nórdicas, Åsgårdsreien, y narraba el terror que sembraba un grupo sanguinario y fantasmal, lidereado a veces por el propio Odín, quien aterrorizaba a los que transitaban por caminos solitarios, las cacerías salvajes en la Edad Media tomaron otro sentido, aunque nunca perdieron su carácter sangriento. En las épocas de paz, los hombres poderosos de las cortes y los reinos, muchos de ellos acostumbrados a feroces y oscuras batallas, de pronto se vieron presos del tedium vitae en los pasillos de las cortes. Pronto comenzaron a organizar “cacerías salvajes” con las que cerraban fiestas y encuentros de las altas élites. Para este tipo de “cetrería”, los internados y hogares de huérfanos jugaron un papel preponderante, pues ellos proveían a las víctimas. Cientos de jóvenes fueron entregados periódicamente para llevar a cabo este tipo de celebraciones. La idea era simple: la fiesta terminaría con los invitados persiguiendo en el bosque a los muchachos y muchachas destinadas para ello; todo estaba permitido, no solo la persecución. Después, los demás súbditos se encargaban de limpiar y borrar los restos. Algunas de esas personas lograban sobrevivir y escapar tras ser violadas o amputadas. Llegaban completamente destrozadas al territorio de la hechicera, ella las cuidaba y sanaba sus heridas. ¿Cómo no la iban a inmortalizar en los cancioneros? “Die hexe, die hexe, / Lüfte schöne freundin. / Die hexe, die hexe, / Teufels schöne liebhaberin” era una especie de rezo para estas almas perdidas que lograban salvarse.

Hay historiadores que sostienen que Gilles de Rais, el escudero de Juana de Arco, fue en realidad solo uno de los rostros que salieron a la luz de una larga galería de caballeros asesinos que se divertían con sus súbditos. El propio De Rais no fue condenado por la Inquisición a causa de haber matado a cientos o miles de jóvenes, sino por haberlos ofrendado al diablo. Si, al igual que sus contemporáneos, solo los hubiera matado sin ofrecerle la carne y la sangre al demonio, su nombre se habría borrado de la historia.

Y, sin embargo, ella lo sabría, ella había curado toda clase de heridas horribles. Ella lo había visto todo. Y, efectivamente, aquellos días de invierno en los que no salía la luz y la tierra era triste, y la neblina abrazaba todos los árboles en medio de la oscuridad y el frío, ella, tras una larga caminata, llegaba a un punto, un lugar donde había algo parecido a un montículo, y entonces, tras un largo silencio, le hablaba y él respondía. El dios derrotado por el cristianismo salía de la oscuridad y se miraban frente a frente. No era necesario ningún tipo de pacto porque se reconocían inmediatamente. Una de esas tardes, cuando volvía a su choza, ella lo supo: sería condenada, los tiempos en los que los hombres vendrían por ella se estaban acercando. Las ciudades europeas, los centros del saber, las universidades, proclamarían el humanismo y la dignidad del hombre, pero ella sería sacrificada. ~

Este texto forma parte de Las damas fáusticas, de próxima aparición bajo el sello editorial del INBAL, libro ganador del Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2023.

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es escritora y académica. Su libro Las damas fáusticas obtuvo el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2023.


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