No fuimos a Bomarzo
sino en el hilo de esas largas conversaciones
que siempre nos llevaban a las mismas fuentes,
que pendían de las glicinas de unas pérgolas
que quizá nunca existieron en Bomarzo.
Se detenían en los silencios
rememorativos del asombro y el miedo
ante un umbral que cruzamos
con los ojos cerrados,
como si en la caverna de la mente
aguardaran encuentros no queridos
con viejos rostros de nosotros mismos,
y el titubeo de la memoria
y la expresión,
las palabras que nos faltaban,
la inflexión más débil como un tobillo que flaquea,
fueran por el temor de encontrarse otra vez
en lo que ya se creía abandonado.
Al pie del níspero,
en esa banca que la maleza alcanzaba
rasguñando las piernas,
nos preguntábamos
si en los jardines de Bomarzo
alguien habría hablado así
sobre el ser y el no ser,
sobre aquello que va de uno a otro
y existe más allá del uno y del otro.
Y aparecían junto al alambre de la cerca,
como arpías,
torpes, ruidosas aves de corral
marcando un justo contrapunto
a la arrogancia que había detrás de la pregunta.
Bomarzo,
al borde de un precipicio todo el tiempo,
zanjando al paso
los propios desafíos a la Fortuna,
llevando al límite la Mano providente
que de improviso podría volverse en contra.
O tal vez siguiera por más tiempo
guiando el cubilete que volteabas para dejar,
implacables, cuatro ases
sobre esa mesa desvalida
a las orillas del pueblo.
O si llamabas, con un gesto, a un pájaro
que al cabo de un minuto venía a acercarse
adonde hablábamos
entre líneas
del peso de lo real,
del espinazo a punto de quebrarse
bajo ese peso formidable.
Como Nietzsche en Turín.
Y repartíamos a los vientos
paliativos
como obsequios de feria,
repasábamos los remedios ya probados–
el phármakon fallido:
chivo expiatorio o cordero del sacrificio.
Pero ningún Crucificado
entre esos puntos cardinales de lo real
nos salvaba ahora de nuestro propio desastre.
¿O por qué no ofrecerse como pharmakós?
y deambular por el pueblo con un cortejo de perros,
recogiendo toda culpa e inmundicia,
espiando en la lumbre ajena
si quedaba en los rescoldos una tira de carne.
¿Qué más podría temerse desde allí?
Desviábamos la conversación
detrás de cualquier brisa contraria.
Cómo nos asustaba llegar al fondo,
y con cuánta habilidad interponíamos
otros argumentos,
preguntándonos si la doble entrada
a la Gruta de las Ninfas
ofrecía una salida,
si los muertos que deambulaban
en las sombras sublunares
volvían aquí en las gotas de agua,
o qué podría rescatar
de la pesadilla del espejo
a un suicida atrapado entre dos mundos.
Una mosca muerta, pegada al bisel,
hacía discurrir sobre el ojo que se altera,
sobre la percepción fallida,
la distorsión acrecentada en los bordes de lo real
fraguando un engaño más perfecto,
dando un contorno ambiguo
a la brutalidad de la visión:
el pharmakós babeante, destrozado.
¿Y acababa en lo real? ¿La verdad era lo real? ~
* Poema inicial del libro inédito del mismo título.